Desde lo más profundo

Palabras y Música

Como ha escrito André Boucourechliev1, lo más llamativo de Pélleas et Mélisande (llamativo toda vez que hablamos de una ópera) es su modo de situarse en contra del canto: la única contribución debussiana al repertorio es un texto paradójico que bien cabría calificar como anti-ópera. Nada  hay aquí de todo aquello que, tradicionalmente, configura la vocalidad de la música escénica (y el imaginario del aficionado convencional). Huyendo de todo énfasis, de cualquier trazo de efusión lírica en primer grado, Pelléas et Mélisande se sustancia en una declamación empecinadamente silábica que jamás transgrede los límites centrales de una distribución vocal escasamente diferenciada (es sabido que el protagonista es cantado indistintamente por tenores y por barítonos, e incluso se llegó a experimentar con una mezzosoprano2) y movimientos melódicos por intervalos pequeños, siempre en las zonas centrales de las respectivas tesituras dentro de una extensión que apenas sobrepasa la octava y media, sin saltos superiores a la sexta. Ni un solo agudo, ni un aria, ni un dúo, ni un concertante, ni una exaltada vocalización, ni un episodio de virtuosismo. Ni siquiera una melodía de amplio trazo y fácil inscripción en el recuerdo.

El canto es, en Pelléas et Mélisande, mímesis de la prosodia; su objeto es el lenguaje como sonoridad en sí, a partir de la cual se modela y articula la realidad final de la música: es una fonética que busca y persigue su propia música, que se construye en ella desde sí misma, y que en ella se disuelve y se realiza: nada más lejos de su ideal dramático que la pretensión de hacer figurable el enunciado. Se diría que la palabra emanase con posterioridad a su enunciación, alquímicamente destilada por la música de manera que el efecto de sentido provocado al escuchar la ópera no es que la música revista y amplifique una palabra preexistente, sino que se ancla fugazmente en el significado de ésta con una autonomía que le es propia, impregnándola hasta reescribir el drama para otorgarle un sentido inesperado. La grisura y carencia de relieve del poema dramático de Maeterlink cobra así una plenitud significante enteramente ajena a su desvaída realidad inicial3. La música de Debussy  se comporta como si fuera un agente productivo en el plano literario, transformando la pieza teatral de partida en una tragedia nueva, llena de humanidad y resonancias emotivas: con deslumbrante ilusionismo, la profundidad del texto pareciera resolverse sobre su propia superficie musical. En esta subversión  de relaciones que articula el sistema enunciativo de Pelléas et Mélisande reside el carácter visionario de una obra que, si desde el punto de vista de los referentes cabe situar como quintaesencia del simbolismo, rebasa enteramente tal poética proyectándose hacia límites estéticos impensados, de El Castillo de Barba Azul a Erwartung, de Wozzeck a La voix humaine, abriendo un ciclo cuyo horizonte conclusivo se inscribirá cincuenta y cuatro años más tarde en la absoluta disolución textual de la palabra, transfigurada por entero en música en una obra como Il canto sospeso, de Luigi Nono. Doble espejismo invertido, en Debussy, la palabra pareciera nacer de la música: en Nono regresa a ella y en ella se desvanece.

Nada más alejado de la realidad que suponer que Pélleas et Mélisande sea una obra carente de melodía: por el contrario, en pocos textos operísticos asistiremos a tan exuberante invención y renovación melódica como la exhibida aquí. Melodía modelada sobre el propio relieve prosódico a través de un proceso generativo materializado en una sucesión de breves segmentos ceñidos a la acentuación estricta de la prosa, en busca, por así decir, del afetto, de la emoción instantánea e inmediata que cada palabra evoca y regida por la misma jerarquía de acentos tónicos que articula cada frase, especie de recreación del stile rappresentativo4 primordial inscrito sobre un objeto literario evanescente y onírico. Melodía penetrada por una especie de élan creativo indefinible que se desenvuelve en una ambigüedad que no es ni declamación, ni recitativo ni arioso pero que participa al tiempo de todas estas rúbricas con una flexibilidad admirable y característica. Ariettas y recitativos en miniatura (de uno, dos o tres compases a lo sumo) que se diluyen como un aura que iluminase fugazmente cada frase y que se consumen en su propia emisión, toda vez que la música –como la palabra en la que se origina- no vuelve sobre sí5. Melodismo que oscila entre lo tonal (el dúo de los protagonistas en el Acto IV, y su alternacia entre Do mayor y Fa sostenido mayor, con una función simbólica sobre la que volveremos más adelante) y lo modal (la bellísima canción de Mélisande al comienzo del Acto III, en Si dórico). Modalidad que es una de las bases enunciativas (melódicas y armónicas) de la obra y que, al tiempo que persigue un pseudo-medievalismo acorde con la intemporalidad de la historia, coexiste con una ambigüedad tonal que llega al límite de su disolución: tal sucede, sin ir más lejos, en los veinte primeros compases, donde el Re dórico del “tema del bosque” se yuxtapone con tres armonizaciones diferentes del “tema del destino” -ninguna de las cuales es tonal strictu sensu– la primera de las cuales se construye sobre la escala pentatónica de tonos enteros.

