El imposible ayer
Obra maestra absoluta del “género chico”, La verbena de la Paloma trasciende su origen como mero sainete lírico para convertirse en la primera muestra genuina de naturalismo del teatro cantado español, cuya única limitación es la obligada por sus dimensiones: como se sabe, el término género chico describía las zarzuelas de pequeño formato (en torno a sesenta minutos) para distinguirlo del género grande, las zarzuelas en tres actos cuya ejecución ocupaba una velada completa. El género chico se originó en el, así llamado, teatro por horas, piezas que no pasaban de esa duración de modo que era posible alternar cuatro de ellas a lo largo de una tarde para hacer rentables los locales a precios asequibles: es una obvia consecuencia de la crisis económica que había provocado la revolución del 68 y que el sexenio liberal no alcanzó a remontar. Fue un género específicamente madrileño que nació hacia 1869 a partir de funciones de aficionados en cafés en los que un público popular merendaba una tostada con un café con leche y asistía a la interpretación de obras teatrales históricas que ocupaban toda la tarde por la cantidad de sesenta céntimos (una buena localidad en un teatro profesional andaba por las tres pesetas). En sus memorias, el actor Enrique Chicote, famosa pareja de Loreto Prado, cita títulos como La marquesa de La Almudaina, Traidor inconfeso y mártir, El arcediano de San Gil y El puñal del godo.
A partir de la aparición del teatro por horas en esta especie de locales (en concreto el café del Recreo, en la calle Flor Baja) con obras breves escritas especialmente, cada sesión costaba un real (25 cts.) y se obligaba a desalojar el salón o pagar una entrada nueva (igualmente con derecho a merienda). Actores de posterior nombradía como Antonio Vallés, Juan José Luján, Ramón Mariscal o Antonio Riquelme senior fueron los iniciadores del teatro por horas: José Mesejo, el futuro primer intérprete del tabernero de La verbena de La Paloma, había empezado su carrera en un café y su hijo Emilio, el futuro Julián, enrolado igualmente en la compañía del Teatro Apolo donde la obra tuvo su estreno en 1894, había ejercido, entre otros trabajos, el de cajista de imprenta, y no puede ser casual que su personaje declare el mismo oficio. El ejemplo cundió pronto entre los teatros líricos: el primer ejemplo de sainete costumbrista en un acto con música especialmemte compuesta fue La canción de la Lola (el título inicial, La camisa de la Lola, se desechó por sicalíptico) estrenada en 1880 en el Teatro Variedades (situado en el solar que actualmente ocupan los números 40 y 42 de la calle Magdalena) con música de Federico Chueca, director musical a la sazón de dicho humilde coliseo, y texto de Ricardo de la Vega, el futuro autor, catorce años más tarde de La verbena de La Paloma. La realidad de las clases populares, el habla, dichos y costumbres capitalinos aparece magníficamente reflejada en la mayoría de estas piezas (más de mil se conservan en los archivos de la SGAE), más allá de la idealización ocasional, su estilización o su general ausencia de carácter reivindicativo. El uso de música de actualidad internacional (mazurka, valses, polkas…) entreverado con la música autóctona (jotas, seguidillas, guajiras, fandangos…) es el rasgo más característico del género chico: tanto por esa síntesis entre lo propio y lo foráneo como por su aspiración hacia un teatro popular de ámbito urbano poblado tanto por la mesocracia como por figuras proletarias (o subproletarias), así como por su cronología, se trató de una teatro no carente de cierta vocación republicana. La Verbena de la Paloma es la muestra más acabada de todo ello.
El sainete lírico inició su declive con el cambio de siglo y no pasó de las dos primeras décadas, desplazado por la revista, la zarzuela en dos actos, el género ínfimo y el naciente cinematógrafo. Por otra parte, muchas frases y expresiones jacarandosas nacidas del numen de los libretistas pasaron a formar parte del habla ciudadana en una gozosa ósmosis de ida y vuelta: tal es el caso de timos (por emplear el término popular de la época) introducidos precisamente en el sainete que ahora nos ocupa, como el adverbio de nuevo cuño mayormente, la sentencia hay que saber comprimirse o la celebérrima exortación ¡Julián, que tiés madre!, pronunciada repetidamente por la Señá Rita tratando de calmar al protagonista, utilizada de manera aún más abundosa si cabe en el film de Sáenz de Heredia y que, más allá de su obvio sentido dramático, asume la función de un irónico signo de reconocimiento o pertenencia en la versión fílmica que nos ocupa. Resulta significativo que, entre las numerosas modificaciones que el cineasta (y guionista) introduce en su recreación de la obra, el personaje del tabernero, esposo de la Señá Rita, encuentre su papel casi completamente reescrito, buscando una comicidad nueva pero de idéntica naturaleza: tal sucede con el repetido y nunca visto empleo de la voz logaritmo en boca de dicho personaje, que resulta casi tan hilarante como las expresiones originales.
