El poder y la gloria

La clemenza di Tito es el décimo cuarto de los 27 drammas per musica escritos por Pietro Metastasio (Trepassi de verdadero apellido), nombrado poeta cesareo desde su instalación en Viena en 1730 sucediendo a Apostolo Zeno en tal puesto, y el más importante libretista de toda la historia de la opera seria en lengua italiana. Los poemas metastasianos fueron puestos en música más de un millar de veces por no menos de trescientos compositores a lo largo del S.XVIII. En concreto, La clemenza di Tito ha gozado de 43 versiones, entre 1734 y 1803 (cronológicamente, la de Mozart es la cuadragésima) y entre sus diferentes valedores aparecen nombres tan ilustres como los de Johann Adolph Hasse, Leonardo Leo, Georg Christoph Wagenseil, Christoph Willibald von Gluck, Niccolo Jomelli, Ignaz Holzbauer, David Pérez, Pasquale Anfossi, Giuseppe Sarti y Joseph Mysliveček. 

La obra está protagonizada por una figura histórica, la de Tito Flavio Sabino Vespasiano, emperador romano durante el bienio 79-81, enaltecido por Suetonio (en quien Metastasio afirmaba haberse inspirado, junto con los dramas de Corneille y Racine dedicados al mismo personaje que no declara) y durante cuyo breve mandato aconteció la erupción del Vesubio que sepultó Pompeya y Herculano: el suceso aparece en el libreto de la ópera para encarecer la munificencia del protagonista, que entrega a los damnificados por el volcán los fondos inicialmente destinados a la construcción de un templo (lo que es una oportuna invención del poeta). Ésto y su misericordia para con los conscriptos en la conjura de Cayo Calpurnio Pisón (sustituído en la ópera por una implausible intriga amorosa tejida por Vitellia, una despechada aristócrata romana, y su amante Sesto) permiten a Metastasio articular un texto en el que el César aparece festoneada por avatares fantaseados que tejen una loa hacia el personaje histórico, presentado como idealizada contrafigura heroica del emperador austriaco: la obra fue escrita en 1734, para festejar el santo de Karl VI Habsburg, (4 de noviembre), la música fue compuesta por Antonio Caldara y la mayor parte de las posteriores óperas que utilizaron el mismo texto abrigaron propósitos igualmente lisonjeros para con el poder. Pese al prólogo (la licenza) refinadamente hipócrita en que el libretista afirma que la similitud entre el protagonista y el emperador es ajena a su voluntad y que tal cercanía es pura coincidencia (yo se que  vos abrigáis en vuestro corazón esas generosas emociones que Tito abrigaba en el suyo, y no es mi culpa si otros también lo creen así, escribe Metastasio: ¿debemos pensar que los monarcas del ancien régime eran de una credulidad cercana a la estulticia si encontraban verosímiles semejantes halagos?), la obvia identificación del césar con Karl VI hizo que desde su nacimiento La clemenza de Tito se viese como la obra como un emblema institucional de los Habsburg, y muchas de sus diferentes versiones estuvieron destinadas a prolongar esa imagen a través de onomásticas, cumpleaños, aniversarios o coronaciones de ésta y de otras dinastías europeas contemporáneas. Tal sucede con la revisión de 1738 realizada por Hasse de su Tito Vespasiano que había inaugurado el Teatro Pubblico del Sole en Pesaro en 1732, revisión destinada a celebrar el aniversario de la coronación de Frederick August II de Sajonia como Rey de Polonia, la de Jomelli escrita en 1753 para el cumpleaños de la esposa del duque Karl Eugen de Württenberg, la de Wagenseil, que en 1746 festejaba idéntica celebración para la emperatriz Maria Teresia de Austria, la de Holzbauer, compuesta en 1757 para el santo de Karl Theodor, Principe Elector de Baviera (longevo protector de las artes que encargó a Mozart Idomeneo en 1781), o la de Gluck, escrita en 1752 en idéntica ocasión para Carlo VII, rey de Nápoles y Sicilia (y Carlos III de España desde 1749), entre otras muchas.