Temporalidad y modalidad

Voici ce qu’il écrit à son frère – Germaine Cernay

Abramos un paréntesis para señalar que la presencia de esta escala, tan frecuente en la música “exotista” de la época, no es aquí una mera concesión a semejante boga, sino que se articula en el centro del texto: la lectura de la carta por Geneviève, al comienzo de la escena sucesiva, verdadera joya de la declamación musical, está íntegramente escrita sobre escalas modales (básicamente, dórica, transportada primero a mi y luego a la, incluyendo también alguna frase lidia), pero se inicia en una modalidad absolutamente inusual que otorga un color melódico particularísimo a la primera frase: el modo locrio o modo de si (transportado a mi). Modo cuyo primer pentacordio abarca una quinta disminuida (Si-Do-Re-Mi-Fa), de manera que el tetracordio que completa la octava contiene la cuarta lidia (Fa-Sol-La-Si) que es, justamente, la base de la escala de tonos: tritono expresado como cuarta aumentada o como quinta disminuida que juega un papel medular en la economía significante de la obra. Las triadas disminuidas, como agregaciones armónicas, están asociadas a Mélisande desde la propia presentación de su tema en forma desarrollada en los últimos tres compases del preludio y serán luego recuperadas por Arkel la primera vez que hable de ella, regresando finalmente en la escena de la muerte. La dimensión vertical y la horizontal del texto se interpenetran así con una organicidad absoluta que, a su vez, trasluce una metáfora: la inestabilidad característica de tales acordes se relaciona con el misterio, jamás descifrado, que envuelve a la protagonista. 

En el melodismo de Pélleas et Mélisande, en su absoluta intransitividad, se anticipa la gran revolución que Debussy aporta al sentido del tiempo musical: ese tiempo que, con razón, Pierre Boulez ha definido como un tiempo irreversible que obliga a una escucha instantánea. Un tiempo en el que las polirritmias, las duplicaciones de frases o la inextricable amalgama de subdivisiones binarias y ternarias se alían con una subyugadora inconcreción armónica al extremo de hacer desaparecer la barra del compás y tornar casi indiscernible la propia agógica. El tiempo musical es, en Debussy, un tiempo plano, sin relieves periódicos, ajeno a toda simetría, un tiempo que no rinde cuenta a la memoria y que se ramifica en cada nueva constelación armónica que, con soberana independencia, penetra el transcurrir de la línea vocal. Por lo demás,  la armonía no juega aquí una función estructural: como se señaló en el ejemplo citado más arriba, el “tema del destino” comparece en los primeros compases de la obra con tres armonías (y tres “tonalidades”) diferentes que son, al tiempo, tres mixturas tímbricas distintas: color y armonización forman una unidad inseparable y, al tiempo, extremadamente fugaz, que se agota en su propia presentación instantánea. La obra resulta así inquietantemente dinámica y, al tiempo, extrañamente inmóvil: nada permanece en ella y, al tiempo, nada cambia. El tema siempre resulta reconocible, pero su enunciación no vuelve atrás, ni tampoco se proyecta hacia un futuro estructuralmente previsible.

