El alma de Madrid
Decir que Federico Chueca es el símbolo musical de Madrid es aserto tan unánime que, si no exactamente sospechoso, no deja de resultar equívoco: a fin de cuentas, la villa del Manzanares es un verdadero ejemplo de ciudad fantasmática (aunque no como aquella Brigadoon que cada dos siglos regresaba de entre las nieblas).
La realidad es que Madrid carece de folklore y de identidad, lo mismo que parece carecer de gente oriunda: sus moradores tienen a gala su procedencia foránea, que proclaman con una ingenuidad casi insultante en gentes que llevan en la ciudad casi toda su vida e, incluso, han nacido en ella. Empero, aquí cada uno tiene su pueblo, en que mantiene intereses familiares y al que regresa en fechas señaladas: los madrileños natos de padres y abuelos madrileños (e incluso bisabuelos, como es el caso del abajo firmante) son una minoría irrelevante: porque lo que configura un diseño imaginario no es el censo, sino su aptitud para ser reconocido y aceptado. Y la triste realidad es que escasos madrileños (entendiendo por tales a quienes en esa ciudad viven y trabajan) se reconocen a sí mismos como tales.
A lo que vamos. El piano de manubrio es napolitano; el sombrero hongo, inglés; el chotís, presunta quintaesencia de los bailes capitalinos, pasa por ser derivación binaria de la escocesa (al menos, eso afirman los entendidos: el infrascrito confiesa no tenerlo tan claro); los mantones de Manila, chinos, como su nombre mismo -casi- lo indica; las verbenas, una adaptación de foráneas kermesses puesta en boga por ese singular Diaghilev vernáculo llamado Felipe Ducazcal. En cuanto a las batas de faralaes, los trajes con mangas de jamón y el tocado femenino con pañuelo blanco del que emergen tres claveles, (por no hablar de la correspondiente indumentaria varonil con gorra de visera, chaqueta entallada con trencilla y chaleco de ojo de perdiz), es adeliño híbrido que jamás configuró la vestimenta popular de la villa: que los diferentes franquismos municipales aquí padecidos (el de Franco propiamente, más los sucesivos desde el seráfico de Tierno al actual de túneles y chirimbolos ruizgallardónicos, sin comparación el de gusto más abyecto de todos ellos) hayan adoptado tan heteróclito uniforme para ataviar las comparsas de ancianos a sueldo que colorean inauguraciones y festejos constituye la mejor prueba de su absoluta falta de arraigo y su naturaleza de suplantación esperpéntica y oficialista.
El casticismo es invención de gentes talentosas y bienhumoradas que, como Ricardo de la Vega, Lopéz Silva, Carlos Arniches (tan madrileño que era de Alicante) o el inmarcesible Federico Chueca, asumieron la arriesgada tarea de inventar una realidad coherente y viva donde no había sino braceros, menestrales y gentes del bronce de una parte y tropilla ministerial y gubernativa de la otra. No tomaron gran cosa del pueblo salvo su eterno y justo descontento y filosófica resignación, que subieron a escena con la felicidad de reconocerse en ellos como entre sus pares para restituirles unas señas de identidad arrebatadas, no tanto por la rapiña administrativa -que también- sino por esa desorientación histórica que constituye la característica medular de una urbe cuya vitalidad resulta tanto más paradójica por ejercerse al margen, cuando no francamente en contra, de la iniciativa sempiternamente cazurra de sus regidores.
La grandeza de Federico Chueca reside en que se trata de un genuíno músico popular, poseído a tal extremo del estro folklórico que todo cuanto crea es de inmediato asumido por el espectador como cosa propia, nacida de su más íntimo sustrato ancestral: y ello, en cualquier género. Chueca inventa un tipismo sincrético que sitúa en el mismo lugar significante los modelos bárbaros, mazurkas, polkas, gavotas, valses o contradanzas, con jotas, pasacalles y seguidillas perfectamente autóctonas: a fin de cuentas, cualquiera de tales músicas resultaba en los madriles rigurosamente de importación. Músicas que, en manos de Chueca alcanzan una depuración y una viveza tales que en muchas ocasiones mejoran sus modelos transpirenaicos. Música de la que no se sabe que resulta más asombroso: si la desconcertante sencillez de su factura, en la que raramente hace falta referirse a más de tres acordes (esa misma reflexión puede casi extenderse al más admirable de los diversos Verdis: el de la denominada, y bien certeramente, trilogia popolare), o la perfección lapidaria e incontrastable de su trazado melódico, esculpido con deslumbrante seguridad y plenitud. En el panorama de la música escénica española del último cuarto del siglo XIX Federico Chueca representa un paradójico maridaje entre la gallofería arrabalera y el melodismo más refinado, entre el canto popular más localista y las danzas centroeuropeas más cosmopolitas. Alguna ventaja habría de tener la vocación apátrida: ciudad de ninguna parte, Madrid bien podía reconocerse en las músicas en boga de aquí o de allá, junto a las de toda la vida de un acáque, a fin de cuentas, también le resultaba históricamente ajeno[1]. Así, esa especie de perpetua suite internacional de danzas que el genio de Chueca ponía sobre el tapete en cada una de sus obras convocaba, como en un barroco escenográfico y multicolor, ese ideal previo al pensamiento ilustrado, esos goûts-reunis que aspiran, como primera medida, a la quema general de las banderas.