La versión mozartiana nació como un encargo para la coronación de Leopold II, hermano y sucesor de Joseph II y nieto de Karl VI, como rey de Bohemia el 6 de septiembre de 1791. La elección del tema fue parcialmente forzada, debido a la escasez de tiempo: Domenico Guardasoni, antiguo tenor y empresario del Teatro  Nacional de Praga, firmó el 8 de julio el contrato para encargar una obra destinada a estrenarse en la tarde de la ceremonia, y en el documento se especificaba que, de no hallarse un libretista capaz de afrontar la tarea en tan breve plazo, se reutilizase el poema de Metastasio. La presencia de un César como protagonista facilitaba la identificación de Leopold II con la figura epónima, toda vez que el monarca había residido y gobernado el norte de Italia con el título de Gran Duque de Toscana durante más de dos décadas y el año anterior había sido coronado como Emperador de Sacro Imperio, y de ahí que los otros firmantes del contrato (el Conde Heinrich Rottenhan, que era una especie de Virrey austriaco en Praga, y cuatro miembros de la Dieta Bohemia) aprobaran la propuesta de Guardasoni. Es interesante reflexionar en el hecho de que el texto, pese a su incuestionable oportunidad, resultaba ya un tanto pasado de moda: si entre 1734 y 1750 se habían compuesto 15 óperas y 12 entre tal fecha y 1760, en la década sucesiva el número había descendido a 7, a 4 en la siguiente y entre 1780 y el encargo mozartiano solamente hay noticia de la atribuída al compositor lisboeta (y mestre de la Capella de Bemposta) Luciano Xavier Santos, puesta en escena en el palacio de Queluz a comienzos de la década. La realidad es que, fuera de Italia, las óperas de romanos habían perdido buena parte de su antiguo predicamento y que sólo las guerras napoleónicas volverían a ponerlas brevemente de moda. Por lo demás, es bien sabido que Guardasoni había solicitado a Mozart Don Giovanni cuatro años atrás, y que el encargo de La clemenza di Tito llegó al músico salzburgués después de que Salieri, el primer elegido, declinara la oferta por hallarse ocupado en la dirección artística y musical del teatro de corte, substituyendo a su alumno Joseph Weigl, ahijado de Haydn,  que estaba escribiendo una cantata (Venere ed Adoni) para los fastos inherentes al nombramiento de Anton Esterházy como Vicegobernador de Oedenburg, cantata que Haydn (Kapellmeister de Esterházy) no había podido abordar por encontrarse en Inglaterra[1].  

Los últimos años del XVIII estuvieron marcados por la rápida difusión de las ideas ligadas a la Revolución Francesa, y la ópera proporcionaba un dispositivo propagandístico de primera magnitud destinado a exaltar la monarquía ilustrada en unos momentos en que los vientos de fronda agitaban Europa. A mayor abundamiento, la revuelta independentista de los Países Bajos y los movimientos nacionalistas en Prusia y Hungría aportaban un convincente apoyo a la densidad metafórica de la conjura entre amorosa y política que constituye el nudo de la obra: la clementia austriaca para con la insurgencia, como se la denominó en el norte de Italia (donde Joseph II había abolido la pena de muerte pocos años atrás y su sucesor, la tortura), ayudaban a consolidar el significado de La clemenza de Tito como genuina música de estado (bien que, en la época, las óperas eran del libretista: de aparecer, el nombre del compositor figuraba en la portada del libreto en tipografía mucho menor que el del poeta, y más aún en el caso de una figura de las dimensiones de Metastasio: de hecho, el nombre de Mozart no figura en la edición del estreno).  

Por lo demás, el tema debe encuadrarse en el cambio de gusto regio con la llegada de Leopold II al poder a la muerte de su hermano. Durante los años de Joseph II, el singspiel en lengua autóctona primero y la opera buffa italiana después habían hegemonizado los escenarios subvencionados por la corona (Die Entführung aus dem Serail y Le nozze di Figaro, respectivamente, constituyen dos ejemplos cimeros de tal tendencia): la entronización de Leopold II implicó una vuelta a los gustos de su augusta madre, la emperatriz Maria Theresia, valedora de la opera seria metastasiana en tanto que modelo de espectáculo cortesano. A estas alturas, se trataba de una forma, si no superada, si en claro retroceso frente a los otros géneros desde el punto de vista de su aceptación por el público burgués centroeuropeo. Bien es cierto que en ambos casos se trataba de formas muy codificadas y previsibles: las arias da capo alternaban con arias bipartitas en la opera seria, y las coplas estróficas dominaban en el singspiel, los héroes mitológicos habían sido substituídos por los de la historia antigua en el primer caso y, en el segundo, las intrigas amorosas de personajes populares, con jovencitas pizpiretas enfrentadas a tutores rijosos, constituian un esterotipo no menos convencional a la altura de las dos últimas décadas del XVIII.

