El escándalo (Jose Luis Sáenz de Heredia 1943)

Madrid, 186… Fabián Conde es famoso por su afición al juego, su desdén por el riesgo, sus amores ilícitos. Sus dos amigos, Diego y Lázaro, juegan los papeles opuestos de cómplice y de conciencia moral; su última pasión, Matilde, parece sentenciada ante el regreso a la Corte del marido de ésta. Para justificar las visitas de Fabián, la mujer trae a la capital a su sobrina Gabriela, haciéndola pasar por la enamorada del disoluto: pero éste, embelesado por su ingenua hermosura, acaba amándola realmente y siendo correspondido, lo que provoca su expulsión por la despechada amante ante la desolación de Gabriela, descubridora involuntaria de su intimidad. Desesperado, retorna a la depravación y sus excesos le enajenan la estima de sus antiguos compinches. Pero una mañana, un hombre misterioso le visita: Fabián ha ocultado siempre su verdadero nombre, pues su padre, el General Fernández de Lara, perdió títulos y fortuna por traidor a su patria. Pero el enigmático visitante conoce la verdad: el general era el amante de la esposa del gobernador de la plaza ultramarina en que su regimiento estaba de guarnición. Aquél le tendió una celada, haciendo pasar su ausencia de la comandancia, provocada por una falsa cita galante, como una entrevista secreta con las fuerzas enemigas, lo que se salda con su muerte a manos de sus propios soldados: extremo que logra con la complicidad del mismo hombre que, arrepentido ahora, tiene Fabián ante sí. Sin declarar la integridad de la historia, éste rehabilita a su padre silenciando su disipación, proceder reprobado por Lázaro por deshonrar la memoria del fallecido gobernador. Al cabo, y ya hombre influyente, marcha a Londres como diplomático, encargando a Diego que interceda para reconciliarle con Gabriela, a la que se ha mantenido fiel. A su vuelta, Diego se ha casado con Gregoria, invitándole a su casa: una confusión de fechas hace que Fabián acuda en ausencia de Diego, lo que es interpretado por la mujer como una tentativa de forzarla de la que, sin escuchar sus protestas, le acusa luego ante aquél que, dándole oídos, le desafía, amenazando con publicar la entera historia del padre para demostrar su ignominia al ocultarla. La intervención de Lázaro, que antaño vivió un trance análogo, logra que Fabián se anticipe al escándalo, mientras Diego, convencido en el último momento de la iniquidad de su cónyuge, expira tras un vómito de sangre. La revelación priva a Fabián de su fortuna pero salva su nombre, lo que despeja su matrimonio con Gabriela. Lázaro decide entrar en religión.

El escándalo es el primer trabajo abordado por José Luis Sáenz de Heredia después de Raza, rodada en 1941. La capacidad allí exhibida para poner en pié ese encargo le hubiera convertido oficiosamente en el cineasta burocrático-propagandista del Régimen, de haber apurado semejante vía: empero, y sin renegar de sus radicales simpatías franquistas, el realizador cambió de registro, tardando casi dos años en materializar un proyecto que acariciaba desde los tiempos de la Guerra Civil (Vizcaíno Casas/Jordán, 1988). Para obviar posibles susceptibilidades políticas (la distribución de una versión francesa de 1938 ya había sido rechazada por la censura), el episodio adulterino protagonizado por el padre de Fabián (El escándalo es el primer film del franquismo que aborda semejante tema) se trasladó al ámbito colonial, y no al de las guerras carlistas del texto literario, escrito en 1875 cuando Alarcón ya era consejero de estado tras apoyar la restauración de Alfonso XII (una tercera cinta dirigida por Javier Setó en 1963 restituye la posición política del original). El film gozó de un presupuesto considerable (2.750.000 pesetas, casi el triple de la media del periodo) y su rodaje cubrió más de dieciséis semanas, pero disfrutó también de un trato privilegiado por parte de la Administración que lo premió con quince licencias de importación (cifra sólo igualada por El clavo, de R.Gil, curiosamente también sobre Alarcón). El éxito fué excepcional para la época, manteniéndose 49 días en el local de estreno, (el Palacio de la Música, uno de los de mayor aforo de la capital), y la acogida crítica fué entusiasta y unánime .

El film arranca con abrupta audacia formal: un personaje cuyo rostro no vemos porta una copa de agua sobre una bandeja, mientras una voz fuera de campo insta a otro interlocutor también invisible a relatar su historia, al tiempo que el encuadre desemboca en una panorámica que concluye sobre una ventana a cuyo través se adivina un violento aguacero. Por corte directo, el plano sucesivo muestra a un hombre que dispara una pistola (un hombre inicialmente indiscernible: lo enfocado es la boca del arma) apuntada derechamente contra la cámara. El segmento siguiente presenta a otro hombre que, en leve contrapicado y también en primer plano (pero ahora en tres cuartos por la derecha), dispara hacia el fuera de campo. Tan sólo el plano número cuatro permitirá determinar que hemos presenciado un duelo, del que el segundo hombre ha sido vencedor al acertar su disparo tras fallarlo su desconocido antagonista, a quien vemos desplomarse sobre su propia arma, ya inútil, que previamente ha caído sobre la sombra del personaje, única imagen inicialmente legible en el cuadro: obviamente, el muerto es el agraviado, pues disparó en primer lugar. Así, y con una austeridad significante que pareciera anticipar a Robert Bresson, al tiempo que se despliega el relato se sitúa la personalidad de su protagonista sin necesidad, siquiera, de concederle la palabra. Tan opaco preludio introduce pues un doble juego de oposiciones (agua en la copa/agua de la lluvia, interior/exterior) que inscribe una red metafórica (domesticidad/naturaleza, cultura/instinto, agitación/apaciguamiento, vesanía/piedad…) sobre la articulación temporal presente/pasado, puesto que el ya citado plano número cuatro establece de modo incuestionable la apertura de un bloque retrospectivo (que abarcará los dos tercios del desarrollo) correspondiente a ese relato crípticamente solicitado por la voz en el plano de apertura: poética y narratividad confluyen, multiplicando sus efectos recíprocos desde el comienzo mismo del film. De ahí que la radicalidad exhibida en tan asombroso inicio provenga antes de la vanguardia rusa (o del expresionismo alemán) que del melodrama estadounidense, privilegiando el valor autónomo de la composición dentro del cuadro y el sentido derivado del montaje por encima de la conservación del eje o el mantenimiento de las unidades clásicas. Por lo demás, la cinta es pródiga en imaginería simbólica tratada de modo independiente de la estricta mecánica narrativa: tormentas, vendavales, salvas de artillería, rostros anónimos de mujeres promisorias, cartas, dados, ruletas…