Tiempo y timbre

En Pelléas et Mélisande, la armonía, flotante e indecisa, oscilante entre diferentes sistemas enunciativos yuxtapuestos o superpuestos -como sucede desde los primeros compases de la obra- participa de esa misma concepción del color aportada por la pintura de los impresionistas, según la cual un tono «puro», al combinarse ópticamente con otro por superposición, transparencia o contigüidad, permite evocar gamas simultáneas y contrapuestas: una pincelada azul, pongamos por caso, dependiendo del ámbito de observación, puede ser un matiz del verde, pero también un componente sustancial del violeta (o también, incluso, un reflejo en la profundidad de una grisalla). Como sucederá en las postreras Nymphéas de Claude Monet6, por poner un ejemplo muy conocido, la forma, en cuanto anécdota figurativa (en cuanto armonía funcional instantánea en Debussy7), no se discute, pero su función es, en cierto sentido, irrelevante: apenas una justificación para anclar un espacio coloreado que no sufriría menoscabo de titularse simplemente (como luego harían muchos pintores abstractos) Composición. En la armonía debussiana -armonía tonal pese a todo en la que, sin embargo, determinar la fundamental es, ocasionalmente, casi tan enigmático como desentrañar ritmo y agógica- la nota puede pertenecer o no al acorde, puede desempeñar una función estructural más o menos elíptica o bien asumir, simplemente, un papel como agregado instantáneo y autosuficiente que ni se prepara ni se resuelve, un  elemento de color que se activa al margen de toda articulación estructural. Operando como una transparencia en la pintura, la nota, en el límite extremo de la armonía debussiana, es únicamente sonido autolegitimado al margen de toda sintaxis, materia de un discurso cuya única y definitiva realidad tangible es el timbre: Si en la pintura última de Monet  la armonía de color es una dimensión del espacio, en Debussy lo es del tiempo. El propio compositor, a propósito de cierto artículo periodístico que le parangonaba con el pintor, afirmó ante Emille Vuillermoz que le resultaba honroso ser considerado como discípulo de Monet8, cuya obra admiraba profundamente9.

Tonalidad y símbolo

il fait sombre dans les jardins. Nicolai Gedda, Helen Donath, Marga Schiml. Director: Rafael Kubelík Symphonieorchester des Bayerischen Rundfunks

De este modo, la tonalidad es, tan sólo, uno más de los elementos simbólicos puestos en juego: no existe una arquitectura que dé cuenta, armónicamente hablando, de la integridad del texto. Por eso mismo, la fijación episódica sobre ciertas claves cobra una importancia decisiva. Así, la máxima distancia armónica, correspondiente al tritono ya mencionado, do-fa sostenido, asume una función capital en determinados momentos, que se enlazan paradigmáticamente. La relación se establece en la tercera escena del Acto I, con la llegada de la protagonista al castillo: il fait sombre dans les jardins, primera frase de Mélisande, corresponde con el establecimiento del tono de  Do mayor (las tinieblas), mientras la respuesta de Geneviève regardez de l’autre coté, vous avez la clarté de la mer  se apoya sobre una modulación a Fa sostenido mayor (la claridad). Pero la primera aparición de dicha tonalidad se había producido en la escena inicial, en el momento en que Golaud pregunta a Mélisande si no cierra nunca los ojos (je regarde vos yeux: vous ne fermez jamais les yeux?): la luz y la mirada de la mujer –y el deseo que provoca en el hombre- se simbolizan así conjunta e indisolublemente mediante dicha tonalidad, junto a su propio nombre dicho por ella misma más adelante, que es un arpegio descendente de Sol bemol (la escritura enarmónica de Fa sostenido). La correspondencia atraviesa toda la obra: la visita de Mélisande y Pelléas a la gruta de la tercera escena del Acto II se desarrolla en la tonalidad de Do (y su subdominante Fa mayor10), mientras a la súbita aparición de la luna corresponde la irrupción, lujuriosamente orquestada, del acorde de Fa sostenido (escrito enarmónicamente como quinta disminuida, Sol bemol): momento de la máxima importancia simbólica, por corresponder al descubrimiento de los tres indigentes refugiados en la caverna, imagen silenciosa de las parcas que anticipa la trágica conclusión de la obra. La impresionante transición entre las escenas segunda y tercera del Acto III, citada habitualmente como asombrosa muestra de maestría orquestal, es también un itinerario de Do a Fa sostenido, de la asfixiante oscuridad de los subterráneos visitados por Golaud y Pélleas a la explosión luminosa de la terraza que culmina con las palabras de este último ah, je respire enfin! La relación alcanza su cenit en la gran escena que corona el Acto IV: tras la declaración amorosa  casi susurrada sobre el silencio, el emocionante monólogo de Pelléas que se inicia con las palabras on dirait que ta voix a passé sur la mer au printemps, señala el establecimiento del tono de Fa sostenido mayor, para pasar a Do mayor con la declaración de la mujer je ne mens qu’à ton frère (¡la oscuridad!) y regresar nuevamente a Fa sostenido (como dominante de si mayor) en et maintenant je t’ai trouvée11. El episodio, de una intensidad lírica irresistible, sintetiza la metáfora central de toda la obra: Pelléas pide a Mélisande que venga con él a la oscuridad y ella se niega (viens ici, dans l’ombre du tilleul, dice él, laissez-moi dans la clarté, responde ella) pero, una vez formulada la declaración amorosa la situación se invierte: il fait trop noir sous cet arbre, viens dans la lumière, dice Pelléas y Mélisande responde ahora restons ici, je suis plus près de toi dans l’obscurité . La llegada final de Golaud se produce cuando los enamorados contemplan la inmensidad de sus propias sombras extendidas hasta los confines del jardín, se diría que hasta el límite mismo del espacio y del tiempo, luz y sombra del deseo y la muerte.

