Doña Francisquita (Ladislao Vajda, 1953)

Madrid, en las postrimerías del pasado siglo. Francisquita, joven propietaria de una afamada confitería, es una cantante aficionada de notables medios vocales que junto a otros amigos ensaya la zarzuela de Amadeo Vives titulada Doña Francisquita en la academia del maestro Lambertini: ensayos que prolonga acompañándose al piano en el obrador de su comercio, no sin importunar a sus empleados, forzados a cantar con ella sin abandonar por ello su trabajo. Instada por su profesor a proyectar sus propios sentimientos y vivencias en la interpretación de su personaje para mejorar su musicalidad y verosimilitud, se abandona al ensueño, viéndose a sí misma como protagonista de diferentes episodios oníricos en que, transfigurando los correspondientes números musicales de dicha zarzuela, revive su amor por Fernando, hijo de Don Matías, el anciano que la corteja: pero aquél solamente tiene ojos para Aurora la Beltrana, afamada tonadillera del Teatro de la Cruz, a cuya función asiste Francisquita y donde se realizan también los ensayos finales de la zarzuela. Instigada por Cardona, un amigo de Fernando que vive a costa de éste, y comprobando que su situación amorosa (e incluso los propios nombres de todos los personajes) coinciden puntualmente con los homólogos de la zarzuela, imita a su protagonista reproduciendo sus añagazas tras leerlas en el libreto, fingiendo acceder a la proposición matrimonial de Don Matías para atraer la atención de su hijo y apartarlo de Aurora, a la que, por su parte, Cardona insta a encelar a Fernando con Lorenzo, su obeso representante. Artimaña que, finalmente, parece triunfar… aunque sólo sea en las fértil imaginación de la pastelera.

El film se produjo gracias a la fórmula de adelanto de distribución creada por CIFESA en aquellos años, y su coste rozó los seis millones y medio de pesetas: cifra considerable en la que tuvieron una parte no pequeña los suntuosos decorados y que la calificación de Interés Nacional contribuyó a paliar. Empero, la cinta no tuvo la acogida presumible dada la popularidad de la zarzuela, tal vez a consecuencia de la absoluta libertad, compleja reescritura y sustancial variación del punto de vista adoptados en la adaptación fílmica, imbuida de una vena fuertemente crítica e irónicamente meta-textual verosímilmente debida al estro del coguionista José Luis Colina. Una pista para comprender el posible desconcierto del espectador puede rastrearse en los comentarios de alguno de los miembros de la Comisión de Clasificación y Censura de la Dirección General de Cinematografía: así, Juan Esplandiu desaconsejó la clasificación finalmente otorgada aduciendo que el film está plagado de anacronismos, y resulta difícil comprender cuándo lo narrado pertenece a la zarzuela y cuando a la realidad (Expedientes administrativos C/13.803, Exp 81-52R; C34.444, Exp. 11.518 y C/32.841, Exp 1.780). Dictamen del que solo cabe disentir en lo tocante a su negativa valoración.

