El corazón del bosque

Suele afirmarse que el acorde de séptima disminuida fue utilizado por primera vez de manera sistemática por los operistas napolitanos de finales del XVII: se trata de un agregado formado por terceras menores superpuestas, es decir, el acorde de séptima construido sobre la sensible de un tono mayor al que se le ha rebajado precisamente el séptimo grado (por ejemplo: el acorde formado por las notas Si-Re-Fa-La bemol). Al dividir la octava de manera simétrica, no presenta una polaridad definida, pudiendo dirigir la armonía en cualquier dirección: con su meticulosidad habitual, Schönberg señalaba que la séptima disminuida puede interpretarse, cuando menos, de 44 maneras funcionalmente diferentes, lo que la hace ideal como charnela para pasar de un tono a otro de un modo inesperado. Trasladado sucesivamente un semitono hacia arriba dos veces consecutivas cubre los doce grados del total cromático (es decir, suministra una serie dodecafónica, como sucede con el nombre BACH transcrito a la notación alfabética musical germánica).

Lucia Popp en el aria Traurigkeit. Leonard Slatkin dirige a la Münchner Rundfunkorchester

Esa naturaleza esencialmente inestable hace de tal acorde una formación idónea para ser empleada de un modo expresivo, para subrayar un acontecimiento fatal e inesperado presentándolo sin preparación, como una especie de coup de théâtre puramente sonoro: ni que decir tiene, esa potencialidad se ha desgastado con su utilización indiscriminada y tópica a lo largo del tiempo. No obstante, su carácter cromático y su carencia de polarización le hacen idóneo para nutrir episodios armónicamente indecisos: un ejemplo singularmente afortunado lo constituye el encadenamiento sucesivo de tales acordes en la dolorosa introducción instrumental del aria Traurigkeit! de Konstanze en el Acto I del mozartiano Die Entführung aus dem Serail (otro ejemplo célebre está en los anhelantes compases iniciales del preludio de La traviata).

En otra gramática no tonal, por el contrario, aporta una sonoridad lejanamente familiar (y al tiempo, pervertida) en un contexto como el arioso cantado por Wozzeck en la primera escena de la ópera de la que es figura epónima, cuyo arranque se acompaña justamente con los tres acordes posibles, bajo las palabras Herr Haupmann, der Liebe Gott cantadas por el protagonista (la sucesión de los tres acordes aparece igualmente clausurando la parte atonal del interludio conclusivo de esa misma ópera, justamente el instante en que la música resuelve breve pero decisivamente sobre la tonalidad de Re menor). La séptima disminuida contiene la superposición de dos tritonos (Si-Fa y Re-La bemol, en el ejemplo arriba señalado), el intervalo armónicamente irreductible de la gramática tonal al que la teoría tradicional designaba como diabolus in musica: así, el acorde en cuestión tiene un papel pervertidor, esencialmente disolvente, demoníaco, podríamos decir. Beethoven lo utiliza en el instante más estridente de la tormenta en el cuarto movimiento de la Pastoral, y Wagner hará lo propio para representar el recrudecimiento de la tempestad en el compás décimo tercero de la obertura de Der fliegende Holländer (y de paso, para asociarlo al protagonista). Se trata de un acorde que, en sí mismo, posee una cierta cualidad (melo)dramática, una teatralidad implícita. No hace falta insistir en que se trata de un recurso que forma parte del acervo elemental de cualquier armonista: pero lo llamativo es el modo en que en Der Freischütz adquiere una relevancia argumental inusitada en cualquier otra obra de su época.