Cadencias e identidades

Je suis le prince Golaud, le petit-fils d’Arkel – Interlude (Golaud, Mélisande) · Orchestre Lamoureux, Jean Fournet, Michel Roux, Janine Micheau

El contraste entre estabilidad e inestabilidad tonal es un rico venero simbólico. Solamente existen dos cadencias perfectas en toda la obra: la que corresponde por parte de Golaud a la enfática declaración de su identidad en la escena inicial je suis le prince Golaud, le petit fils d’Arkel, le vieux roi d’Allemonde, que resuelve sobre el acorde de Si bemol, y la conclusión de la frase del propio Arkel en la escena sucesiva, tras la lectura de la carta: je ne me suis jamais mis en travers d’une destinée, que lo hace sobre Do sostenido mayor justamente con la mención del destino, con la crucial implicación simbólica implícita, toda vez que será ésa la tonalidad sobre la que se clausure la escena final, la de la muerte de Mélisande, transfigurada, doblemente luminosa, en ese Do sostenido mayor, dominante del Fa sostenido mayor asociado con la claridad, con el deseo y con su propia persona a lo largo de toda la obra. 

A este respecto es significativo considerar que  el arpegio perfecto (mayor o menor) se asocia a la idea de realeza o, cuando menos, a su enunciación nominal por parte de los propios personajes. Si el nombre de Arkel se modelaba musicalmente sobre una cadencia perfecta de dominante a tónica, el de Mélisande, en boca de ella misma en la escena inicial respondiendo a la pregunta de Golaud es, como ya se dijo, un arpegio descendente de Sol bemol. Geneviève, en su escena con Arkel pronunciará las palabras son fils, le petit Yniold  (su hijo, el pequeño Yniold), trazando un arpegio ascendente de Si mayor  (subdominante de Fa sostenido) y Arkel, al escuchar el tema que suena en la orquesta con la entrada de Pelléas, preguntará est-ce toi, Pélleas (¿eres tú, Pélleas?) sobre un arpegio ascendente de Do mayor, el tono de la oscuridad: detalle de asombrosa fineza por parte de Debussy, toda vez que Arkel es ciego12, o casi ciego. Incluso un personaje mencionado episódicamente, la Princesa Ursule cuya mano marchaba Golaud a pedir, se nombra mediante un arpegio descendente de La menor, único (aunque significativo) vestigio  de su existencia en toda la obra: La menor será la tonalidad implícita en el instante de la declaración amorosa del Acto IV.