El caso de La Verbena de La Paloma es singular, no ya por constituir la cumbre del género chico (junto con Agua, azucarillos y aguardiente y La revoltosa), sino porque se trata también de la primera (y más genuina) muestra del verismo en el teatro lírico español. En tal sentido, diferentes rasgos la apartan del modelo genérico, rasgos que provienen mucho más del operismo contemporáneo internacional que del propio universo zarzuelístico: la profesión de protagonista (que era la misma de Pablo Iglesias) denota plenamente la naturaleza proletaria del personaje que, por lo que respecta a su estructura musical, es claramente una figura de género serio y no bufo, que carece de todo rasgo de humor en su concepción, dominado como se halla por los celos (y que Sáenz de Heredia lleva casi al borde lo trágico, con la aparición, un tanto excesiva, del revólver, ausente del original). Su magnífica romanza También la gente del pueblo es toda una declaración de principios dramáticos por parte del libretista y el músico: es interesante considerar que ese fragmento se inserta sin solución de continuidad en el número incial de la obra, episodio verdaderamente genial que presenta de un golpe a cuatro personajes principales (el tabernero, la Señá Rita, Julián y Don Hilarión) y un comprimario (Don Sebastián) en un ámbito músico-espacial único que, al tiempo, contiene cuatro ambientes disímiles: la partida de cartas, la conversación entre el boticario y sus contertulios, el diálogo entre la Señá Rita y Julian (que incluye la romanza de éste) y una pareja humilde de menestrales que aportan el fondo social del que emergen las figuras principales. La idea, teatralmente, es casi cinematográfica: cambiar de ambiente y de discurso musical dentro de una misma unidad de manera ininterrumpida, alternando las réplicas y los puntos de vista: se diría una suerte de plano secuencia unitario que enlazase a todos los personajes y, al tiempo, evocara (con mayor fuerza aún toda vez que está ausente) a la protagonista femenina, Susana, por cuyo amor compiten el obrero y el acaudalado y valetudinario farmacéutico. En las dos grandes adaptaciones cinematográficas de la obra (Perojo y la que aquí comentada) el número se ha fragmentado, bien que de diferente modo y sus secciones se han independizado total o parcialmente: es interesante comprobar que, en ambos casos, la continuidad teatral debe abandonarse en función de una continuidad fílmica de diferente naturaleza. El tema daría para una reflexión acerca de las contradiciones internas entre ambos códigos y la diferente naturaleza de sus respectivos verosímiles narrativos que, obviamente, excede los límites de un texto como éste. Por otra parte, los homenajes al film de Perojo (acreditado aquí como productor ejecutivo) son obvios: tal sucede con la cita (que solamente difiere en el encuadre) del momento en que el boticario sale de su casa y extrae el dinero de un tarro de farmacia con el rótulo ungüento mágico o el propio desempeño de los mantones, que en el original es una línea del monólogo de Don Hilarión, en Perojo está ampliamente escenificado sin palabras y aquí da lugar a una conversación entre la Señá Antonia y sus sobrinas que nos informa de que los mantones fueron empeñados por aquélla hace ya tanto tiempo que las muchachas nunca llegaron a verlos (un genuino mantón de manila era sumamente oneroso, incluso en la época), episodios ambos sin correspondencia en el texto original. Por no hablar de la presencia de Miguel Ligero, Don Hilarión por antonomasia, que repite por última vez su celebrado personaje, ahora ya con la edad ficcional que correspondía a la suya propia (73 años).