Escena de La Clemenza para el Teatro alla Scala en 1819: Szenenbild (Alessandro Sanquirico)

Durante los últimos diez años de su vida, la actividad operística de Mozart se había dirigido a la superación de las barreras entre los diferentes géneros de su tiempo, amén de servir de caja de resonancia para la política reformista de Joseph II: Le nozze de Figaro es una alegato a favor del  decreto de matrimonio que establecía tan sólo el consentimiento de los esposos y la presencia de testigos para legalizar una unión al margen de la voluntad paterna, y Die Entführung aus dem Serail suponía un apoyo al decreto de tolerancia religiosa, a lo que hay que añadir la simpatía del compositor por las ideas ilustradas y masónicas. Tras el admirable (pero impracticable) intento de reflotar el genero serioso con Idomeneo rompiendo la compartimentación entre recitativo, accompagnato y aria en aras de lograr una continuidad músico-dramática regida por el principio sinfónico de unificación tonal, el compositor trabajará en dos frentes, el singspiel y el buffo aplicando en ambos casos un mismo procedimiento: insertar personajes musicalmente construidos en la línea de la opera seria en el seno, tanto de la opera buffa (es el caso del Conde y la Condesa Almaviva, de Donna Anna o Donna Elvira y, por supuesto, de Fiordiligi, personajes basados en la forma del aria da capo o del aria bipartita y, en todo caso, personajes muy virtuosísticos en su mayor parte) como del singspiel (caso de Konstanze, de Tamino o de la Königin der Nacht). En éste último caso, la innovación es aún más rotunda en el caso de personajes secundarios: que Hanswurst, figura típica del Singspiel caracterizada por su glotonería y su lubricidad (el nombre podría traducirse como Juansalchicha), se haya convertido en el Papageno de Die Zauberflöte da cuenta del interés de Mozart en dignificar el teatro lírico popular. A ello habría que añadir, igualmente, su compromiso puramente musical con otras figuras convencionales: que personajes de la categorá de Blonde, Susanna o Despina (e incluso, la propia Pamina, si atendemos tan sólo a sus relativamente escasas exigencias virtuosísticas, que no musicales) sean, técnicamente hablando, simples soubrettes, da una idea de la voluntad regeneracionista (y del acendrado feminismo, por emplear una terminología aún inexistente en la época) de que Mozart hizo gala en su dramaturgia. La ocasión que Emmanuel Schikaneder (libretista, empresario e intérprete) le brindase con el proyecto de Die Zauberflöte (ya casi acabada cuando recibe el encargo de La clemenza di Tito) resultaba decisiva para construir el modelo definitivo de lo que Mozart entendía como la genuina opera alemana, en la que, además de remitirse a un código y un idioma autóctono, añadía todas sus conquistas compositivas anteriores y su deliberación para integrar en ese ideal escénico, no ya todos los géneros operísticos en una sola unidad, sino también elementos procedentes de la música litúrgica (como es el caso de la sublime escena de los geharnischte Männer, los hombres con armadura de Die Zauberflöte: un coral variado sobre una fuga a tres voces), desde la perspectiva de un humanismo laico y propagandístico del ideal masónico: y conviene recordar que, dentro de la fraternidad, Mozart se alineaba con los partidarios de que la mujer pudiese ser iniciada en idéntico grado que el varón, como se muestra en la escena de las pruebas del fuego y el agua. 