Weber, tras un inicio sereno que se mantiene sin cambios en la tonalidad de Do mayor durante 25 compases, introduce el acorde en el vigésimo sexto (en la forma La-Mi bemol-Fa sostenido-Do) encomendándolo al registro grave del clarinete sobre un trémolo de violas y violines más un pizzicato de contrabajos en unísono con el timbal, creando una sonoridad oscura y misteriosa que desestabiliza el equilibrio tan cuidadosamente conservado hasta entonces para abrir una transición que prepara el paso a Do menor en el compás 37. La función de ese acorde no es tanto la de modular como la de anticipar un elemento argumental: en el romanticismo, pasar del modo mayor al menor de una misma tónica yuxtaponiéndolos sin modulación previa es una práctica común en Schubert que cuenta con precedentes en Beethoven y en Haydn. Si Weber introduce la séptima disminuida no lo hace obligado por un protocolo armónico, por así decir, sino por una necesidad simbólica: crear un desequilibrio que permita entender la música que sigue como una suerte de reverso tenebroso —felicísima traducción, por cierto, del mucho más tópico dark side del original hollywoodiense— de la que le ha precedido: no se trata simplemente de oponer una escala a la otra, sino de adentrarnos en un universo amenazador, en una suerte de abismo al otro lado de la realidad cotidiana de la que la séptima disminuida se ofrece como heraldo. En esos pocos compases inciales de la obertura, Weber ha convertido la música instrumental en substancia narrativa: la lección de la Leonore III beethoveniana no sólo ha dado ya su primer fruto, sino que ha abierto de par en par las puertas del romanticismo. De hecho, el acorde en cuestión se revelará como el único genuíno leitmotiv de toda la obra. Más que eso: se trata de un verdadero personaje[1].

Illustración de «La garganta del lobo» de Le Freischütz en el Théâtre Lyrique de Paris, diciembre 1866

En efecto, la obertura de Der Freischütz (término que, por cierto, desafía todo intento de traducción literal al unir en un solo término la idea de la libertad con la del disparo[2]) es un verdadero poema sinfónico en miniatura que no sólo anticipa los principales diseños melódicos futuros sino que los presentará en un orden y una lógica formal (la de una sonata, en definitiva) que condensa de manera todavía abstracta la integridad de la peripecia argumental sin apartarse sensiblemente del esquema codificado, de acuerdo con un proceso armónico cuya lógica musical es la misma que la de su lógica simbólica: tras una frase inicial  con cierto carácter interrogante se presenta un primer tema de 16 compases en las trompas que no abandona la tónica de Do mayor. Tanto el colorido como la inmovilidad de la armonía sugieren un éxtasis idílico al que el organicum instrumental dota de un fuerte poder evocativo: las trompas, el instrumemto asociado tradicionalmente a la caza y connotado con la naturaleza, con la belleza de un mundo idealizado y elegíaco en armonía con el hombre, es una constante de la estética romántica desde que Rossini representara mediante su sonoridad a la vez agreste y acariciadora la arrobadora belleza de la orilla del lago Katrin en la escena inicial de La donna del lago en 1819.  En tal contexto, la inesperada presencia de la séptima disminuida abre la puerta a un ámbito  incontrolable e inquietante: se perfila un breve motivo en violonchelos y contrabajos que anticipa el mundo demoníaco de Samiel[3] tal y como se manifestará en la escena de la Garganta del Lobo del acto II y que se desarrollará con toda su poderosa energía en los compases sucesivos (anticipando de paso una frase cantada por Max en el tercer número de la obra, cuando aluda a los finstre Mächte, los oscuros poderes que le envuelven). Tras ello, la música pasa al tono relativo (Mi bemol mayor) para exponer una amplia frase descendente en el clarinete que sirve como introducción al bellísimo tema final del aria de Agathe en que habla de los sentimientos de su corazón frente a su amado (süß entzückt entgegen Ihm, dulcemente inflamado al encontrarle): la música se desplaza desde el punto de vista ominoso del tentador al de la amada virginal y liberadora.