De este modo, el casticismo madrileño no reside ni en unos referentes ni, mucho menos aún, en una mitología compartida. El casticismo de la ciudad se cifra en un modo particular de apropiación de personajes, situaciones y músicas más o menos próximas, remotas y heterogéneas. Modo, forma y actitud que, tradicionalmente, recibe el nombre de chulería, en la que hay algo de ostentación y de desmesura y una absoluta conciencia de puesta en escena que se expresa en un decir despacioso que recorta la prosodia como si hablase por el filo de una navaja, casi ya significancia musical en sí mismo (que diría Julia Kristeva), junto con la complacencia en metáforas disparatadas e hilarantes: mi novio, de puro chulo, moja pan en el vermú, dice provocativamente cierta mocita arnichesca. A lo que su amiga replica: pues el mío, de lo mismo, lleva los calcetines almidonaos. La naciente mesocracia y el proletariado en agraz, transfigurados de este modo en gloriosa materia espectacular, configuraban su imaginario desde esos modelos donosamente suministrados por la escena: el genio de Chueca radica en esa capacidad para producir sentido y suministrar arquetipos a una colectividad interclasista que, por su propia naturaleza como material de aluvión, carecía de ellos. De ahí que su música fuese tarareada tanto por el aristócrata tronado como por el longista de coloniales, y celebrada igualmente por los filarmónicos del Teatro Real que por la germanía de la carda.
Como los grandes dieciochescos, Chueca es músico de géneros y de retratos, y de ahí que en sus obras se siga la lógica del pezzo chiuso: fuera vano buscar en ellas ese fino trabajo de articulación que, sin salir del teatro popular, integra números independientes en unidades más amplias y que constituye uno de los más admirables logros, por ejemplo, del Chapí de La revoltosa. Perfecto complemento de éste (por cierto: de Villena), el arte de Chueca reposa en la elección del modelo y en su realización perfecta, legible, sin fisuras: asiduo practicante de la fotografía (afición extramusical que compartía con el ciclismo y el billar), la esencia de su genio descansa en el modo en que las notas captan un tipo, un personaje, una actitud. La naturaleza genérica y paradigmática de sus melodías, su simetría y precisión rítmica y su limpieza armónica no son sino la trasposición musical de esa fonética chulesca arriba descrita, que sus pentagramas encarnan y trascriben como nadie. Su energía enunciativa, sus chistes, rebosan de esa música que, dialécticamente, los configura y constituye: algo que también sucede con Rossini, y por el mismo motivo. El secreto de Chueca radica en su capacidad para crear retratos musicales de tipos y situaciones populares plenamente identificables: personajes como el anarquista irredento, el hortera endomingado, el organillero en huelga, el lechuguino jaque, el guindilla munícipe, el ratero cortabolsas, el barquillero ufano, la solterona cursi, la fámula buscona, el mílite cateto, la suegra vocinglera o las vecinas reñidoras, imborrables una vez escuchada su música representativa. Personajes trazados con tan certera precisión que constituyen arquetipos verídicos de una sociedad en el límite de lo mísero que, pese a la complaciente bonhomía con la que es mostrada, ofrece el reverso de una España Oficial arruinada en guerras coloniales y en implausibles boatos palaciegos: la obra de Chueca aporta el catálogo de una genuína galería de fotografías musicales del Madrid Canovista, entre la Restauración y la Regencia.
En esa mirada, en la que hay tanta ironía como solidadridad está la cifra de lo que Chueca -de lo que cierta desesperanza y cierta capacidad para resistir pese a todo- significa en la configuración imaginaria de una ciudad inexistente, la más señalada característica de cuyos habitantes consiste en afirmar otras pertenencias gentilicias. Una ciudad que, si otrora ostentó la grandeza de resistir tres años a las hordas fascistas, hace ya mucho que no parece desear ser otra cosa sino palenque de logreros y madriguera de publicistas institucionales, a la que nadie quiere, respeta, ni considera siquiera como cosa suya: de otro modo hubiera sido imposible que en ella llegasen a alzarse ignominias arquitectónicas como la, así llamada, Catedral de La Almudena. Y ya no habrá jamás Chueca alguno que pueda redimirla ni encauzar sus imposibles fantasías.
José Luis Téllez
[1]En todo instante se habla de un Madrid-metrópoli y Capital del Reino: los pueblos de su periferia poseen un folklore variado, de sorprendente arcaísmo y características muy diferenciadas. Pero, salvo ciertas canciones concretas aisladas (y siempre en Chueca: ahí está ese admirable coro de niñeras de Agua, azucarillos y aguardiente, en que el materal folklórico citado es rigurosamente indistinguible de la invención autoral), nada de ello aparece en los grandes zarzuelistas que, o proceden de otras provincias, o son directamente metropolitanos, lo que en ambos casos les veta el acceso a semejante acervo .