La constatación nos lleva más lejos: cuando Golaud declara su propio nombre je suis le prince Golaud lo hace sobre un arpegio ascendente de quinta disminuida: la cadencia perfecta se articula sobre el nombre de Arkel y no sobre el suyo propio. En ese punto, en esa falta de plenitud diatónica, por así decir, se manifiesta la oscura huella de una herida que atraviesa al personaje, y que se pondrá luego en relación con la pérdida del anillo: su caída en el agua es un glissando descendente que cruza toda la tesitura del arpa que parte y finaliza sobre La sostenido, la escritura enarmónica de Si bemol, el tono asociado al nombre de Arkel. El anillo es, por lo tanto, el signo de la estirpe, y de ahí el terror que invade a Golaud: la música nos dice así mucho más que el libreto y que los propios personajes sobre sí mismos13. Si la quinta disminuída se asociaba con el misterio de Mélisande, su presencia en la enunciación del nombre de Golaud nos habla de una feminidad secreta y censurada, cuyo símbolo, ese anillo, circular, como la corona que Mélisande contempla en el fondo del agua, liga fatalmente a los dos personajes en una suerte de desdicha común contra la que nada podrá la intensidad del deseo por Pélleas. Mélisande se manifiesta así como una especie de modelo invertido de esa femme fatale que provoca la degradación y muerte de quien la ama: proceso que culmina también con la propia muerte de la protagonista.14

El inconsciente

Mary Garden interpretando a Melisande

Desde una perspectiva estrictamente sinfónica, Pelléas et Mélisande es una obra sin desarrollo, una sucesión de cuadros estáticos en los que se insertan mutaciones y transformaciones, un gabinete de estampas cuya exhibición provoca un estado de éxtasis e intemporalidad (según la afortunada expresión de Jean Barraqué)15. El propio Maeterlinck había calificado su obra como Théâtre inmobile: una yuxtaposición de instantáneas conectadas entre sí por lazos metafóricos (los leitmotive) que se transforman pero no se desarrollan, enlazados por interludios cuya densidad temática los convierte en verdaderas meditaciones sinfónicas. Pero hablar de leitmotive, con todas las restricciones que se quiera es, en Pelléas et Mélisande, hablar exclusivamente de la orquesta (con las aisladas excepciones antedichas), que suministra un material propio de gran riqueza que, como se dijo, jamás trasciende al plano vocal. Esa separación tajante de niveles confiere al conjunto instrumental una función simbólica que le es propia, y de la que procede quizá el mayor potencial fascinatorio de la obra. Al hacer planear a los personajes –su canto- sobre una textura que los acompaña pero que no les interfiere, que se realiza simultáneamente como color y como armonía, que diseña su entorno y que nos dá cuenta de sus pensamientos (e incluso de sus lapsus), la orquesta materializa algo que, forzando el sentido, podríamos definir como el inconsciente de la representación, el descentramiento enunciativo de su discurso con respecto al sujeto actante y su evidencia manifiesta para el espectador. Jacques Lacan ha insistido en que el inconsciente se estructura como un lenguaje, y ése es, exactamente, el papel que la orquesta juega en esta obra singular: como el mar se traga un barco, la orquesta sumerge la ópera de Debussy, y proyecta a sus personajes en la dirección de su destino ineluctable.16 Ni antes (ni después) esta separación entre el plano vocal y el instrumental ha sido llevada tan lejos: el desarrollo argumental inherente a la palabra se prolonga en el foso de la orquesta, literalmente por debajo de su propio nivel de acción sin inmiscuirse en él. Sonámbulos del destino, los personajes de Pelléas et Mélisande despliegan una trama cantada a la que únicamente su inmersión en la totalidad orquestal dotará de sentido. 

