Sofocles revisited (II)

Un modo de acercarse a la tragedia clásica es ceñirse en exclusiva  a la palabra (como en la Antígona de J.M.Straub), y otro, igualmente productivo, consiste en desdeñar todo texto no transmutable en imágenes, como en Edipo, il figlio della Fortuna (P.P.Pasolini, 1967). Ambas cintas interpelan la relación con el mito desde límites complementarios.

La tragedia de Sófocles se desarrolla en un episodio único (el original ni siquiera se divide en actos), un presente absoluto en el que los testimonios de los sucesivos interlocutores dan cuenta de la biografía de la figura epónima: los personajes hablan, y ese hablar es la exclusiva materia dramática, aquéllo que permite constatar el cumplimiento del Destino. Lo único que acontece en el Edipo Rey de Sófocles es la sucesión de testimonios de sus diferentes figuras (el Corifeo, Creonte, el Mensajero, el Sirviente de Layo…), alternados con la profecía de Tiresias y las reflexiones de Yocasta: no presenciamos otra cosa sino los diálogos de Edipo con una sucesión de interlocutores que paulatinamente desvelan toda la dimensión de un horror ya conocido y esperado. La propia Yocasta es consciente de ello cuando, con una turbadora lucidez que anticipa el descubrimiento freudiano, afirma que son muchos los hombres que, en sueños, yacieron con sus madres, instando a su hijo (y esposo) a suspender los interrogatorios. La Tragedia (y en ninguna obra se habrá expresado mejor esa realidad que en Edipo Rey) es, ante todo, relato, narración de un pasado que acuña el presente pero que también desvela el futuro. Es interesante, a este respecto, que Pasolini ponga en escena el instante en que Edipo, al ver el cuerpo desnudo de Yocasta ahorcada, se arranca las ojos con el broche de la túnica de esa mujer deseada y repetidamente poseída, en lugar de confiar la narración de estos hechos a dos aterrados heraldos, como se hace en el texto de partida.

Pasolini reduce las palabras al mínimo indispensable para que la anécdota pueda ser comprendida por el espectador ya en la segunda parte del desarrollo, ajustada al texto: a cambio, elabora ampliamente , en un presente que corresponde al punto de vista de Edipo (siempre asociado a la imagen solar en cegador contraluz), toda la historia previa del personaje en la primera mitad del film sin apenas diálogos, en una narración que tiene algo de western, retórica que al tiempo invoca y refuta: el viajero solitario que triunfa de enemigos más numerosos en un ámbito desértico bañado por una luz abrasadora. Presenciamos el vaticinio del oráculo y la fuga del protagonista que se aleja de la que cree su tierra para hurtarse a la fatalidad, su encuentro con la carroza de Layo en una encrucijada y su combate con los soldados que le acompañan en una secuencia extenuante en la que huída, persecución y desafío son una misma cosa. Auténtica metáfora de la totalidad del relato, su esfuerzo por sustraerse al combate es, justamente, lo que determina sus victorias sucesivas sobre los tres soldados que le persiguen, agotados (como él mismo) en insensata carrera. El Padre, por su parte, será contemplado desde tres perspectivas: como un personaje soberbio que le ordena apartarse del camino (primer plano del rostro con la cámara a la altura de los ojos de Edipo), como un Rey coronado y en majestad que exige sumisión (en fuerte contrapicado, cuando Edipo regrese tras matar a los tres soldados) y, finalmente, como un hombre común (con la cámara en picado desde un lateral del camino, desarmado, abandonado por todos, arrojado al suelo de su propio carro) al que, ciego de ira pero también de terror, Edipo, tras acabar con el último soldado, inválido tras recibir la pedrada en la pierna, da muerte subiendo junto a él. Casi al margen de la palabra, la secuencia, de una violencia extrema (y de una duración dilatadísima: más de ocho minutos) analiza, merced a su exclusiva planificación, las etapas simbólicas de la relación con la figura paterna con escalofriante nitidez.

Las narraciones aportadas por los diferentes personajes resultan así aparentemente redundantes con respecto al contenido argumental. Nos describen lo que ya vimos: pero lo hacen desde nuevos puntos de vista, de modo que no es el enunciado, sino la enunciación lo que resitúa el sentido total de la historia. Al asistir a sus relatos, la historia cambia de perspectiva: es también una reflexión sobre el propio cine, como sucede en la memorable secuencia retrospectiva de The man who shot Liberty Valance, donde la nueva posición de la cámara da un vuelco trascendental a lo que creíamos conocer: aquí, es la aparición de la palabra el agente que obra esa transformación. Pero esa construcción, que se diría un juego de pleonasmos, es consustancial con el sentido de lo trágico: Pasolini lo exacerba, al encerrar su versión intemporal del mito entre dos secuencias situadas en momentos históricos precisos: en los años veinte (al comienzo del film) y en la Italia actual (del rodaje), conservando la figura de La Madre/Yocasta (Anna Magnani), El Padre/Layo (Luciano Bartoli) y el Mensajero (Ninetto Davoli) que guía a Edipo ciego en una Bolonia presente como lo hiciera con Tiresias en el pasado. La historia propiamente dicha se despliega así en una intemporalidad que utiliza el paisaje marroquí, las arquitecturas de tapial y adobe de Mali, los fantasiosos figurines de Danilo Donati, las músicas populares de la cuenca mediterránea (pero también la japonesa pentatónica en la flauta de Tiresias) y la lengua italiana como soporte textual en una ucronía que no pretende funcionar como una síntesis sino como una especie de mosaico, denunciando todo posible naturalismo  en su deliberada y casi impúdica mescolanza de códigos, pero con unos resultados de notable y envolvente belleza. Realizada con admirable convicción, tragedia de cualquier lugar y de ninguno, de un tiempo y un espacio propios e ilusorios, el Edipo Re pasoliniano es una propuesta de desarmante ingenuismo, al tiempo refinada y primitivista, cuya conmovedora energía enunciativa procede de su desdén, tanto hacia la convención historicista como hacia la, no menos convencional, posibilidad actualizadora.

José Luis Téllez