Contrahacer lo sagrado

En Madregilda siempre es de noche: metáfora plausible de un tiempo —los años iniciales del franquismo— que sólo cabría recordar como pesadilla, como irrealidad ominosa y ensoñada, antes que asumir el horror de su realidad histórica. La oscuridad y la basura, el baldío suburbial y el callejeo fantasmagórico de los detritus urbanos encaramados a un carro cuyo rodar sobre el adoquinado tiene también algo de cortejo fúnebre —de hecho, en dos momentos diferentes del discurso, tanto el niño Manuel como su madre Angeles serán arrojados al muladar como si de cadáveres se tratase— actúan como heraldos de una fabulación en que los personajes históricos y los ficticios aparecen descritos con idéntica artificiosidad, protagonistas de un relato cuyas líneas argumentales divergen y convergen sobre una misma inverosimilitud tanto más verosímil cuanto más ilusoria: lo irreal es el propio tiempo de referencia, el espanto de una realidad en que el crimen era uno de los soportes del nuevo estado, ese estado en el que, según afirma la letra del himno falangista, empezaba a amanecer: un amanecer aterido, gélido, contemplado desde un tren en marcha en el plano conclusivo, ese plano sin un punto de vista definido (pero esa opacidad de la mirada narrativa es la carcaterística medular del texto) que pone fin al sinfín del espanto que le antecede, imagen misma de la muerte en que Cuatroojos, el maquinista, oficia de Caronte en su locomotora espectral —haciendo sonar el silbato para encubrir su propio llanto por la presumible muerte del niño, verosímilmente ultimado por disparos de la Guardia Civil a consecuencia de sus actividades como contrabandista— y que, pese a todo, contuvo los únicos momentos liberadores de un devenir posible: el incesto primordial que se articula a través de la imagen fílmica, esa imagen de la memorable cinta de Charles Vidor que se inscribe en el título de la de Regueiro, cuyo anuncio mural, la imagen esplendorosa de Rita Hayworth (pero no Rita Hayworth, sino Barbara Auer, la actriz que encarna a Angeles, la madre del niño protagonista: cine que se representa a sí mismo, equívoco crucial en la economía significante del relato), es desfigurado por la pintura roja que un grupo de falangistas arrojan sobre ella y que constituye —por repetido: recuérdese su retorno todavía reciente frente a la proyección de Je vous salue, Marie, el film de Jan-Luc Godard a mediados de los ochenta, cuatro décadas  después del tiempo evocado en el de Regueiro— uno de los episodios más sonrojantes, pero también más reveladores, de la pequeña historia de la exhibición cinematográfica española. El ayer y el hoy se identifican y se anegan uno en el otro, como lo hacen la imagen de la madre y la de la actriz, que cobra doble e incontrovertible realidad en tanto que proyección subjetiva (o delirante) de un deseo que unifica tanto al padre como al hijo, a la vez en la pantalla y en la realidad quimérica de esa mujer que surgirá de las profundidades del subsuelo ya bien avanzado el relato tan sólo para hacer posibles las palabras augurales que Sóflocles enunciase por boca de Yocasta: muchos son los hombres que, en sueños, yacieron con sus madres. Y que mataron a su propio padre, cabría añadir: la bala que acaba con la vida del Generalísimo ficcional, esa bala entrevista al comienzo del film en la mano de Hauma, será disparada por Longinos, que asume de tal modo el papel de sí mismo y de su propio hijo, pero también el del hijo que Franco —que le llama de tal modo a lo largo del film— jamás tuvo: en la desolación de esa mirada que el dictador dirige a su asesino tras recibir el disparo, cabe también recordar el Tu quoque, fili mi? que, según la tradición, Julio Cesar dirige a su protegido Marco Bruto en ocasión similar y que Shakespeare recoge en su tragedia. Doble mitología universal: la puesta en escena de Parsifal para el Festspielhaus de Bayreuth dirigida por Stefan Herheim en 2008 circula exactamente por  la misma trocha que el film de Regeiro y contiene una escena no incluida en la partitura (correspondiente a los últimos compases del del preludio, en que un Parsifal niño se revuelca voluptuosamente abrazado a su madre —muerta/dormida/resucitada— sobre una cama que ocupa el centro del escenario) en una confluencia tanto más reveladora y significativa cuanto que ignorada por sus respectivos artífices: los sueños carecen de fronteras.