Carl Maria von Weber

Es interesante observar que el dualismo así presentado, que se desplegará en los compases sucesivos, es mucho más profundo de lo que podría pensarse: tanto el tema del mal como el del amor redentor son melodías construidas a partir del arpegio de tónica, descendente en el primer caso y ascendente en el segundo, que poseen además idéntico corte rítmico: una blanca y cuatro corcheas por compás donde la blanca corresponde a las notas de los respectivos arpegios siempre en la parte fuerte, desde la más aguda a la más grave en el primer caso e inversamente en el segundo. Luz y tiniebla, simetría de contrarios, perfecta relación especular entre el Bien y el Mal: la propia simetría inherente al acorde de séptima disminuida constituye ya una especie de epítome anticipatorio, se diría la condensación del equilibrio inestable entre las dos fuerzas que se enfrentarán a lo largo de la obra (que son también los dos aspectos de la naturaleza). La extrema sutileza de Weber se materializa a través del diseño musical más sencillo e inmediato, y de ahí que el efecto de la música sea tan directo y tan eficaz: sin necesidad de programa argumental alguno, la propia materia temática y la configuración discursiva explican con la mayor nitidez y elocuencia el conflicto ideológico que nutrirá el relato. De acuerdo con la lógica formal establecida, el tema de Agathe se presenta inicialmente en Mi bemol, pero en la reexposición lo hace en Do mayor, reconciliado con la tonalidad incial del tema de las trompas para cerrar el círculo que abrocha la cadena significante. Forma musical y dramaturgia son una sola y misma cosa.

Centro de gravedad argumental y expresivo de la obra, la escena de la Garganta del Lobo se vertebra justamente en razón de la presencia del acorde en cuestión, que aparece ya en el octavo compás como pórtico al Coro de Espíritus Invisibles que crea un ambiente tétrico sobre la remota tonalidad de Fa sostenido menor (a distancia de tritono del Do mayor inicial de la obra). La invocación de Kaspar al Diablo (Samiel, Samiel, erschein!, Samiel, manifiéstate!) está asociada al ya comentado acorde del compás 26 de la obertura, con su misma distribución tímbrica (e idéntica resolución sobre Do menor): el La natural en timbal y contrabajos en pizzicato en negras separadas sobre la triada disminuida en redondas en el registro grave de violines y violas: se revela ahora la naturaleza siniestra del agregado en toda su perversa magnitud, y su presencia a lo largo de toda la escena revela su asociación con la figura demoníaca: presencia ya anunciada en el terceto entre Agathe, Ännchen y Max cuando éste anuncie su propósito de dirigirse hacia la Garganta del Lobo cuando la lechuza alce el vuelo (die Eule schwebt, momento en que la música, de Mi bemol, pasa a también a Do menor) para, cuando el brillo de la luna desaparezca (duch bald  wie sie den Schein verlieren), dar caza al ciervo al que afirma haber herido. La orquesta anuncia entonces la verdadera naturaleza de lo que le aguarda en tal paraje en razón de la nueva aparición del acorde, expuesto como un arpegio descendente en cuerda y maderas sobre otro descenso cromático en el bajo: jamás un simple agregado armónico habrá asumido papel metafórico más rotundo y más elaboradamente articulado en la estructura dramática. El agregado La-Do-Mi bemol-Fa sostenido (escrito como Sol bemol enarmónico, en razón del contexto de Mi bemol mayor) descubre ahí ya por entero su función identificatoria como tarjeta de visita (por emplear la famosa y cáustica expresión de Debussy hablando del uso wagneriano del leitmotiv) del Señor Obscuro: el corazón del bosque, el corazón de las tinieblas.