La línea de sombra

Esta idea es la médula de la construcción temática del texto: Pelléas et Mélisande es obra repleta de elementos temáticos17, unos pocos de los cuales atraviesan la integridad del texto, mientras que la inmensa mayoría son motivos de situación, decorados sonoros -por así decir- que crean el ambiente y la atmósfera de cada una de las escenas para desaparecer después sin dejar rastro, ya que la obra jamás retorna sobre sí misma. El motivo en semicorcheas que describe la fuente en la primera escena del Acto II no regresa cuando los protagonistas vuelven a encontrarse junto a ella en la conclusión del Acto IV: la situación ha cambiado -y además, es de noche- con lo que, musicalmente hablando, nos encontramos en un emplazamiento ficcional por entero diferente18. Toda vez que estos temas jamás alcanzan la escritura vocal, su potencial identificatorio (a manera de “tarjeta de visita”, según la jocosa expresión del propio Debussy a propósito del wagneriano Ring) resulta, cuando menos, problemático. El tema presentado en el compás 15 del preludio (que el propio Debussy identificó como el de Mélisande en una carta al crítico Edwin Evans19 en la que, no obstante, declara su voluntad de que los caracteres no estén sujetos a la esclavitud del leitmotiv), el que acompaña la entrada de Pélleas en la segunda escena tras la lectura de la carta o el que se escucha bajo el enunciado del nombre de Golaud en la cuerda grave (que constituye la sustancia del primer interludio y que regresa cuando Arkel le alude en su monólogo) son los tres elementos principales cuyas transformaciones vertebran –asociados o contrapuestos a los motivos de situación- el decurso de la obra. Pero ese motivo-arabesco relacionado después con la protagonista, se ve precedido por la persistencia de un tema profundamente enigmático que aparece tres veces alternando con el tema inicial de la obra, cada vez con una armonía y una orquestación diferente: un simple  movimiento de un tono sobre un ritmo oscilante entre la métrica binaria y la ternaria cuyo segundo compás se inicia con una célula con puntillo mucho más incisiva.

La mayor parte de la exégesis actual lo identifica con Golaud, pero el propio Maurice Emmanuel, con una nomenclatura mucho más penetrante (a la que nos hemos remitido en las líneas anteriores), lo había catalogado en su día como “Motivo del Destino” (designación más precisa que la empleada por Terrasson, que lo describe, con tanto poder evocativo como vaguedad, como “Motivo del enigma del hombre”20). Ese tema recorre todo el texto de una parte a otra, adoptando diferentes variantes cuyo sentido musical reside en privilegiar poco a poco el protagonismo de la célula con puntillo que inicia el segundo compás. Empero, el mayor interés del proceso temático se cifra en que las diversas derivaciones que de la idea inicial se van presentando (y que aparecen en los lugares más inesperados: por ejemplo, es la base del canto “instrumental” de los invisibles marineros en la  escena tercera del Acto I, lo que constituye una trágica y secreta declaración sobre su futuro inmediato), se hallan en casi todas las ocasiones subsumidos en el interior de la trama orquestal hasta el extremo de que tan sólo una escucha muy atenta por parte de un oído conocedor de la obra (o un examen detenido de la partitura) puede llegar a rescatarlas. Debussy, procediendo de un modo deliberadamente inverso al de  Wagner (con quien tan hondo débito tiene su obra, por otra parte), trabajando en negativo con respecto a Tristan, por así decir, ha disimulado cuidadosamente su presencia pero, pese a todo, está ahí, se integra en la textura, encubierto en las polirritmias o en las transparencias tímbricas y no deja de hacer sentir su huella más allá de su identificación: de acuerdo con el célebre enunciado de Freud, el destino es el deseo inconsciente, y el tratamiento del tema semeja una ilustración de tal principio. El motivo, que se diría aletargado durante escenas completas, efectúa su impetuosa aparición cuando ya es demasiado tarde para conjurarlo, cuando la catarata orquestal nos ha impuesto su presencia casi por sorpresa, de forma avasalladora (cual sucede en el interludio del Acto IV, previo a la escena amorosa), haciendo gravitar todo el peso de su pasado sobre sus irrupciones postreras. La tensión, como finalidad expresiva en primer grado, se rehuye como motor del discurso, que procede por una especie de enmascaramiento de su propio material, dificultando su reconocibilidad inmediata y abriendo así un importante campo connotativo. El proceso se corresponde con la sensación de incertidumbre que trasmite el contorno indeciso del motivo germinal, y con su paulatino asentamiento sobre la célula con puntillo, de carácter mucho más resuelto: pero ese proceso de desvelamiento y definición del tema hasta adquirir el perfil rotundo de sus últimas apariciones (con la muerte de Pelléas a manos de Golaud) es justamente el propio itinerario dramático de los protagonistas, incapaces de verbalizar  su amor hasta el instante mismo que linda con su muerte.

