El extraño viaje (F.Fernán Gómez, 1964)

Los hermanos Vidal -Ignacia, Venacio y Paquita- son tres solterones que constituyen la familia hegemónica de un pueblo mesetario. Gloto­nes, indefensos, infantiles, éstos viven aterro­rizados por el carácter tiránico de aquélla: escu­chando tras la puerta de su dormitorio descu­bren que planea matarles para fugarse con Fernando, el voca­lista de la or­questi­na que viene sema­nalmente de Madrid para el baile sabatino, a cuyo efecto ha pignorado sus labrantíos. Fernando, que sueña con fundar una compañía de zarzue­la, le solicita dinero pretextan­do la exis­ten­cia de un falso hermano para­lítico cuyo costoso trata­miento debe sufragar, ardid que emplea igualmente para justi­fi­car sus dilaciones matri­moniales ante Beatriz, la muchacha de la que está enamorado, que me­diante el casorio espera redimirse de su miseria laboral como dependienta en la merce­ría de Doña Tere­sa. El film comien­za con la vocinglería de ésta, alborotada por la sustrac­ción de un voluptuoso corsé de la que, sin mayor motivo, acusa a Angelines, apetecible hembra de poca sal en la mollera que aspira a una carrera artís­tica en la capi­tal: en realidad, el robo ha sido cometido por Fernando insta­do por Igna­cia, que disimula su fascinación por la ropa bajo su severísimo conti­nente, y que obli­ga a su amante a actuar como maniquí, pasando para ella los modelos que ocul­tamente ad­quiere (o sustrae)­. Tras ser descu­bier­tos espiando, Venan­cio, horrorizado al ver a Paqui­ta a punto de ser estran­gulada por Ignacia, golpea a ésta con un caneco de anisado, cau­sándo­le la muerte: la oportuna llegada de Fernando les permi­te librarse del cadáver, que arrojan a una de las grandes tina­jas vinateras existentes en la bodega de la mansión. Dueños ya del dinero, emprenden un viaje en compañía de Fer­nando, nueva­mente traves­tido con la enlutada indumenta­ria de Ignacia. Aguardando en una playa la llegada de una motora que les saque de España clan­destinamente, éste, con la inten­ción de abando­nar a los hermanos aliviándoles del metáli­co, mezcla el somní­fe­ro habi­tualmente empleado por Paquita en el champán con que festejan su suerte, con tan poco cálculo que provoca su doble óbito. A su retorno al pueblo se está proce­dien­do al precin­tado judi­cial de la casa: el taber­nero solici­ta permiso al juez para ex­traer el vino, ya pagado a Ignacia, sir­vién­dolo luego a los cir­cunstan­tes que enalte­cen su exce­len­cia, que achacan a la costum­bre de su propie­taria (común en las pobla­ciones manche­gas) de añadirle jamones para mejorar su sabor. La tinaja de las libaciones no es la que alber­ga el cadá­ver pero Fernando, que lo ignora, se desma­ya al conocer la proce­dencia del caldo, lo que deter­mina su deten­ción al apare­cer el cuerpo. Beatriz se deshace en llanto viéndole pasar esposa­do, mientras los vie­jos, bajo su balcón, escarnecen su dolor.