No parece necesario encarecer el hecho de que Mozart aceptó el encargo de La clemenza de Tito por motivos estrictamente crematísticos: es obvio que sus preocupaciones estéticas se encontraban ya muy alejadas de un texto como ése. Leopold II había supuesto un freno para los ideales ilustrados al derogar diferentes decretos de su predecesor cediendo a las presiones de los sectores más reaccionarios de la nobleza y había introducido diferentes trabas burocráticas para controlar la masonería. Ello, unido a sus preferencias teatrales, hace suponer que no podía sintonizar con la ejecutoria mozartiana. Quien, sin embargo, fue capaz de producir alguna de su mejor música para la ocasión: era obvio que lo que dirigía su esfuerzo estético no era tanto congraciarse con una figura de poder de la que poco podía esperar, sino la de trabajar para la posteridad, comprometiendo en ello toda su dignidad como profesional y toda su inventiva como artista: Mozart conserva escrupulosamente el código sin intentar piruetas vanguardistas como las presentes en Idomeneo (entre otras razones, porque en los 18 días en que, al parecer, escribió la monumental partitura no había tiempo para la reflexión: parece demostrado que Franz Süssmayr se encargó de escribir los recitativos secco) pero que se trate de una obra de circunstancias que se atiene estrictamente al canon no implica en modo alguno que se trate de un trabajo de mero trámite. Mozart cobró 250 ducados por el encargo, cifra respetable (alrededor de 1500 florines: casi doscientos más que su sueldo anual como músico de corte), aunque no alcanzaban para cubrir sus numerosas deudas. Para entender la importancia de la suma cabe recordar que el alquiler anual de una vivienda céntrica y más o menos aceptable en la Viena de la época frisaba con los 200 florines. Caterino Mazzolà, poeta cesareo de Viena desde que Da Ponte (que había sucedido a Metastasio en tal empleo, y que había colaborado con el propio Mazzolà en Dresde) fuese despedido por Leopold II, se encargó de reformar el libreto en colaboración con el músico, podándolo de acciones secundarias y transformando algunas arias y recitativos en escenas de conjunto (hasta alcanzar un total de 8 sobre 26 números) para lograr en lo posible una mayor compacidad dramática. Hay razones para suponer que Mazzolá había discutido con Mozart algunos aspectos del libreto de Die Zauberflöte.

De la larga lista de óperas escritas sobre el texto metastasiano de las que se ofrecía sucinto resumen en la líneas iniciales de esta nota, solamente la de Mozart ha sobrevivido al tiempo y tras su oscurecimiento durante casi todo el XIX y la primera mitad del XX, ha vuelto a instalarse en el repertorio con mucha mayor pujanza de la que ya disfrutó entre 1795 y 1820: y es que, si hoy seguimos hablando de Leopold II fuera de los círculos de estudiosos de la historia, se debe solamente a esa ópera que no gustó ni a él ni a su esposa (la infanta Maria Luisa de Borbón, hija de Carlos III de España[2]) ni a la mayor parte de los cortesanos que abarrotaron el teatro en la función de estreno, pero que gozó de buena acogida hasta fin de mes entre el público burgués praguense, para el que Mozart era una figura sumamente querida y admirada. La obra, por lo demás, hizo buena carrera en los años posteriores a la muerte del compositor, gracias a la determinación y el empeño de Konstanze, la viuda de Mozart, que organizó numerosos conciertos y representaciones dedicadas a la música de quien fuera su esposo en los años posteriores a su deceso.

Entretanto, Leopold II había fallecido el 1 de marzo de 1792, apenas tres meses más tarde que Mozart, tras gobernar poco más de dos años: en eso, al menos, reprodujo la figura del César protagonista de su ópera, a falta de mejores cualidades. Su poder y su púrpura imperiales llegaron a su fin con su propio óbito: pero la gloria de Mozart no ha hecho sino aumentar con el curso del tiempo. 

José Luis Téllez  


[1] El dato debe ser tomado con cierta cautela, pues no se dispone de otro testimonio sino la afirmación del propio Salieri en una carta dirigida a Leopold II

[2] Tradicionalmente, se le atribuye la opinión de que la obra mozartiana era porcheria tedesca (sic.), pero la realidad es que tal aserto sólo aparece en documentos muy posteriores a su muerte.