Aemando Calvo en El escándalo

Tres planos, tres puntos de vista. Pero la definición del último como perteneciente al del triunfador del duelo tampoco será plenamente explícita hasta alcanzar un nuevo primer plano que corrobore tal interpretación, al mostrar el gesto de piedad hipócrita del vencedor: a partir de ese punto -pero no antes- vertebrará el resto del relato. Pero el modo tan fuertemente elusivo en que se establece dicha perspectiva (el rostro del protagonista abriendo el discurso hubiera sido lo académicamente indicado) dista de ser un mero ejercicio caligráfico, puesto que Fabián Conde es un personaje hijo del secreto, cuya condición reside, justamente, en embozar su verdadero nombre, atenazado como se halla en una culpa heredada que, a su vez, se liga a otro engaño (y doble: el adulterio del padre y la falsa acusación de que es objeto), en el restablecimiento de cuya verdad reside el motor de la intriga. El hermetismo que la puesta en escena exhibe en esos primeros instantes es un pertinente trasunto de la realidad esquiva de su figura central, cuya propia mirada sólo puede afirmarse en la negación de la mirada del otro, amenazante para su identidad fingida: de ahí ese plano de sobrecogedora violencia enunciativa que inicia el relato con un disparo dirigido, precisamente, contra la mirada del espectador. Tema esencial, ya que el libertinaje de que Fabián Conde hace gala deriva precisamente de su naturaleza de sujeto (social) tachado, regenerado en la medida en que demuestre ser capaz de asumir su verdadero patronímico y el título (harto adecuado, por cierto) de Conde de la Umbría.

Tres: la cifra impregna todos los ámbitos del texto. El Camino de Damasco de Fabián se articula en tres etapas (depravación inicial/restitución del nombre/confesión final), y el guarismo centra también la propia música, poblada masivamente por ritmos de tres partes, significantes de la vida licenciosa como mazurkas y valses (recuérdese la connotación transgresiva que esta danza acarreaba en un pasado próximo al presente ficcional), pero también por melodías en compases de subdivisión ternaria, como el 6/8 de la pastoral o la siciliana, relacionados con Gabriela. Un triángulo masculino, Fabián-Diego-Lázaro, trasunto de la propia condición humana debatiéndose entre el diablo y dios, cuyas razones enfrentadas invocan entrambos amigos del protagonista, delimitando los flancos de su itinerario moral. A esta primera terna corresponde otra femenina, Gabriela-Matilde-Gregoria, definida en razón de la mirada de Fabián. Pero ahora la dialéctica es más compleja, ya que, si la oposición entre las dos primeras propone un paradigma ético (el amor profano/el amor sagrado), el tercer término aporta un elemento de desequilibrio al inscribirse como vehemente portavoz del deseo rehusado, desbaratando inesperadamente la simetría establecida por los dos primeros y, con ella, su relación de equivalencia respecto a la pareja Lázaro-Diego. Ese tercer personaje, introducido en el último tramo del relato y motor de su clausura, Gregoria (encarnación, por cierto, inolvidable de Porfiria Sanchíz), al calumniar a Fabián no hace sino castigarle, precisamente, por no llevar adelante aquéllo de lo que ella misma le acusa: su virtud es el disfraz de su deseo censurado, como la descripción fílmica del personaje evidencia, al presentarlo casi como un ápice animado de su propio tocador rebosante de afeites, metonimia -por contigüidad con su piel y con su rostro- y metáfora -el maquillaje como imagen de la carátula, de la simulación- de un deseo cuyo desbordamiento aniquila cuanto toca.

Si el film comenzó con la tormenta y la noche, la luz solar lo concluye: espejo invertido en que, finalmente, la restauración de la ley hace innecesaria la presencia de ese personaje -Lázaro: el resucitado- cuya función, como el apuntador de El gran teatro del mundo, es encarnar la voz de la grey sagrada, (y de ahí su reclusión conventual, su retorno a la Iglesia tras finalizar su obra). El escándalo, en la riqueza y energía de su escritura, en su plenitud dramática y en esa profunda abstracción alegórica que la constelación numérica traza sobre su superficie significante (a la que colabora en forma decisiva el vaciamiento político derivado del cambio de escenario de la historia paterna), constituye una fascinante reformulación actualizada de uno de los géneros teatrales autóctonos de mayor abolengo: el Auto Sacramental. De ahí esa reflexión sobre apariencia y realidad que, inscrita en el arranque, informa la integridad de un texto que se afirma a sí mismo como melodrama. Porque, como el ejemplo arriba mencionado, puede hacer suyo el lema calderoniano por excelencia: en cualquier papel se gana/que toda la vida humana/representaciones es.

José Luis Téllez