El ángel traicionado

El Ejército y la Armada son, entre otras muchas, entida­des tradicionalmente homosexuales, es decir, integra­das por indi­viduos del mismo sexo, normalmente varones. Las muestras de camaradería características de estas agrupaciones incluyen contactos físicos no por enérgicos menos erotizados: no hay más que ver a los futbo­listas tras conseguir un tanto. Elegir como ámbito ope­rístico una de estas colectivida­des (la tripu­lación de una cañonera de seten­ta y cuatro pie­zas), resal­tando su asfixia al situarla en la infini­tud oceánica, constitu­ye toda una decla­ra­ción de inten­ciones. Cual­quier punto del mar es igual a cual­quier otro (de ahí que la contra­dicción bitonal que embebe toda la obra no se re­suelva hasta, lite­ralmente, el último compás) y así, en su singladura sin térmi­no ni objeto, la H.M.S.Indomi­table se ofrece como metá­fora de una socie­dad de hombres solos, libra­dos a la fermentación secreta de sus deseos censu­rados e inexpre­sa­bles. El hecho conlleva una seria limitación vocal: Billy Budd es ópera caren­te de perso­najes femeninos sin que por ello que­de lastra­da por la unifor­midad, amén de la partitura en que el compo­sitor convo­ca la mayor de sus or­questas para manejarla con la sobriedad más espartana. Música con clara preponderan­cia de los timbres ricos y satura­dos de los instrumentos de vien­to: lóbre­gos meta­les para Clag­gart (que no dejan de evocar al inquisi­dor de Don Carlo), maderas agu­das para Billy Budd, cuerda y made­ras de lengüeta para el confuso Capitan Vere, saxofón para el reclu­ta injus­tamente azotado, xiló­fono para los grume­tes, percusión sobre dife­ren­tes par­ches para los episodios de mayor dramatismo. Pero, y salvo en los gran­des conjuntos, música de solis­tas, casi música de cámara vívida­mente colorea­da.

Forster, Britten y Crozier, trabajando en el libreto de Billy Budd

La homosexualidad es un tema que impregna toda la produc­ción de Britten: en ninguna parte de modo tan explíci­to (sor­prendente explícito para 1951) como en esta obra singu­lar. Elegir la novela de Melville implicaba adoptar la guerra anglofrancesa de 1797 como época ficcional, decisión trascen­dente toda vez que Francia fue pionera en abolir la condi­ción delic­tiva de la sodomía en 1791: como sucede con La traviata o con Le nozze di Figaro, Billy Budd es un texto al que cual­quier pretensión de traslado temporal daña irremedia­ble­mente. Que el barco del que proce­de el protagonis­ta se llame Dere­chos Humanos y que se despida de él en dos instantes polares (su alista­miento forzoso y su elegíaco monólogo antes de ser ajusticia­do) redunda sobre una actitud reivindicativa que es el nervio político de la obra. Billy Budd es tartamudo, anal­fabeto y descono­ce su propia edad: la obligación de mani­festar pública­mente su condi­ción de expósito revelará su torpeza para el habla. Empero, canta con tona­lidad propia: ese mi mayor en el que traza su retrato, ese Billy Budd, king of the birds que el Capitán Edward Fairfax Vere rememorará en su última escena, antes de hundir­se, él también, en esa niebla politonal que es uno de los temas de la obra. Claggart, en el fa menor de su I was born yester­day, se sitúa medio tono por encima de Budd, pe­ro esa misma contradic­ción napolitana es la materia que nutre musical­mente el perso­naje del Capitan: sus­tentado simul­tánea­mente sobre si bemol (mayor) y si (me­nor), vive una contradicción irresoluble, y ese doble anclaje tonal le sitúa exactamente entre los cuatro sostenidos del calumnia­do Budd y los cuatro bemo­les del trai­dor Claggart. Fiel a sus apellidos, afirma jugar limpio (Fair-fax) y ser veraz (Vere). No mentirá ante el tribu­nal de ofi­ciales, pero los hechos han mostrado que debiera haber­lo hecho para prote­ger a Budd, cuya rectitud cono­ce (ese tema de la inocen­cia manci­llada es el otro polo sus­tancial de la obra de Brit­ten): sin embar­go calla, y con su silen­cio arro­ja al inocente a una muerte cier­ta. Billy Budd es beautiful, handso­me, good, según afirman tanto Clag­gart como Vere en ins­tantes equiva­lentes (pero toda la obra se articu­la por sime­trías que refle­jan episodios concén­tricos: su propio desarro­llo es un gigan­tesco flashback que regresa sobre su comienzo), y esa especie de juvenil plenitud resulta irre­sis­tible y conturbado­ra: tanto Vere como Claggart necesi­tan destruir a ese marinero fuerte, honra­do e ingenuo cuya belleza física irradia una seducción intole­ra­ble. Vere calla donde Claggart habla pero, de hecho, conti­núa su obra: la escena medu­lar en que entra en la celda de Billy Budd para comunicar­le la sen­ten­cia no nos será mostrada (what took place at this interwiew was never known, se lee en la novela), pero Britten ha dis­puesto una serie de treinta y cuatro acor­des de instru­menta­cio­nes y dinámicas violentamente contras­tadas que comen­tan el episodio, acordes en los que no hay una progresión armóni­ca legible, al edifi­carse exclusiva­mente sobre las notas del arpegio de fa mayor. Así, la música rebasa el texto, mostrando que la pre­tensión de neutralidad encarna­da por Vere se sitúa en el ámbito del villa­no (la funda­mental fa, ligada a Clag­gart): no se puede ser justo sin ser belige­rante.            

Britten y Peter Pears

¿Sucedió realmente la historia, o es el delirio del varón que condena su propia (homo)se­xualidad, que desgarra un seg­mento de su propio deseo (y la férrea disci­plina de la Armada es una convincente imagen de esa censura)? En su arioso exultante, Billy Budd hizo suyo ese motivo forma­do por una quinta ascendente sucedida por un semitono, ese motivo que, bajo múltiples aspectos, recorre como una dolorida hebra la inte­gridad de la ópera, el motivo intro­ducido en la primera escena por los marineros entregados a su labor con un afán casi sonámbu­lo y que en su voz pareciera adqui­rir una reso­nancia vital y luminosa, como si se reconociese o se pronun­ciase por prime­ra (y última) vez, emancipa­ción de una palabra que todos murmuran pero nadie pronuncia. ¿Quien es Billy Budd, venido de las aguas para catalizar las pulsiones? ¿Un per­verti­do, un ángel, una metá­fora de la infan­cia sacrifi­cada y de su infini­ta disponi­blidad? Todos los hom­bres matan lo que aman: unos con una mirada de odio; otros, con palabras amoro­sas. Los inmor­tales versos de Oscar Wilde, ese Wilde que tam­bién escri­biera todo lo humano es tritu­rado en la cárcel, excep­to la lujuria (¿y qué es la Indo­mita­ble sino un penal flotan­te?), ese Wilde ani­quilado por esa misma socie­dad que calla y desvía la vista ante la condena de Billy Budd, cons­tituyen la más certe­ra y laceran­te de las respuestas.

José Luis Téllez