Las reducidas dimensiones del texto de partida provocan que para hacerlo fílmicamente viable con una duración estándar sea preciso inventar nuevos diálogos, desarrollar situaciones o, incluso, introducir nuevos personajes. Perojo lo resolvió con insuperable brillantez, pero la solución de Sáenz de Herdia no le va en zaga: entre otras muchas modificaciones, ha reescrito íntegramente el personaje del tabernero esposo de la Señá Rita y con singular audacia ha llegado, incluso, a introducirlo en la famosa escena entre ésta y Julián (Ya estás frente a la casa), convirtiendo el dúo en un terceto y haciéndolo preceder de otra escena con otro tabernero de humor casi escatológico. La larga secuencia de presentación, a guisa de obertura escenificada, presenta los personajes principales con la mazurka del segundo cuadro como fondo musical, trabajada y elaborada con mayor desarrollo por Gregorio García Segura en un amplio y luminoso espacio a cielo abierto que recrea lugares específicos transformado en una especie de gran mercado al aire libre: las figuras dramáticas se insertan así en su medio natural (las clases populares) brotando de él como figuras de un bajorrelieve o un gran fresco costumbrista, pasando cuando así conviene del extrerior al interior para dar entrada a secundarios nuevos (la lotera, la estanquera…) enriqueciendo la urdimbre social en torno a los protagonistas. Se trata de un movimiento simétrico al de la conclusión que, como en la obra original, se remite a la tumultuosa Verbena del título: pero Sáenz de Heredia, en una operación tan original como felizmente coronada, desplaza la pelea entre Julián y Don Hilarión situándola secuencias más atrás, para dar paso a un final de propia invención que invierte el significado de la gresca introduciendo una pareja nueva y un episodio añadido: el concurso de mazurkas. Julián pedirá permiso a su amigo Manolo (Alfredo Landa) para bailar con su novia (una explosiva Silvia Solar) provocando así los celos de Susana y dando pié a una fuerte pendencia entre ambas: ahora son las mujeres quienes se enfrentan por el hombre (pues una cierta ambigüedad en el tratamiento del personaje de aquélla sugiere que su aquiescencia para participar en la broma no es por completo inocente), de modo que ella y Susana dirimen sus diferencias con una violencia muchísimo mayor que la empleada por los hombres en la escena correspondiente, agarrándose de los moños y arrojándose al suelo con reiterada vesanía. El protagonismo de Susana gana terreno de este modo, conviertiéndose en la figura central del film a despecho de la figura varonil. La idea no hace sino desarrollar a guisa de coda una operación significante previa, en el episodio en que el alejamiento del original es mayor, hasta el extremo de invertir su significado: la célebre escena de la cantaora.
En la obra de Bretón, se trata del episodio más naturalista de toda la obra, episodio crucial en que la música se mantiene en dos planos simultáneos. La acción tiene lugar en la calle en una calurosa noche de agosto (la de la patrona de Madrid, naturalmente): los personajes han sacado sillas, bien a los balcones, bien sobre la acera, según era uso y costumbre en la época, tratando de refrescarse con algún hipotético girón de brisa que acertase a soplar. Al fondo de la calle, un café-cantante: es allí donde la cantaora entona su bellísima soleá (Breton escribe soledad en la partitura: el acompañamiento corresponde al de una seguidilla) acompañada, como era común en esta clase de locales, por un piano vertical y no por una guitarra (el piano servía para acompañar muchas más músicas, y su ejecutante era una especie de empleado del café: un guitarrista hubiera debido ser contratado ex profeso tan sólo para ese número), mientras los restantes personajes (la Señá Antonia y sus sobrinas, el sereno, el guardia, etc.) escuchan con la mayor atención: Ricardo de la Vega podría haber situado la acción en el interior del local pero, al hacer las cosas de otro modo está sugiriendo no ya que el calor disuade de abandonar el exterior por un interior menos ventilado sino, incluso, que hasta el real de la entrada pudiera resultar gravoso para alguno de los personajes. La música viene del fuera de campo sin que puedan verse sus intérpretes: es un instante de una fuerza poética verderamente singular, que no deja de traer a la memoria la presentación en interno de Manrico en Il trovatore verdiano, pero que además, aporta una dimensión de realismo verista, toda vez que esa música representa, por así decir, la verdad de la propia música, puesto que está diegetizada y corresponde a una acción escénica real, como sucede, por ejemplo, en el comienzo del segundo acto de Fedora, la ópera de Umberto Giordano cuatro años posterior, con el nocturno que un pianista interpreta en escena, pero con la sutileza añadida de que esa ejecución, que corresponde a la realidad de la escena, no se ve, sino que solamente se oye, manifestándose como una música no diegética sin dejar por ello de estar diegetizada, en un doble juego significante de fascinadora complejidad. Los personajes escuchan, la magia de la música les contagia y una segunda, y aún más hermosa melodía derivada de la inicial acaba adueñándose de la situación, envolviendo los comentarios admirativos de los oyentes (que no espectadores), melodía que acaba siendo destruída por la inoportuna intervención de la tía Antonia, de modo que la situación, inicialmente melodramática y llena de misterio, acaba transformándose en bufa, pasando de lo sublime a lo grotesco en el curso de pocos compases. Es una escena de una altura musical y dramática de intensidad y belleza sin igual en todo el género chico.