De esa presencia latente, a punto de revelarse en cualquier momento, procede la inconcreta sensación de amenaza que ocupa el vértice emotivo de la obra, esa línea de sombra que atraviesa la ópera entera provocando un terror difuso e indefinible, convirtiendo lo que podría ser un mero drama burgués en un genuino teatro de la crueldad y del dolor, como tan certeramente lo describiera André Schaeffner. Un terror consustancial a la enunciación musical –al Destino- de los personajes que inscriben así su peripecia desde lo más profundo de sí mismos: desde esa orquesta externa, excéntrica a su palabra en la que –trágica, paradójicamente- se esconde el secreto, impenetrable para ellos, de su propio misterio.

José Luis Téllez 

Wiener Philharmoniker -Director: Claudio Abbado -Solistas: Maria Ewing (Mélisande), Francois Le Roux (Pelléas), José van Dam (Golaud), Jean-Philippe Courtis (Arkel; Un Berger), Christa Ludwig (Geneviève), Patrizia Pace (Yniold), Rudolf Mazzola (Le Médecin) -Coro: Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor


  1. Debussy, la révolution subtile. Fayard, Paris, 1998
  2. Jeanne Raunay-Dumény (1863 o 69- 1942), en la temporada de 1903, ensayó el personaje siguiendo una propuesta de Albert Carré (director a la sazón de la Opéra-Comique), que no llegaría  a realizarse públicamente. Es interesante señalar que Debussy desaprobó su actuación, no por tratarse de una mujer travestida (con el posible cuestionamiento de verosimilitud), sino por razones expresivas: canta su parte como un viejo apasionado y asmático, fué el juicio del compositor (Citado por Heinrich Stobel: Claude Debussy, Atlantis Verlag, Zürich. 1943/1961. Hay traducción española –excelente- de Ramón Barce, Rialp, Madrid, 1966). Detalle pintoresco, Mme.Raunay había rechazado estrenar las Chansons de Bilitis por razones morales.
  3. En 1920, dieciocho años después de su enfrentamiento con Debussy (cuya injusticia acabaría reconociendo en 1925, en una carta a Henry Russel), Maeterlinck asistió por primera vez a una representación de Pelléas et Mélisande en el Metropolitan, protagonizada una vez más por Mary Garden, a quien escribe el 2 de abril las siguientes palabras: me juré no asistir jamás a una representación de este drama lírico, pero ayer violé mi promesa y ahora soy feliz: por primera vez comprendo mi propia obra. Edward Lockspeiser, que cita la carta en su biografía del compositor (Debussy, his life, his mind, McMillan, New Jersey, 1963), apostilla a continuación: Pelléas era, en realidad, un libreto de ópera en busca de compositor.
  4. Ildebrando Pizzetti fue el primero  en relacionar la declamación debussiana con la vocalidad de las óperas de Peri y Caccini, en ocasión del estreno de Pelléas et Mélisande  en la Scala por Toscanini, en 1908 (cantada en italiano en traducción de F. Testi).
  5. Excepción casi única: un segmento de medio compás que Mélisande canta ante Golaud al narrarle la pérdida del anillo, y que, perfecta recreación musical del acto fallido freudiano, había aparecido (un tono más bajo) en una frase de Pelléas en su primer encuentro con Mélisande en presencia de Geneviève.  Otro ejemplo, mucho más significativo, corresponde a la entrada de Pelléas en el comienzo de la citada última escena del Acto IV, cuando canta sus palabras c’est  le dernier soir sobre lo que, hasta allí, fuera el tema instrumental asociado a Mélisande a todo lo largo de la obra: al transgredir la retórica puesta en juego hasta entonces, en la que el plano vocal y el orquestal se hallaban rigurosamente separados, Pelléas dice realmente mucho más de lo que dice. 
  6. La grandiosa serie de pinturas elaboradas a partir de los nenúfares de la Oragerie parisina, que abarca hasta el final de la vida del artista, en 1926, se inició en 1909, apenas siete años después del tumultuoso estreno de la obra maestra debussiana. En las últimas piezas del conjunto la referencia a la realidad es casi inexistente, para configurar una densa elaboración matérica en la que solamente cuentan los asombrosos efectos de color logrados por transparencia.