Personajes de la obra

El cuadro final del acto II es una verdadera obra maestra de tensión expresiva y dramatismo: dividido en dos escenas  y musicalmente protagonizada por los elementos repetidamente señalados y anticipados en la obertura, es una mezcla de arioso (los correspondientes a Kaspar en la primera parte y a Max en la segunda) y melodrama (o melólogo). La desarmante simplicidad de su construcción corre pareja a su arrebatador efecto escénico, pero también a su pura posiblidad como anticipación de una imaginaria dramaturgia radiofónica (o quizá fílmica) materializada avant la lettre sobre todo en la última parte, correspondiente a la forja de las balas. Pero, por encima de todo ello, la genialidad de Weber está en otra parte: a partir de la llegada de Max, será éste quien cante mientras Kaspar, al igual que Samiel, solamente habla. Esa  renuncia a su naturaleza y a su identidad —un personaje operístico no tiene otra realidad distinta de la música que canta y que lo constituye como entidad ficcional— anticipa su suerte: su abdicación de la palabra trasmutada en música (en una escena musical, no en una de las escenas habladas: se trata de un Singspiel) es la marca de su entrega al tétrico morador de las tinieblas y el signo de su destino futuro, toda vez que Samiel, en tanto que figura dramática, se define por su mera recitación hablada, siempre sobre el acorde fatídico. Tal vez sin saberlo, Max mantiene su fidelidad al amor que habrá de purificarle: no es tanto que la orquesta aporte un punto de vista externo al personaje, sino que, en este episodio crucial de su itinerario, le ofrece la materia misma de su redención, toda vez que una breve secuencia rememorativa de su canto está en La (menor), justamente cuando pronuncie el nombre de su amada. Pero La (mayor) es la subdominante de la tonalidad de Agathe, la de su gran aria del acto I y la dominante de la tonalidad de la vida popular, ese Re mayor de la primera escena y del celebérrimo coro de cazadores del acto III[4]. Por otra parte, si Do menor es la tonalida de los poderes infernales (y Do mayor la de la naturaleza en reposo, por así decir: también la de la arietta de Ännchen en el acto I), su relativo mayor (su reverso luminoso podríamos decir), Mi bemol, también está asociado a Agathe a través de su subdominante, La bemol, la tonalidad de su cavatina Und ob die Wolke del acto III. La dialéctica entre luz y obscuridad, con toda la carga metafórica que implica, es también la enunciada merced a la oposición diatonismo (el acorde perfecto)/cromatismo (la séptima disminuída): se trata, exactamente, de la misma relación entre el acorde inicial del Das Rheingold wagneriano (que es también el de Mi bemol), asociado a la idea de la inmutablidad y el equilibrio de la Naturaleza personificada en las Hijas del Gran Río, y la oscuridad del Nibelheim, de la producción y la vulneración de esa misma naturaleza, personificada en Alberich que, él también, está asociado al acorde séptima disminuída desde su entrada en escena. No es preciso recordar la explícita admiración de Wagner hacia el autor de Der Freischütz para comprender hasta que extremo Weber acaba de inaugurar un curso nuevo en la historia del operismo, bien que este operismo, como en Die Enführung aus dem Serail o en Die Zauberflöte (pero también en Fidelio) se articule, y no casualmente, no desde el formato italiano (y pese a la obvia influencia italiana de varios de sus números, las dos grandes arias de Agathe entre ellos), sino desde el modelo autóctono del Singspiel germánico. Y al llegar a este punto se comprende en toda su magnitud la simbiología profunda de la obra. No es ya que esa séptima disminuida esté asociada a la figura diabólica: es que ésta carece de otra realidad distinta del motivo puramente orquestal en que se inscribe. Samiel no canta, no pertenece al mismo universo de los otros habitantes del relato: es sustancialmente distinto a cualquier

José Luis Téllez


[1] Ese mismo acorde con una función desestabilizadora más o menos similar (aunque por entero carente del peso simbólico que a lo largo de la obra maestra de Weber se irá paulatinamente revelando) aparece también en los primeros compases de la obertura del Freischütz de Carl Neuner (1812), con libreto de Franz Xaver von Caspar basado en el mismo relato del Genspensterbuch (Libro de los espíritus) de Johann August Apel y Friedrich Laun utilizado por  Friedrich Kind para la obra de Weber.

[2] El añorado Angel Mayo proponía con inteligencia La bala franca, en referencia al tiro que corresponde al diablo según se expresa en el propio libreto  (sechs treffen, ein äffen, seis aciertan, uno falla) pero ese título hubiera correspondido al alemán Freikugel (que, de hecho, es el que se emplea en la fundición de los proyectiles durante la escena de la Garganta del Lobo): la traducción El tiro libre (o incluso, aunque abusivamente, el tirador: der Schütze), quizá más precisa, tiene por el contrario una connotación casi festiva que la convierte en inadecuada.

[3] Samiel, Samael o Sammael es el nombre de un demonio legendario de la mitología talmúdica, al igual que Lilith, y corresponde al Angel de la Muerte. El nombre parece proceder del del dios sirio Shemal, y puede estar relacionado  también con el turco Semun (o Samun).

[4] La menor aparece como tonalidad secundaria en la cavatina de Agathe y aparece igualmente en el coro de Damas de Honor (Brautjungfern), también en Do mayor).