El extraño viaje partió de un famoso asesinato contempo­rá­neo no acla­ra­do: el título inicial, El crimen de Mazarrón, se deses­timó a consecuencia de la protesta dirigida a la Direc­ción Gral. de Cine­matografía por el alcalde de aquella localidad aduciendo los perjui­cios que a las empresas priva­das que tienen aquí respe­ta­bilísimos intere­ses causa­ría una pelí­cu­la cine­matográfica (sic.) que trata de sacar partido de ciertos lamenta­bles hechos acaecidos precisa­mente en estas playas y entera­mente ajenos a nuestro vecinda­rio. La mezcla de géne­ros, la inteligente y anticonven­cio­nal elección y direc­ción de actores (Juanjo Menéndez y ¡Don Jaime de Mora! estu­vieron propuestos como intérpretes de Fer­nando y Lola Gaos de Dª.Teresa) y el magistral control del encuadre y la planifi­ca­ción son los rasgos que hacen de este film de apa­riencia desaliñada uno de los más coherentes y férreamente articula­dos de su autor. La primera característi­ca -habi­tual en el trabajo de F.Fernán Gómez o, cuando menos, en sus obras más persona­les- alcanza aquí una trabazón ejem­plar, tanto por los refe­rentes narrati­vos invoca­dos como por la forma en que éstos se enca­balgan, complementan y discu­ten. De una parte se en­cuentra el sustrato costumbrista ligado a la des­crip­ción de situa­ciones y tipos de la vida ru­ral, trata­dos con una estili­zación anti­na­turalista que denota un cono­cimien­to pro­fundo, tanto de sus mode­los, como de la abun­dante lite­ratura basada en ellos, con Galdós a la cabeza. Conocimiento mani­festado en la inusual rique­za de léxico y expre­siones popu­lares exhi­bi­das en unos diálo­gos bri­llantí­si­mos que lindan por un extre­mo con el casticismo de Arniches y su tragedia gro­tesca y por el otro con el des­carnamiento nota­rial de Gutié­rrez Solana o la defor­mación expresio­nista del esper­pen­to va­lleincla­nes­co (pasando por Jardiel Poncela y Gómez de la Serna), verosímilmente ligados a la ejecutoria del guionista Pedro Beltrán, cuya dilatada colaboracíon con el cineasta alcanzó vértices de inolvidable audacia en tal dirección, cual sucede con esa zarzuela fílmica desmesurada que es Bruja, más que bruja (1976). Expresio­nes orales que en muchos casos ya resulta­ban arcaicas en la época ficcio­nal: la historia puede fecharse con exactitud gracias a un ejem­plar de la revista ¡Ho­la! entrevisto en la secuencia de créditos exhibiendo la imagen nupcial de los futuros monarcas españoles  (cuya contrafigu­ra se halla en el calenda­rio presente en la habitación de la desolada Beatriz en el último plano del film), que supone una data­ción exac­ta, amén de aportar una significati­va dimensión metafórica, al provocar el parangón entre la boda principesca y el desastre amoroso proletario que el film, minuciosa y encarniza­damente, describe.

Sobre esta urdimbre abigarradamente autóc­tona (y parcial­mente neorrealis­ta: la figura­ción son los propios habitante de la villa madri­leña de Loe­ches interpre­tándose a sí mismos) se injer­tan sintag­mas proce­dentes del cine de terror (los amena­zado­res trawe­llings del inte­rior de la caso­na, realzados con pertinen­tes descen­tra­mientos y rota­ciones del cuadro) y del relato detecti­vesco (lo que se aviene con una histo­ria en la que el secreto y el dinero juegan funciones medula­res), cuya sucesión de flash­backs procedentes de las decla­raciones de los testi­gos articu­la la conclu­sión desve­lando los enig­mas argu­mentales (y sin que la policía realice la menor pesquisa: ya se encar­gan unos personajes de delatar a los otros). Pero la presen­cia de tales meca­nismos enun­ciati­vos, lejos de todo cosmopolitis­mo, se confi­gura como un rasgo tex­tual ligado a los despla­zamien­tos del punto de vista: la retó­rica goticista corres­ponde al de los medro­sos herma­nos de la despó­tica Igna­cia, del mismo modo que la en­cues­ta poli­cial desembo­ca, in extremis, en el de la desolada Bea­triz. En ambos casos, el género se invoca para impugnarlo, ironi­zando con el tene­brismo en el primer caso y emoti­vizando el frío atestado judi­cial en el segundo, con la oportuna colabo­ración de una banda sonora que, con chistosa economía, recrea y desna­tu­raliza los corres­pon­dien­tes clichés fílmi­cos (cita del dies irae grego­riano incluí­da), dentro de unas coorde­na­das de len­guaje que, amén de guiños zarzue­lísti­cos, evocan a Stra­winsky, hábilmente aludido en la diso­nantes y equí­vocas armonías que acompañan un des­ter­ni­llante minué.