La obra maestra de Amadeu Vives nació como homenaje a la ciudad en que el compositor catalán había conquistado gloria y riqueza: pero no al Madrid de su presente histórico (Doña Francisquita se estrenó en octubre de 1923, a menos de un mes del golpe primorriverista), sino al ensoñado del siglo precedente, en el que se desarrolla la acción, tomada de una obra de Lope de Vega, La discreta enamorada, impuesta por el compositor a sus libretistas. Por su parte, la música se inspira, o cita literalmente, tonadillas y cancioneros de fines del S.XVIII y principios del S.XIX (aunque sin desdeñar el italianismo en la música de los protagonistas), exhibiendo una vocación metalingüística que se inscribe en una «estética del retorno» propia de su pasado inmediato (el ejemplo más célebre lo aportaría Richard Strauss en su Rosenkavalier, al evocar la Viena de Mozart parafraseando a Johann Strauss). De modo idéntico, Vajda, húngaro avencindado en Madrid e hijo de una soprano lírica -la tesitura del personaje protagonista- inscribe su propio mirar sobre el teatro musical de la que no tardaría en ser su segunda patria (se nacionalizó en 1954) excediendo ampliamente dicho marco: por una parte, al entroncarse con la adaptación cinematográfica de obras de este género abriendo la cinta con un tranvía de mulas en que viaja un anciano sordo tomado directamente del Don Hilarión de La verbena de la Paloma (1935) de Benito Perojo (productor a su vez de Doña Francisquita) y, por otra, articulando una explosiva deconstrución del verosímil teatral, que resitúa la integridad de los elementos de la pieza de partida a través de un violento ajuste de cuentas con ella a través de su figura protagonista. Actitud que subtiende otro hilo con la intrahistoria de la zarzuela: Doña Francisquita fue escrita para la soprano María Isaura, favorita de Vives, lo que le llevó a prohibir a Cora Raga, primera Beltrana y virtual triunfadora del estreno, que bisase sus números pese a las enfebrecidas solicitudes del público, para no empañar el realce de su protegida. Del mismo modo, es una Emma Penella pletórica de fuerza, belleza y desparpajo la actriz victoriosa del duelo interpretativo frente a una Mirtha Legrand llena de remilgos y afectaciones que, por otra parte, condicen adecuadamente con su personaje, o por mejor decir, con el modo en que éste se reformula: para Vajda, Francisquita es una damita burguesa ociosa y soñadora que, aconsejada por un buscón poco escrupuloso, pergeña su añagaza amorosa con total desdén para con los sentimientos de su futuro suegro (exculpando sus escrúpulos morales ante tal proceder por entenderlos ¡responsabilidad de los libretistas!), en tanto que la Beltrana es una artista profesional, a diferencia del amateurismo de su oponente: mientras ésta basa, cómoda e irresponsablemente, cada una de sus decisiones en lo que la dicta el libreto de la zarzuela que las inspira, aquélla desdeña mezclar gratuítamente la ficción con la realidad. Francisquita convierte su vida en representación, en simulacro, mientras Aurora integra éste a su trabajo como artista, apropiándose de la materialidad misma de la escena: tal es el caso del Bolero del Marabú, cantado en el teatro ante Fernando y un embelesado Cardona que en el original es su pareja en dicho dúo (y no en un escenario, sino en el baile del tercer acto: pero no hay un solo número musical cuya posición no esté alterada y funcionalmente pervertida). La dialéctica entre realidad y representación se convierte así en la línea de fuerza de un texto inicialmente justificado como simple adaptación cinematográfica de una pieza lírica preexistente que, paradójicamente, jamás se presencia (y lo que de ella se muestra es poco menos que su antítesis: Lorenzo, que ahora no es un bravo jaque sino un acobardado representante artístico, bailando con la Beltrana en lugar de Don Matías, y así sucesivamente).

