Del origen de la música absoluta
“…Venice, inspiratrice éternelle de nos apaisements”
Philippe de Commynes afirmaba en 1495 que Venecia era la ciudad donde el servicio divino se celebraba del modo más solemne y suntuoso de todo el orbe. Cinco años antes se había añadido un segundo órgano al ya existente en una de las dos tribunas enfrentadas de San Marco (todavía un tercero se instaló en 1586) lo que, a la vuelta del siglo, posibilitaría el desarrollo de los cori spezzati: el problema de la extremada reverberación de la iglesia sería aprovechado por Adrian Willaert y sus sucesores para desplegar una escritura homofónica y antifonal que aprovechaba esa característica como elemento compositivo. Una acústica problemática se transformaba así en cualidad estética: la necesidad se manifestaba como virtud. Cinco siglos más tarde, Strawinsky tomaría buena nota de ello a la hora de componer Canticum Sacrum, una de sus obras tardías más sobrecogedoras, escrita justamente para estrenarse en la basílica de esa fascinadora città d’acque (como la denomina Salvatore Sciarrino en el título de uno de sus más célebres textos pianísticos) en que la música instrumental habría de iniciar su independencia.
Cuatro años más tarde de la inauguración del segundo órgano, uno de los integrantes de los pifferi del Doge había enviado a Francesco Gonzaga una carta describiendo los arreglos instrumentales de los motetes. La música litúrgica iniciaba así el camino hacia su emancipación: lo doctrinal comenzaba a transformarse en abstracción sonora. Pero la realidad es que todo ello fue posible porque la Republica adriática se había mantenido al margen de la contrarreforma: en los años de los Gabrielli, los jóvenes luteranos alemanes y daneses (los ultramontani, como eran comúnmente denominados) viajaban a Venecia para perfeccionar su educación musical. Ya en 1568, Girolamo dalla Casa, Capo dei Concerti de San Marco, contaba con un grupo instrumental que comprendía sacabuches, cornetti, fagotes, salmoé, cornamusas y trompetas que ofrecía conciertos públicos al pomeriggio (es probable que la idea hubiese partido de Zarlino, nombrado maestro di capella tres años atrás): la exclusividad de instrumentos de viento se justificaba por razones acústicas, ya que el recital se efectuaba en la Plaza de San Marco all’aria aperta. Los pifferi del Doge, por su parte, ya aparecían nítidamente representados en el segundo término de la parte derecha de la famosa Processione in Piazza San Marco, el famoso cuadro pintado por Gentile Bellini en 1496 que hoy se encuentra en la Galería de la Academia. Pueden distinguirse cuatro sacabuches, trompetas largas (trombe dalmate) y, al menos, tres cornetti.
El grupo instrumental ampliado por Dalla Casa continuó con su sucesor, Giovanni Bassano, extendiéndose nuevamente hasta dieciséis miembros. Con Francesco Bonfanti adquirió una forma más equilibrada: comenzaron a aparecer los instrumentos de cuerda en pié de igualdad con maderas y metales, y hacia mediados del S.XVII ya contaba con 34 miembros, de los que 28 eran cuerdas. Su participación en el ceremonial religioso subrayaba ciertos momentos de especial significado mítico y doctrinal: el instante de la elevación era subrayado por un solo de violín acompañado por el continuo y las restantes cuerdas (el cantabile del movimiento central en el futuro concerto barroco se viene de inmediato a la memoria) que, por razones estrictamente simbólicas, debía estar en compás ternario. La abstracción musical había tomado el protagonismo asumiendo un contenido metafórico cuyas consecuencias descriptivistas habrían de prolongarse mucho tiempo después, coronando un itinerario que se había iniciado con las Canzone y Sonate compuestas por Giovanni Gabrielli y publicadas en el considerable volumen misceláneo titulado Sacrae Symphoniae en 1597. La orquesta debía intervenir obligadamente tras la lectura de la epístola y, ya en los primeros años del S.XVII, también en el ofertorio. La música absoluta, la música capaz de sustentarse en sí misma, en sus estrictas relaciones sintácticas al margen de la palabra, comenzaba a tomar el protagonismo, haciéndolo, justamente, en los episodios más trascendentales del ceremonial religioso: como si la palabra reconociese su incapacidad para expresar lo inefable.
Pero nada de todo ello hubiera sido posible sin una base de rebeldía: En 1605, Pablo V excomulgaba a La Serenissima por negarse a aceptar las directrices musicales del Concilio de Trento: la fulminante respuesta del Dux Leonardo Donà fue expulsar al nuncio pontificio (con el apoyo de Francia, Baviera y otros estados), con lo que il Papa Borghese se vió obligado a claudicar, levantando vergonzantemente la excomunión poco más de un año después de haberla proclamado. El triunfo sobre el papado consagró el carácter cosmopolita de la ciudad, y su marginalidad dogmática con respecto a los Estados Pontificios posibilitó que la música abstracta, la música puramente instrumental, se desarrollara allí antes que en cualquier otro lugar de Europa con una amplitud y una pujanza inigualables: quizá la enseñanza política (pero también moral) del episodio sea que el verdadero enriquecimiento artístico debiera levantarse de modo inexcusable sobre una cierta base de insubordinación.
Jose Luis Téllez (julio 2019)