En su versión de 1935, Perojo la ha resuelto conservando el inicio mediante un complejo trawelling que nos muestra los diferentes personajes y sus humuildes viviendas desde el exterior, pero hace entrar la cámara en el local en la segunda estrofa de la canción, cambiando el punto de vista y descubriendo, no ya a una cantaora (Isabel de Miguel), sino también a una bailaora (Carmen Guerra), para regresar al emplazamiento primitivo con la intempestiva intervención de la vociferante Señá Antonia. La solución de Sáenz de Heredia es más drástica: lleva toda la escena al exterior y la convierte en un número musical en el que Susana asume el personaje de la cantaora, a mayor gloria de su intérprete, una excelente Concha Velasco, que canta y baila la soleá en un tablado ante el numeroso público popular de una corrala engalanada (en concreto, la famosa de la calle Tribulete), con adición de una tercera estrofa de cosecha propia. La escena se ha transformado así en otra cosa por completo disímil que, por una parte, enlaza el episodio con el musical americano y, por otra, dota aún de mayor realce al personaje de su protagonista femenina, pero conservando la idea central: la de una música diegetizada como acción dramática en sí misma. Es quizá la secuencia más brillante del film y aquélla en que la intérprete luce su talento y su belleza en todo su esplendor, bien que la magia del original se haya esfumado en favor de otra concepción diferente del número. Por otra parte, este realce de la protagonista compensa su obvia insuficiencia vocal en el famoso dúo con Julián en ritmo de habanera (¿Dónde vas con mantón de manila?): los actores se doblan a sí mismos en los cantables con resultados irregulares (y francamente deficitarios en el caso de Vicente Parra).
Si la operación de puesta en escena y transformación del original está resuelta con amplitud, imaginación y aseo, la dimensión política de la maniobra es falaz, bien que se efectúe con encomiable convicción, soltura y elegancia. La idea general, expuesta por una voz off en el prólogo del film (voz del autor, que habla con los personajes del presente instándoles a participar de la recreación del pasado), es la supuesta conservación de las esencias “madrileñistas” pese a los cambios acontecidos desde el estreno de la obra hasta ese presente ficcional (que es el del rodaje: 1963). Si se mantienen esos presuntos invariantes, como el prólogo se empeña en afirmar: ¿porqué no atreverse a actualizar toda la obra, como se hace en el epílogo de la cinta al hacer bailar a sus protagonistas la famosa mazurka a ritmo de mambo, con un resultado no infeliz? (por otra parte, esa misma mazurka interpretada por un organillo de 1963, es la que nos había trasladado retorspectivamente a 1894 como enlace entre el prólogo y la acción propiamente dicha…). El normativo beso final entre los protagonistas es la charnela que enlaza pasado y presente antes de pasar al epílogo: constancia del amor, constancia del deseo, constancia de los personajes y sus cuitas minúsculas, esos personajes ya presentados en el prólogo en el tiempo actual, un prólogo en que se ha establecido un amplio juego de comparaciones entre las figuras y tipos de la época del rodaje, que posan en actitudes que repiten con exactitud las de las litografías finiseculares con las que, posteriormente, se enlazan por fundido encadenado, exhibiendo con gran precisión la pretendida constancia de tipologías e imágenes entre el presente y el pasado. Pero la realidad es que esa operación es inviable: ¿cómo comparar sin rubor a un policía franquista, un gris, con los guripas de setenta años atrás?. Por muy antiborbónico que se sea, no cabe equiparar el Madrid de la Regencia con el del franquismo. Sáenz de Heredia lo sabe y, pese a la brillante desfachatez de su propuesta (llega al extremo de mostrar la plaza de la Moncloa en pleno proceso de construcción de las viviendas militares y del ominoso Arco de Triunfo anejo mientras la voz off, con toda seriedad, lo califica de acertado conjunto urbano), no osa llevar a su término la representación de esa perennidad imposible: el mismísimo Perojo no había intentado emitir tal discurso en su propia (y deslumbradora) versión de 1935, en la que conservaba y reconstruía escrupulosamente el tiempo ficcional. En tal sentido, no deja de resultar llamativo que la versión “republicana” (por decirlo de forma simplificada) sea la que conserva el original con mayor fidelidad frente a la “franquista” (y perdónese la demagogia), ganosa de inscribirse en una inalcanzable (e informulable) actualización. En el fondo, La verbena de la Paloma fílmica de 1963, tras la brillantez de su factura y la energía y seguridad de su enunciación (Sáenz de Heredia trabaja la mayor parte del tiempo en planos secuencia de dimensión media, dejando amplio espacio para el juego de los actores), esconde la inexpresada, pero tan incontrovertible como melancólica, confesión de una imposibilidad: la que la irremediable herida del tiempo establece y que, a estas alturas de la historia, aún no sido definitivamente restañada (puede que jamás lo sea). Pero ésa es otra historia. O por mejor decir: otro presente.
José Luis Téllez (2011)
(video realizado por Susannetta para la edición de este artículo)