  7. Armonía que, y como lúcidamente ha señalado René Leibowitz (Histoire de l’opéra, Buchet, Paris, 1957: hay traducción española, Taurus, Madrid, 1990) antes incluso de alzarse el telón cita el acorde de Tristan como uno de sus elementos sustanciales: en los compases 18 y 19, en los segundos violines (invertido y escrito enarmónicamente como acorde de La bemol menor con sexta añadida) e inmediatamente después, traspuesto medio tono alto, formando parte de la tercera armonización del Tema del Destino al superponerse con la forma desarrollada del Tema de Mélisande.
  8. Citado por François Lesure: Claude Debussy, Klinsieck, Paris, 1994.
  9. Según el testimonio de Mlle.Worms de Romilly, antigua alumna de piano y miembro del coro aficionado creado por Debussy en 1894,  le gustaba visitar los museos y las exposiciones de pintura y tenía una predilección particular por los paisajes del pintor escandinavo Frits Thaulov y por Claude Monet (Debussy, professeur, par une de ses élèves, en Cahiers Debussy, nº2, Paris, 1978).
  10. Premonitoriamente: fa mayor es el tono conclusivo del Acto IV, cuando Golaud ha puesto fin a la vida de Pelléas.
  11. En esta segunda ocasión, la nota Si es, a su vez, la dominante del Mi que se escucha en los bajos simultáneamente con el acorde de Fa sostenido. Pero esa misma nota funciona en la misma escena como sensible de Do mayor, la otra tonalidad implicada: más que una politonalidad, cabría hablar de una especie de transparencia de un campo armónico que se trasluce bajo el otro. La síntesis entre las tonalidades opuestas en la obra es un acorde de undécima mayor: armonía potencialmente politonal (y polimodal, en el caso de la undécima menor), y que es algo así como la idea-fuerza de la escritura de toda la ópera: acorde de Si mayor sobre la triada de Do mayor, sugiriendo dos tonalidades cuya única nota común implicaría una polimodamidad: Re sostenido (tercera mayor de Si) = Mi bemol (tercera menor de Do).
  12. No puede dejar de señalarse a este respecto que el momento en que Golaud descubre a Mélisande junto al agua (Qu’y a-t’il au bordde l’eau?: Une petite fille qui pleure au bord de l’eau!) la tonalidad básica es la de Do mayor, significada de modo alusivo a través de su dominante. Literalmete: Golaud vé a Mélisande sin verla.
  13. Sabemos que Golaud y Pelléas son hermanos solamente de madre, y que el padre de éste es el Rey enfermo que no aparece en escena, pero nada se nos dice sobre el de aquél. Dado que la presencia de la nota Si bemol acredita su pertenencia formal a la línea dinástica, el terror que manifiesta bien puede interpretarse como el síntoma de una secreta e inconfesable ilegitimidad. 
  14. La idea ha sido brillantemente desarrollada por Carmen Torreblanca en su ensayo ¿Mélisande, mujer fatal? publicado en el nº 163 (abril 2002) de la revista Scherzo.
  15. En la entrevista con María Bayo publicada en el mismo número de Scherzo citado en la nota nº 14, la eminente soprano pone el acento sobre esa misma inmovilidad, destacando la coincidencia temporal en las doce del mediodía (elección notable para una obra tan lunar) que penetra toda la trama argumental.
  16. Susan Lee Fogel: Les inventios orchestrales. L’Avant-scène nº9, Pellèas et Mélisande, marzo-abril 1977.
  17. Maurice Emmanuel, en su ensayo pionero de 1926, identifica y nombra cerca de  cuarenta temas, aunque él mismo señala que Debussy era profundamente refractario a esa índole de inventario pseudo-wagneriano.
  18. Sí se escucha, en cambio, un breve vestigio en el momento en que Mélisande afirma ante Golaud haber perdido el anillo en la caverna en lugar de la fuente: la alusión al motivo de semicorcheas es una pertinente  representación de la mentira.
  19. F.Lesure. Cl.Debussy: Correspondence 1884-1918. Hermann, Paris, 1993. 
  20. René Terrasson: Pelléas et Mélisande ou l’initiation, Minkoff, Paris, 1982.