Despojamiento

Mahler introduce el canto en el edificio sinfónico desde la segunda de sus composiciones en este género, de modo que la voz tomará allí un papel creciente que, tras el interludio de las sinfonías Quinta, Sexta y Séptima, culminará en la Octava, un  verdadero oratorio que se clausura con el texto más místico de Goethe, invocando una feminidad transfigurada y trastemporal: Das Ewigweibliche zieth uns hinan (Lo femenino eterno nos impulsa a lo alto). Para alcanzar este extremo, Mahler requiere un conjunto colosal con ocho solistas, coro de niños, doble coro y una orquesta de proporciones descomunales de más de un centenar de intérpretes.

Pero semejante desmesura (que solamente Schönberg llegará a trascender en sus Gurre-Lieder) tiene su imagen especular en la obra sucesiva: Das Lied von der Erde, especie de ciclo de canciones de aliento sinfónico, parte ahora de una orquesta que no excede las dimensiones wagnerianas y que maneja de maneras muy diferenciadas, desde el tratamiento masivo de las piezas primera, cuarta y quinta, alternando con la sonoridad etérea de la segunda y la minúscula y exquisita chinoiserie de la tercera, para desembocar en ese interminable lamento conclusivo en que la orquesta se vacía paulatinamente de sí misma. No es ya que el Lied haya entrado en la sinfonía: es que ésta se ha transfigurado en aquél, que alcanza así un empaque y unas dimensiones inusitadas. El sinfonismo se ha bifurcado, alternando su naturaleza histórica exclusivamente instrumental con un nuevo tipo de elaboración vocal que, si es ajena al operismo, lo es también a la intimidad liederística, que se proyecta en un orbe que trasmuta su origen y su destino como pieza de concierto para evolucionar de lo camerístico a lo sinfónico.

La conclusión del conjunto es, también, un objeto absolutamente singular. Der Abschied es algo más que un Lied: una especie de cantata de excepcional aliento emotivo en que la voz aparece rodeada por tres motivos que no se desarrollan, sino que se reiteran y se superponen en un desarrollo que tiene más de heterofonía que de contrapunto: cada línea instrumental pareciera existir para sí misma, tomando la directriz discursiva de modo independiente. En la gran marcha fúnebre que separa los dos poemas que se cantan, los motivos, asociados separadamente a las maderas, los metales y la cuerda, reiteran y elaboran sus frases con trágica independencia. La idea de lo irremediable se materializa en la reiteración de esas figuras que concluyen con el triunfo del obsesivo tema de las trompas que precipita el discurso en un patético Do grave de los contrabajos sobre el que la voz reaparece para manifestar su dolorida denuncia: Er fragte ihn wohin er füre und auch warum es müßte sein (le preguntó hacia donde partía y porqué debía ser así). El regreso al material del comienzo, con los grupettos de fusas en la flauta, realzan aún más la sensación de vacío instaurada en el comienzo del texto para, poco a poco, desembocar en ese unísono de la cuerda sobre el Mi agudo del que emerge la voz propiciando la caída sobre el modo mayor de la tónica del comienzo: y ahí se inicia un vaciamiento sonoro que acabará con la reiteración de la palabra ewig (eternamente) sobre largas pedales en pianissimo de maderas y cuerdas aureoladas por los minúsculos centelleos de la celesta y las arpas en una conclusión abierta: la escena queda suspendida sobre un acorde de séptima menor que no resuelve. El Silencio es el único modo de pronunciar el nombre de la Muerte.

Pero Mahler irá aún más allá, trasladando al universo instrumental esa conclusión conmovedora e infinitamente trágica en los últimos veintisiete compases de la Novena, encomendados a la cuerda y marcados como adagissimo, en que los fragmentos del tema inicial reaparecen como sombras incapaces de articularse disolviéndose finalmente en un simple tresillo de blancas de las violas que conduce hacia el acorde de Re bemol en pianissimo, resignado y dolorido vestigio del inmenso combate orquestal que le ha precedido. Pareciera imposible llegar más lejos: el acorde de tónica como último testimonio de la Nada.

Pero Haydn ya había franqueado ese límite en 1772: en la Sinfonía nº45 (escrita en la tonalidad de Fa sostenido, absolutamente insólita en la época) y aprovechando, al parecer, una reivindicación laboral (solicitar un periodo de vacaciones para que  los músicos de la orquesta de Esterházy  pudieran visitar a sus familias), el compositor deja en el silencio sucesivamente a todos los intérpretes, que deben abandonar el escenario paulatinamente según concluye su parte respectiva para quedarse, tan sólo, con el primer y el segundo violín como solistas en la última repetición del tema. Es la primera vez en la historia en que una sinfonía concluye con un adagio tras el presto que le precede: audacia verdaderamente asombrosa que no tendrá prolongación hasta la Sinfonia Patética de Chaikovsky, con un planteamiento elegíaco que se dilatará en Mahler de un modo casi obsesivo. Ida y vuelta de un viaje en que la música instrumental acaba interrogándose sobre su propia razón de ser:  como si el gran edificio sinfónico, construido laboriosamente con un paulatino incremento de efectivos, necesitase regresar, no ya a sus orígenes, sino a la pregunta esencial sobre el significado mismo de la música.

José Luis Téllez