El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)

El primer largometraje de Victor Erice sustenta una reflexión de especial intensidad sobre el desplazamiento de los códigos de tradi­ción oral (desde la distinción de las setas a las melo­días infan­tiles citadas instrumentalmente en la banda sono­ra) al ser penetra­dos por elemen­tos del mundo urbano: el ferrocarril y un cine­mató­grafo ambu­lante, cuya sesión es convo­cada por un prego­nero, trazando desde el arranque la ambiva­lencia refe­rencial que arti­cula la médula del film. Multiplicando su poder recípro­co, ambos dispo­siti­vos ponen en escena la simbología del cuerpo adul­to, a través de su representación en el mito de Frankens­tein (la proyección de la cinta de James Wha­le) y de la llega­da furtiva de un hombre herido que se arroja del tren (¿un deli­cuente, un miembro del ma­quis?: en todo caso, un supervi­viente provisio­nal del Cata­clismo) a quien la niña protago­nista descubre en la casa aban­donada que sirve como teatro de sus juegos y repre­sentacio­nes fantas­máti­cas: cuerpo igualmente ligado al proce­so institucio­nal de aprendizaje merced a un fragmen­tado mani­quí anató­mico esco­lar. Itinerarios del saber reflejados en pinturas de la casona familiar, el Angel de la Guarda en el dormi­torio infantil y un San Jeró­nimo que preside el despacho del padre, solitario escri­tor de un cuader­no de memo­rias. Padre retrata­do junto a Unamuno que rastrea noticias ignotas en una radio de gale­na, madre que persi­gue una can­ción de Lorca en la afina­ción des­ven­cijada del piano y escribe una carta (un texto anclado en la visión de la hecatombe) que le será devuel­ta: doble hermetismo que envuel­ve el avatar de unos perso­na­jes dolorosamen­te confina­dos en la posguerra esteparia de la vieja Castilla.

El encuentro entre la niña y el hombre ejemplifica ese despla­zamiento del sentido derivado del encabalgamiento de códigos: su­brepticia­mente, como en Marce­lino, pan y vino (film casi contemporáneo del tiempo ficcional), la niña proporciona un alimento al herido (lo que, como en la obra de Vajda, es reco­gi­do por la cámara a la altura de la cabeza de éste) que, en lugar de los signi­fican­tes eucarísti­cos, consiste ahora en una manzana no menos simbó­li­ca. Imaginería cinematográ­fica frente al acervo bíbli­co, dia­léc­tica de Antiguo y Nuevo Testa­mento, espacio de la fabu­la­ción truncado por la muerte del fugitivo a manos de la Guardia Civil: repre­sión (o espada flamíge­ra) que arroja a la prota­go­nista a la tiniebla de la alucinación y de la pérdi­da. Empero, tan doloroso tránsito hacia la madurez evoca un futuro que, pese a la deso­lación del relato, dista de estar fijado: la refle­xión del médico a la madre (lo importan­te es que tu hija vive, redundando en la metáfora implícita en el texto escrito por el padre) habla de un porve­nir político que, en los días del estreno, permanecía aún verosímilmente abierto.

Narrado en largos planos fijos, con escaso diálogo y eficazmente puntuado por una música de sobriedad espartana, el film ―una de las obras máximas de la cinematografía española y una de las más singulares de la historia― posee un sortile­gio indefinible y un aliento onírico incues­tionable y propio.

José Luis Téllez