Cuento de invierno

El protagonista de La Bohème es el frío: gelidez de las flautas y el arpa descendiendo, como de puntillas, una escala en quintas paralelas al comienzo del tercer acto. Quintas paralelas (tan duramente criticadas por Pedrell en ocasión del estreno barcelo­nés) que, en su sonori­dad hueca y en la liviandad de su instru­mentación, evocan una imagen quebradiza, de hielo y de escarcha. La tonalidad de esa laceran­te escena en la Barrière d’Enfer, re menor, es la relativa de fa mayor, la misma del arranque de los actos restantes: arquitectura armónica concéntri­ca sobre una tonalidad principal, estructura sinfónica de una ópera en cuatro actos con un scherzo en segundo lugar y un adagio en tercero, encuadrados por otros dos actos de funciones opuestas: dos movimientos, podríamos decir, de idéntico diseño (allegroadagio),  el primero de los cuales es expositi­vo (todo el material de la obra está en las tres primeras escenas y, apurando mucho, casi cabría afirmar que deriva exclusiva­mente de los 38 compases de la introducción instrumen­tal) y el último, perfecta­mente recapitulatorio. Todos los actos arrancan sobre la misma clave (un bemol) que en tres de ellos corresponde a fa mayor y en el tercero, a re menor, pero las conclusiones de cada uno difieren (dentro, eso sí, de una órbita armónica única): FaDo (tónica-dominan­te) es el itinerario del primero, FaSi bemol (tónica-subdominan­te), del segundo, Re menorSi bemol (relativo-subdominante), del tercero y FaMi (tónica-sensible) la inespera­da y anticonvencional conclusión del último. Descenso final correlativo del ascenso (de tónica a quinto grado) que configura­ba el primer acto: la función de ese mi mayor (y, más precisamen­te, de su dominante, el fatídico si natural que representa algo así como la Señal del Destino) viene justificada por razones metafóri­cos. La Bohème es un verdadero drama musical: y no tanto porque se desarrolle mediante un juego de motivos conducto­res asociados a personajes y a situaciones como por el hecho de que el motor de toda su estructura es la expresión de una idea poética precisa: la naturaleza efímera de la felicidad.

Así, la conclusión de la ópera (la sinfonía dramática) se desploma medio tono más abajo de su comienzo, porque la historia que se narra es la de una degradación inexorable. De modo implícito, como un secreto epítome anticipatorio, fué justamente éso lo primero que de la obra se había escuchado: un atropellado descenso por semitonos, solfa sosteni­dofa natural. Sin saberlo, los personajes conviven con su aniquilación y lo que toman por tumultuoso y desenfadado júbilo no es sino la cripto­grafía de su fracaso, la imagen jeroglífica a partir de la cual se describen y presentan ante nuestra mirada sin sospechar que acuñan ya la definiti­va desdicha de sus facciones futuras. Marcello, Schau­nard, Colline y Rodolfo intentan combatir el frío del mísero sotabanco que habitan: y no saben que es al Destino a quien se enfrentan, y que ésa es una partida de la que no se sale victorioso.

Sucede pues que esta ópera, que suele ofrecerse como quintaesencia del melodrama, es en realidad (como todo buen melodrama), una genuina tragedia que desdeña confesar su nombre. Puccini colabora a esa ilusión deliberadamente: la esencia de lo que llamamos relato melodramá­tico es el regreso de ciertos elementos narrativos que en la fase expositiva aparecen cargados de una poderosa impregna­ción simbólica y que, al retornar en la fase recapitulatoria, subrayan los cambios acarreados por el desarrollo del drama, invistiéndose como significan­tes doloridos de la pérdida, la herida, la catástrofe: la reaparición fragmen­taria al fin del cuarto acto, con el patético regreso de Mimi, de las melodías que sirvieron de base para su encuentro con Rodolfo en el primero tiene exactamente esa función: Puccini llega al extremo de recuperarlas incluso en sus mismas tonalida­des iniciales –re mayor, la bemol mayor– como campos armónicos básicos para preparar la conclusión. Pero, muy sutilmente, transformará después sus funciones enunciati­vas: cuando Mimi vuelve a cantar la frase il perché, non so, dibujando idéntica caída de dominante a tónica, lo hace descansando sobre la bemol mayor, la dominante del tono de Rodolfo, mientras que en la versión inicial lo hacía sobre la dominante (la mayor) del suyo propio, re mayor. La entrada de Mimi en la órbita armónica de Rodolfo es el anuncio de su muerte: en La Bohème (como en casi todas las grandes óperas, de Mozart a Strauss) las tonalidades juegan una función simbólica, llegándose aquí hasta el extremo de que los hombres y las mujeres habitan espacios tonales heterogéneos y excluyen­tes.