La pugna por domeñar el sentido centra así la correlación de fuerzas que impulsa el relato, desplazando enteramente la insípida anécdota amorosa propuesta por el original de Vives para articular un guión infinitamente superior a él en inteligencia, gracejo y riqueza metalingüística. Debate en el que se inscriben los personajes de manera asimétrica, generando una perspectiva descentrada sobre el núcleo de la anécdota: el avatar de la Francisquita original se esfuma enteramente para ser sustituido por el remedo que, a partir de aquél, la segunda Francisquita intenta llevar a término. Y es que, salvo ella y Cardona (que aquí es su confidente, en lugar de serlo de Fernando) ningún otro personaje parece conocer la obra de Vives, lo que provoca una inquietante ambigüedad que informa la integridad del film y que justifica la perplejidad del censor arriba referida. Desconocimiento plenamente lógico, ya que, como es fácil deducir, la zarzuela no se escribiría hasta medio siglo más tarde del tiempo ficcional en que desarrolla su acción (que es el mismo de la película) con lo que tanto Cardona (que se refiere a sí mismo como director de escena y llega a acusar a Fernando de no saberse el papel) como la protagonista siguen la pauta de un texto…¡aún inexistente!, cuestionando todo el verosímil fílmico sobre él edificado (Vajda llega al extremo de mostrar una edición del libreto contemporánea al rodaje del film y no al estreno de la zarzuela). Con lo que, a un tiempo, se veta al espectador toda posibilidad de enfrentarse con ese mismo texto que se supone conocido de antemano y que, suerte de verdad revelada, se emplea para justificar unas iniciativas argumentales que, por lo demás, raramente surten los efectos apetecidos. Tal sucede con la doble e hilarante transformación sufrida por la escena del pañuelo (que la banda sonora acompaña con un desarrollo de la melodía del dúo siempre es el amor travieso, mirada irónica de Leoz sobre Vives y sus libretistas) o con la, más compleja aún, reestructuración experimentada por la escena del baile, alcanzando una distancia y disparidad argumentales que los propios personajes comentan y apostillan. Insuperable metáfora de la alienación, cuanto mayor es su fidelidad para con lo escrito tanto más se aleja Francisquita de su objetivo, lo que la moverá a afirmar (in vino veritas) quiero ser como la Beltrana en su escena de la borrachera: deseo formulado frente a una comparsa de máscaras espectrales, más próximas al expresionismo solanesco que al romanticismo referencial de la partitura, antes de entregarse a una ensoñación en que se inscribe el dúo de ruptura entre Fernando y Aurora. Ruptura real en la zarzuela y fantasmática aquí, que sugiere que el enamoramiento entre aquél y Francisquita es una proyección delirante del deseo de ésta: todo el final de la cinta (que reúne en una secuencia única la escena del merendero trasladada a un suntuoso teatro, la Mazurka, el Canto de la juventudy las coplas de la Cofradía de la Alegría, procedentes de actos distintos), se inicia con un plano de suma brillantez, en que los personajes de tan dilatada conclusión emergen en tumulto del escaparate de una tienda de disfraces. Estafermos que cobran vida en la mirada de Francisquita y que, junto a las irrupciones de un Lambertini procedente del subsuelo, a un tiempo cómicas y amenazadoras, contaminan de irrealidad el sentido último del texto.

La posibilidad de hallarnos ante una construcción onírica de la protagonista se corrobora por la presencia de la orquesta en la banda sonora. Los números de la zarzuela citados en el film (que distan de ser todos: sin ir más lejos, se ha omitido la romanza Por el humo se sabe cantada por Fernando en el acto I, verdadero emblema de la obra) se diegetizan acompañados por un piano, ya que corresponden a los ensayos: piano transformado en el conjunto instrumental cuando nos trasladamos de la realidad a la ensoñación, como sucede en el Coro de románticos, puesto íntegramente en escena a partir de su ejecución iniciada por Francisquita en el teclado, convertida en sinfónico-coral durante el ensueño y recuperado de nuevo pianísticamente en sus últimos compases, pasando en ambos casos por la constatación material incontrovertible de su carácter ficticio: las páginas de la partitura en reducción de dos pautas. Función alucinatoria de la orquesta que cimenta el arranque del film: los transeúntes se detienen a escuchar la Canción del ruiseñor (orquestalmente acompañada) que Francisquita canta desde el estudio, pero cuando la cámara revela el interior de la academia de Lambertini sólo el piano la acompaña, descubriendo una tramoya que, retrospectivamente, permite leer el arrobo de los viandantes como mero fruto del imaginario de la muchacha. Si la mirada ensoñada, ahistórica y autocomplaciente sobre el desaparecido mundo del sainete dá origen a la zarzuela en que se basa el film, éste es una especie de fascinada denuncia de semejante dispositivo referencial: el carácter irrecobrable del tiempo se configura así como el verdadero motor argumental de la película. Visionariamente, Doña Francisquita de Vajda (y Colina) tiene -tendrá- mucho más que ver con Fassbinder o Syberberg que con el original que, engañosamente, afirma reproducir: a partir del teatro, su texto anticipa ya una deconstrucción del verosímil fílmico que el cine europeo tardaría aún una década y media en formular.

José Luis Téllez