El director de cine y guionista Francisco Regueiro (Valladolid, 1934)

Madregilda se aproxima ahí, tal vez sin sin pretenderlo, a ciertas formulaciones fílmicas de H.J. Syberberg, W.Schröter, D.Schmidt o Carmelo Bene: los referentes difieren, pero algo de ese tiempo histórico en que el kitsch traza una señal estética que trasciende las realidades concretas para proyectarlas en un orbe simbólico común, en que el fascismo es la realidad profunda de cierto tipo de trivialidad institucional, de vulgaridad oficiosa, de mal gusto glorificado, fluye de un universo al otro: tal sucede con esa Virgen Macarena de yeso que miente las facciones de la mujer amada y perdida, violada y asesinada, esa mujer más emblema que verdadero personaje, que es a la vez víctima y verdugo, castidad y depravación, madre y hembra, y cuyo significante sólo puede articularse en el delirio (Longinos hablándole a la imagen) o en la catártica y platónica caverna cinematográfica (el niño Manuel conversando con ella durante la proyección de Gilda en un cine de barriada). El esplendor fascista no tiene, en esta España evocada aquí través de la oscuridad lóbrega y amenazante de un Madrid onírico e irreal que invade hasta el último rincón del sintagma, otro rostro sino el de la putrefacción y la miseria: esa partida de cartas nocturna, clandestina, encubierta como si de un acto pecaminoso se tratase, cuyo élan metafórico se prolonga más tarde en la escena en que un pesebre navideño es, en la proyección fantasmática de su dueño (el propio Franco), teatro de operaciones de un triunfo militar troquelado en fracaso secreto e inconfesable: el Signo (el pecado) se revela, a la postre, como cartografía de su opuesto, de su negación misma (cabría recordar a Pascal: el hombre será más derrotado en la victoria que en la derrota). Vivencia del fracaso, por cierto, bien presente en ciertos films más o menos coetáneos con la época en que Madregilda se desarrolla (Los últimos de Filipinas, El santuario no se rinde, Murió hace quince años…).

Interior de la chatarrería de Longinos con la araña al fondo

Añadamos a todo ello la compleja red de referentes encadenados: Longinos (padre de Manolito) mata a Franco, que es designado como “El Niño” en la criptografía secreta castrense (lo que, a su vez, remite al imaginario del propio Franco ficcional: en una secuencia posterior se descubre que El Niño es la marca de una leche condensada que el padre de Franco consume con fruición, para consternación de éste: obvia contrafigura anticipada de la leche materna que Manolito beberá del pecho de Angeles sobre la cama de la mancebía en que la mujer reposa): pero Manolito ha sido extraído del vientre de su madre asesinada por su esposo —el propio Longinos, que la creerá muerta— al conocer que ésta ha sido múltiplemente violada por todo un batallón por orden de Franco para otorgar satisfacción y entusiasmo a los contendientes antes de la batalla de Brunete (la cicatriz será posteriormente mostrada por la mujer al propio Longinos cuando éste la descubra sobre el altar ante los restos de la imagen de la Virgen destruida, en un plano de singular obscenidad enunciativa). Literalmente: Manolito, como el Macduff shakespeariano, no nació de mujer, sino que fue prematuramente arrancado de las entrañas de su madre (Macduff was from his mother’s womb untimely ripp’d[1]) y su destino último será vencer al monarca traidor y criminal. La dialéctica entre padre e hijo alcanza aquí su punto culminante: Longinos mata a Franco como Manolito (su generación: la de los nacidos en los años cuarenta) tendría la  misión de acabar con lo que su propio padre representa: es en este punto donde el film de Regueiro cristaliza su genuina componente política, interpelando al espectador acerca de su responsabilidad histórica (bien lejana, por cierto, de haberse consumado incluso en los días presentes).  Resulta revelador, en tal sentido, el cambio de tono en la segunda arenga que Longinos dirige a sus hombres, operarios del basurero, ya vestido de chaqué civil en los preparativos de su (segunda) boda con Angeles: ahora se afirma que el ejército es un conjunto de funcionarios al servicio del pueblo trabajador, tranquilizador aserto que no modifica un ápice las leoninas condiciones de trabajo de los soldados. Literalmente: el antiguo coronel fascista es ahora un digno empleado público preocupado por el bien común. Más claro: los franquistas de antaño repartiendo ahora (es decir: en 1993, fecha de estreno del film) los pertinentes salvoconductos democráticos.