Puccini y Toscanini en 1910

Así, fa mayor, el tono principal de la obra, se presenta ligado, de una parte, a la aparente alegría de la vida bohemia y, de otra, a la inhóspita frialdad de la man­sarda en que los persona­jes malviven en la esperanza de una gloria ensoñada que sabemos inalcanzable. Tono definido por una clave con un bemol: las tonalida­des de ese grupo (si bemol mayor, re bemol mayor, sol bemol mayor…) que aparecen a lo largo de la obra pertenecen a los personajes masculinos y a sus esperanzas ilusorias (nei cieli bigi, con que Rodolfo ingresa en escena, está en si bemol, che gelida manina comienza en re bemol y acaba en la bemol…). Por contra, las tonalidades definidas mediante sostenidos (re mayor, la mayor, mi mayor…) están asociadas a las figuras femeninas (si, mi chiamamo Mimi, tarjeta de visita de la protagonista femenina, está en re). Pero también están asociadas a algo más: la miseria, la enfermedad y la muerte (y, en cierto sentido, también a la lucidez). Mi mayor es el tono del voluptuoso vals entonado por Musetta en el acto segundo (su autorretrato musical, cabría decir), pero también aquél en que el casero, a poco del arranque de la obra, entra en escena para reclamar el pago del alquiler (que el episodio se solvente de un modo chusco no hará prescribir la deuda): mi mayor se asocia así al dinero, a la desdicha de no tenerlo y a la necesidad de mercanti­lizar el propio cuerpo en ausencia de cualquier otra riqueza. Tonalidad que amenaza a quienes, de uno u otro modo y como suele decirse, viven de la trampa. Viven, y también mueren: la obra, como ya se dijo, concluirá justamente en esa tonalidad tras la agonía de su protagonista. Puc­cini, sin otros recursos que los estricta­mente derivados de la técnica musical más elemental, afirma que Mimi fallece de una enfermedad contraída a consecuen­cia de la estrechez y las privaciones, simbolizadas aquí por la tonalidad de mi mayor. Cuando, ya cerca del final, Mimi repose y parezca dormida, un acorde de la dominante de ese tono, si natural (en su modalidad menor), acorde presentado súbitamente en las maderas, nos permite compren­der antes que los personajes que su vida se ha extinguido. El acorde, de ese tono que más arriba calificábamos como fatídico, se inscribe de modo inesperado: los violines habían dejado flotar un mi bemol, último rastro de un la bemol mayor perteneciente al regreso de la frase al buio non si trova, entonada por Rodolfo en el acto primero y que ahora señala la pérdida irreparable, no de la llave que abriese otrora la puerta de un amor tan intenso como fugaz, sino la del propio objeto de ese amor. Un amor que, al término de la peripecia, se revela como infinitamente frágil y quebradi­zo, como ese hielo que rodea el avatar minúsculo de los habitantes del drama y cuya grandeza se agiganta por la forma monumental con que se ha esculpido en la música de sus destinos.

Pero en la articulación profunda de esa música hay todavía algo más que añadir. La misma relación existente entre las dos tonalidades que trazan las grandes articulaciones de la obra, fa mayor y re menor (las del inicio de los actos primero, segundo y cuarto, de una parte, y tercero de otra: relación de los llamados tonos relativos), es la sustentada igualmente por las de re mayor (el tono de Mimi) y si menor (el del acorde que nos anuncia su muerte), aspectos inseparables y complementarios de un mismo ámbito armónico. Literalmente: Mimi entra en escena herida ya de muerte, una muerte que es consecuencia directa de la pobreza. Pobreza que, en el mundo humilde del melodrama, es el exacto equivalente del Destino en la altivez aristocrática de la tragedia: por su naturaleza infranqueable y fatal. Y es la música, exclusiva­men­te, quien articula semejante aserto.

El Café Momus en 1853

Todavía cabe señalar una sutileza aún más refinada en la configura­ción de esa música. Más arriba se dijo que hombres (tonalidades con bemoles) y mujeres (tonalidades con sostenidos) se expresan en campos armónicos independientes: pero existe un lugar de tangencia. Casi al final, Colline canta su vecchia zimarra en do sostenido menor, y ese tono mantiene con el de mi mayor (el de Musetta, el del dinero, el de la conclusión de la ópera…) idéntica relación a la señalada para la de Mimi (re mayor) y el acorde que actúa como su heraldo fúnebre (si menor): son tonos relativos. Una vez más, la música se ha anticipado al texto, y antes de que Colline salga de escena sabemos ya que su generosi­dad será inútil. Pero las relaciones implícitas entre ambos campos tonales admite todavía otra reflexión: do sostenido es la forma enarmónica de escribir re bemol. Y re bemol era la fundamental del tono en que Rodolfo había cantado che gelida manina: la frialdad de la mano de Mimi, advertida y glosada por su futuro amante, prefiguraba ya el último desposei­miento, la pignoración de la postrer pertenencia. La pobreza (tonalida­des con sostenidos) y el frío (tonalidades con bemoles) se dan la mano así como expresión del único territorio común para unos y otros habitantes del drama.

Por eso La Bohème, bajo su ropaje humilde y sentimental de melodrama pequeñoburgués, esconde, en la amplitud de su concep­ción sinfónica y la riqueza de las relaciones textuales que establece entre sus dispositivos musicales y simbólicos, la grandeza de una genuina tragedia clásica en la que cabe interli­near una proyección alegórica inmedia­ta. Esa Mimi que entra en escena aureolada por el mórbido (y romántico) atractivo que le presta la brevedad de su destino es la metáfora del más fugaz, idealizado e inasible de todos los tiempos: la juventud. Ésa es la tragedia que La Bohème escenifi­ca: y lo que más hondamente nos conmueve de sus personajes es comprender que ni Marcello será jamás un gran pintor, ni a Rodolfo le cumplirá tal vez mejor futuro que el de ser funcionario en una ciudad de provincias y recordar, con ese dolor hondo y lejano que encubre el naufragio de todas las fantasías juveniles, a una mujer que amó y perdió, como una ya inalcanzable primavera. Frío de la madurez  inscrito en la comodidad de la vida burguesa: frío de la soledad, de la conciencia -como siempre, demasiado tardía- de que la vida ha escapado sin posibili­dad alguna de retenerla bajo el torbelli­no de sus representacio­nes.     

José Luis Téllez