Fatalidades

Javier (Rafael Durán) y Blanca (Amparo Rivelles) se dirigen a un cafetín donde actúa un trio (piano, violín y violonchelo) que, según afirma aquél con transparente imagen (referida a su escaso éxito por lograr el favor de la mujer), aún no ha acertado a afinar. Más adelante, ya en el local, será ella quien frenará las insinuaciones varoniles con idéntica metáfora: no siga usted por ese camino: desafina más que los músicos.

Pero la música que se escucha está correctamente afinada (lastrada, eso sí, por el hecho de que el piano sea vertical): la provocativa contradicción entre diálogo y banda sonora nos dará la clave para entender las coordenadas estéticas de El clavo (1944), la excepcional cinta de Rafael Gil: el desdén ante toda posible verosimilitud naturalista. La tragedia de estos personajes condenados a no unirse y a los que un azar fatídico reúne en encuentros fugaces (que culminarán en la secuencia del juicio, con la revelación de la verdadera identidad de la mujer, ya sospechada por el espectador en virtud de un breve cambio en el punto de vista tras la visita de Javier a la casa de los supuestos parientes de Blanca), se expresará siempre mediante refinados artificios al margen del realismo (a lo que unos diálogos maravillosamente alambicados contribuyen de modo decisivo). Artificios que logran crear ese clima onírico y casi irreal que envuelve todo el film: un poderoso melodrama romántico narrado, empero, con ejemplar contención clásica.

Al situarse en ese registro, las coincidencias no resultan forzadas, sino lógicas y productivas. Cuando los protagonistas se encuentren en una calle capitalina y se refugien en una iglesia pasará junto a ellos un sacerdote y dos monaguillos portando el viático: el carácter adverso del encuentro se manifiesta por simple metonimia y sin que la pareja alcance a imaginar la significación profética de la casualidad. Del mismo modo, a la salida del templo hallarán a un violinista ciego al que el hombre solicitará la ejecución del mismo vals que rubricó la escena del café: un ciego ante otros ciegos que no reconocen la realidad de ese hado fatídico que los une y los separa y que no tiene otra sustancia expresiva sino esa misma música (la más cruel y llamativa de todas las coincidencias argumentales: que Javier sea el magistrado que haya de juzgar a Blanca).

El vals: una pregnante melodía en Do menor (debida al estro de Juan Quintero, uno de los máximos compositores de la historia de la cinematografía) que se escucha por vez primera, diegetizada, pero en fuera de campo, en la referida secuencia del café subrayando el instante en que Blanca afirma: ¿quiere usted que yo le cuente mi historia?: a mí no me gusta recordar. Será ese mismo vals el que la pareja, brevemente, baile antes de abandonar el local: en ese gesto (en esa música), y sin que ellos sean conscientes, quedará marcado su destino de manera indeleble. El vals volverá a sonar ya en un tutti orquestal como música no diegética cuando, al llegar al hotel, los personajes vivan su primera noche de amor que, con magnífica elipsis, se narra a través de una breve panorámica que, desde el exterior, encuadra el balcón de la habitación de Blanca, donde la pareja se une en su primer beso, para ascender y mostrar la habitación vacía de Javier en el piso superior. El vals corresponde, tanto a la mujer y su negativa a verbalizar el pasado, como al hombre y su torturante imposibilidad para olvidarla. La tonalidad empleada no es casual, al implicar una evidente referencia a la Quinta Sinfonía beethoveniana y su posterior connotación romántica con la idea del Destino.

Desde ese instante, la melodía pervivirá en la atormentada memoria del hombre: cuando, en una de las secuencias finales, baile con una desconocida en la fiesta del ministro, será esa música la que, obsesivamente, invada su recuerdo como un heraldo aciago mientras, en una arrebatada alucinación, vea a Blanca en sus brazos. La música puede provenir igualmente de una orquesta que de la memoria del hombre: imposible separar los diferentes órdenes de realidad que confluyen en ese instante de vértigo. La referencia a la idée fixe de la Symphonie fantastique de Berlioz es obvia: pocas veces el desplazamiento de una música de lo diegético a lo metafórico habrá ofrecido tan feliz resultado como en este film admirable. La música, en tanto que instancia inconsciente, resume el itinerario de la peripecia: descubrir la verdadera identidad de la mujer conduce a lo irremediable, a esa muerte en vida a que los personajes son arrojados en la conclusión del relato. Itinerario invertido, la música se presenta como una realidad objetiva que avanza hacia su inscripción en el imaginario para, y como sucede en la secuencia del baile final, usurpar el lugar de lo real o, por mejor decir, abrir una dimensión de la verdad rigurosamente incompatible con la realidad social en que se inscribe. Como muy pertinentemente señalase Juan Miguel Company (Antolgía crítica del cine español, Cátedra, 1997), una lectura retroactiva del film partiendo de su final nos mostraría hasta qué punto todo él está construído en torno a la figura de la exclusión. El paso de la música de lo explícito (diegético) a lo rememorado y obsesivamente presente (pero irremediablemente condenado al espacio off) es la imagen sensible de esa censura: como en las grandes tragedias clásicas, el esfuerzo del hombre para descifrar el misterio asociado a la imagen de la muerte (la calavera atravesada por ese clavo inscrito en el título) solo servirá para revelar el verdadero rostro del Objeto y su irremediable y obsesionante pérdida.

Entre paréntesis: amén de mantener en vida a la mujer, la más significativa modificación realizada sobre de la novela corta de Pedro Antonio de Alarcón en que se basa el film radica en el flashback interpolado en la deposición de Blanca —ya con su verdadero nombre de Gabriela Zahara— ante el tribunal, que permite comprobar la brutalidad y carencia de escrúpulos de su esposo (un convincente José María Lado), que ha logrado su matrimonio extorsionando a los arruinados padres de la muchacha, lo que implícitamente justificaría el crimen: una proclama fílmica verdaderamente audaz para ser enunciada en plena autarquía y ante la que, curiosamente, la censura no planteó la menor objeción.

José Luis Téllez