La mixtu­ra conduce, inevi­ta­ble­mente, al melo­drama: la oposición ya señalada entre el calendario final y la revista inicial abre y cierra, con incuestionable amplitud metafórica, la totalidad del texto, encuadrando todo su acontecer entre esas dos imágenes opuestas que sintetizan, de modo casi sangrante, el paradigma de las dos españas. Melodrama, pues, como gesto incuestionable de inauguración y clausura de la totalidad del texto, pero melodrama entreverado de humor feroz y maca­bro, que roza el astracán y que incorpora un dispo­sitivo formal proce­dente de la mismísima trage­dia clási­ca: dos coros(feme­nino y mascu­lino: la tertu­lia de la merce­ra y la del botica­rio) que en la plaza pública, teatro y ágora de la colecti­vi­dad (en la que se enclava la totalidad de los espa­cios ficcio­nales, desde la vivienda de los ricos al ayun­ta­miento, pasando por el bar y la mercería), no sólo aposti­llan el comportamien­to de los prota­gonis­tas, sino que intervie­nen en su avatar, denun­ciando el sospe­choso desvaneci­miento de Fer­nando antes de que el cadáver aparezca. Reflexió­n ácida e hilaran­te sobre un micro­cosmos sór­dido, trufado de espiona­jes recí­pro­cos -Paqui­ta y Venan­cio sobre su hermana, los jóvenes sobre los vie­jos, éstos sobre la descoca­da Ange­li­nes…- y tan poderosa­mente erotizado como vesánica­mente reprimido, El extraño viaje es la crónica de un fracaso masivo (tema recurrente en el autor, desde El mundo sigue a Mambrú), ninguno de cuyos perso­najes cumplirá sus de­seos, cuyo logro sitúan en un lugar míti­co, el ex­tranje­ro, donde las relacio­nes se suponen li­bres, del mismo modo que Angelines espera realizar­los en un Ma­drid en el que, con suerte, no pasará de aspirante a mante­nida: empero, la natura­leza a un tiempo patética y farsesca del relato no menoscaba la ternura con que se contempla a sus figuras más despro­tegi­das. Así, en plena España del desarrollismo opusdeísta, El extra­ño viaje traza el retrato de un país míse­ro, devastado por la envi­dia y la gazmoñe­ría, en el que ni si­quiera la clase domi­nante (y es harto elocuente que el personaje más represivo sea también el más disoluto) puede dis­fru­tar plena­mente de sus privi­le­gios, como eviden­cia la anto­lógica escena en que Igna­cia y Fer­nando bailan un tango que escu­chan secre­tamente mediante auricula­res conecta­dos a una radio portá­til.

No menos llama­tivo resulta el modo en que el film refle­ja la esci­sión sexual: todas las líneas motrices de la histo­ria proce­den de las mujeres, rele­gando a los varo­nes, cuando no a una posi­ción de aterrado comparsa (Venan­cio, siguiendo a regaña­dientes las iniciativas de Paqui­ta y dando muerte a Ignacia a conse­cuencia de su propio páni­co), a la de dócil colaborador de sus fanta­sías. Tal sucede con Fernan­do, cuya menguada capa­cidad de deci­sión, arquetípicamente califi­cable como femenina (la iniciati­va amorosa se debe a Igna­cia y su ardid del vio­lín, del mismo modo que Bea­triz le arranca­rá más tarde la promesa matrimo­nial) no sólo se metaforiza en una secuencia de traves­tismo asombro­sa en el cine de la época, sino que se extiende a la compra (y el hurto: señalemos de paso que tampo­co la mercera logrará su deseo de ver a Angeli­nes presa) de la frineana ropa inte­rior reclamada por Ignacia.

Film maldito, estrenado con cinco años de retraso en un cine de barrio como com­plemento en un progra­ma doble, El extraño viaje fue igno­rado por la crítica dia­ria, sin más apoyo que el de prensa semanal (Triu­n­fo y el suple­mento cultural de In­formacio­nes) y el, inevi­tablemente tardío, de la espe­cia­li­zada (Fo­to­gra­mas y, muy singu­lar­mente, Nuestro Cine). En el Nº94 de éste (Febrero 1970), Miguel Marías señala­ba como valor esen­cial del film que se trata de un tipo de obra que no puede darse en ningún otro país y que no pre­tende situarse en ningún hipoté­tico «nivel euro­peo». Y que, añada­mos, cons­tituye también uno de los diagnós­ticos más pesimis­tas que sobre dicho país se hayan formulado, amén de uno de los tex­tos más amargos (y más diver­tidos) de toda la historia del cine.

José Luis Téllez