El deseo de Jennie

Si bien Portrait of Jennie, el memorable film de William Dieterle, está narrado desde el punto de vista de Eben (Joseph Cotten), es Jennie (Jennifer Jones) quien lleva la iniciativa, configurándose como la única figura realmente protagonista de un relato cuyo realismo procede de su irrealidad, de su confesada naturaleza ficcional.

En el curso de pocos meses, Jennie se muestra una y otra vez de modo discontinuo en etapas paulatinamente crecientes desde la infancia preadolescente hasta su edad adulta frente al hombre que aún ignora que su destino reside en otorgar realidad definitiva a esa niña que nadie ve sino él mismo, protagonista del relato y único personaje que advierte su presencia a todo lo largo de la cinta: es Jennie quien se manifiesta para despertar en él el deseo de pintar su imagen como único modo de poseer su belleza, su existencia y su intemporalidad. Pero también será su figura la instancia que justifique su propia existencia: Jennie precisa de él para existir, en la medida en que él mismo precisa de ella para inscribir su nombre en la onomástica pictórica.

Jennie y Eben se encuentran en ocho ocasiones, pero no será hasta después de la última de ellas cuando el pintor, en su entrevista con la Madre Mary (Lillian Gish), que ha sido la gran valedora de la muchacha en sus días de educación en el convento, llegue a saber que Jennie había muerto muchos años atrás de su primer encuentro a consecuencia del naufragio de su velero junto al faro de Land’s End, y pueda entonces alcanzar a comprender el terror de ella al ver la pintura que él mismo había realizado antes de conocerla sin tener conciencia de que estaba representando su catafalco. Eben, sin querer saberlo, alcanza a comprender que Jennie es portadora de la mirada de la muerte (es decir: de la flecha del tiempo) y de ahí que su último paseo en un exterior de la ciudad tenga lugar en una Quinta Avenida enteramente vacía que duerme un sueño que está más allá del sueño, más allá de su propia realidad contingente: los últimos encuentros tendrán como escenario el estudio del pintor, donde se materializará también la relación amorosa a través de un beso que metaforiza la integridad de la entrega cuando el retrato esté ya concluido. Eben ha alcanzado a poseer a Jennie, que cede a su deseo en la medida en que su imagen pictórica ha alcanzado igualmente su final: será tan sólo la parte izquierda del vestido lo que reste por materializarse pictóricamente.

De ahí que Jennie precise emerger del tiempo apareciendo y desapareciendo para afirmar esa temporalidad y, al tiempo, negarla, porque su objetivo es convertirse en un rostro imperecedero, ese retrato que, a todo color, cierra de modo especialmente emotivo un notable film en blanco y negro (la semejanza con The picture of Dorian Gray, el film de Albert Lewin tres años anterior a Jennie, es manifiesta, y su hálito poético alcanza equivalente magnitud). Es ella quien conduce y confiere significación a la historia, es ella quien busca y dota de realidad a la pintura del artista fracasado y carente de inspiración que sólo cobra sentido en contacto con ella, que será capaz de emerger de las sombras, viradas primero a un verde azulado y luego a un rojo cobrizo como colofón de un viaje igualmente espectral hacia ese faro de Land’s End donde Jennie se despide definitivamente de Eben (prometiéndole, sin embargo, regresar), un viaje, el del propio film, iniciado en una Nueva York fantasmática trazada según la textura granulosa de lienzo hasta otra realidad diferente que otorga significación a cuanto la ha precedido a través de ese retrato que encarna el protagonismo definitivo de toda la historia al margen de su presunto autor, al margen de la propia narración en cuyo término se inscribe: es Jennie quien ha buscado al pintor y ha otorgado sentido a su existencia, es de ella de quien, al cabo, depende la única verosimilitud, la realidad bidimensional de la pintura precedida de otra, la de la página del catálogo museístico donde el pintor ya no tiene otra existencia que la de su nombre en tanto que autor de la tela.

La voluntad de Jennie es transformarse en retrato porque sólo como objeto artístico podrá generar la inmortalidad del pintor, al tiempo de la suya propia. Jennie es la historia de un acto de amor absoluto, el de una voluntad que desplaza el tiempo y surge de él para transformarse en objeto artístico y conquistar así otra forma de existencia imperecedera: es el retrato de Jennie lo que otorga certidumbre a su autor, del mismo modo que es Macbeth quien ha erigido la realidad autoral de Shakespeare que gracias a él (y a otros fantasmas no menos memorables) ha cobrado existencia e inmortalidad. La Realidad del Autor.

José Luis Téllez