No obstante, y más allá de su obvia apariencia narrativa y de las lecturas políticas inmediatas que pudieran establecerse (la paulatina transformación de la apariencia del Régimen del 18 de julio de cara a su posible aceptación internacional, como sostiene brillantemente Sonia García López[2]), Madregilda es un subyugante poema fílmico que se desarrolla en la verticalidad de la metáfora a despecho de la horizontalidad metonímica en que aquélla afirma exponerse: todo su discurrir se desdobla, reflejándose sobre sí en cada una de sus secuencias para invadir campos semánticos dispares de forma sistemática: tal sucede, por ejemplo, con la hetaira llamada Esmeraldita, asesinada por su hombre en el burdel regentado por la abuela de Manolito y con Angeles, la madre de éste, muerta a manos de su propio padre. Duplicidad básica en la configuración argumental: la existencia de un doble del Generalísimo que le suplanta tras el atentado que se narra en el film, un sosias destinado a aparecer en los noticiarios cinematográficos y que, cerca ya de la conclusión de Madregilda, reaparecerá condecorando a la organizadora del asesinato. Mientras tanto, el (¿verdadero?) Franco hablará con su padre igualmente difunto, al que, cuando éste le pregunte cómo pronunciará el discurso de fin de año si está muerto, responderá Nunca se sabe: ya me las arreglaré. Pervivencia de Franco después de Franco, desolado comentario acerca de la, así llamada, Transición, y su función de amnesia institucional, consentida e inevitable.

Pero el ejemplo privilegiado de esa multiplicación del sentido lo suministra la partida de mus, distribuída a lo largo de la narración hasta convertirse en su verdadera, e intermitente, columna vertebral. Se sabe que el juego se desarrolla en el café regentado por el saharaui Hauma (clara alusión a la Guardia Mora franquista) y que en ella participan, además de Franco y Miguelito (una evidente réplica de Millán Astray), otros dos personajes que materializan la alianza del franquismo con la iglesia católica: un cura lujurioso y alcohólico al que llaman Huevines (padre de numerosos hijos habidos con una sedicente sobrina, a quien el niño Manuel vende preservativos de estraperlo) y Longinos, padre a su vez de Manuel y asistente del Caudillo, que regenta la ya citada planta de tratamiento de la basura presidida por un gigantesco emblema falangista cuya tétrica imagen tiene algo de maléfico, casi infernal. Las figuras históricas comparten espacio enunciativo con los personajes de ficción, pero todos ellos aparecen tratados según una forma de fantasía argumental de libre invención (como sucede, por ejemplo, en Mozart y Salieri de Pushkin). Lo que resulta revelador de la partida de cartas es su fechado y su periodicidad: el primer viernes de cada mes. Es bien sabido que, en la mitología católica, la devoción de los nueve primeros viernes fue instituida a partir de una revelación presuntamente recibida en éxtasis místico por santa Margarita María de Alacoque en junio de 1765: el Corazón de Jesús le prometió que aquél que comulgase nueve primeros viernes de mes consecutivos no moriría en pecado. La referencia fílmica dista de ser un sarcasmo: la santa francesa recibió, de acuerdo con su relato, una gracia singular, la de encontrarse periódicamente estigmatizada con la herida del costado de Jesús. Y sucede que Longinos, que disparará más tarde la bala letal (asumiendo el papel que teóricamente correspondería a Angeles que, según los servicios secretos, no murió, sino que ha vuelto a España clandestinamente para atentar contra Franco), tiene por nombre el mismo del legionario romano que, según la tradición, asestó la lanzada mortal en el costado a Jesucristo en la cruz (recordemos de paso que la Lanza de Anfortas es el Objeto Perdido de Parsifal). Los diversos relatos míticos se entrecruzan y sobreponen y la cinta alcanza así una complejidad y una indeterminación temporal tanto más acusada cuanto más precisa pretende ser su cronología: por boca de diversos personajes sabemos que se han jugado, precisamente, noventa partidas (diez veces nueve: lo que permitiría fechar la historia a mediados de 1946, suponiendo que el ritual se inciase inmediatamente después de la victoria rebelde): mito, historia y liturgia se anegan una en otra a través de una intemporalidad que en el monto preciso de su inventario se proyecta en un ámbito ajeno al almanaque.

El carácter de ritual propiciatorio del juego revelará más tarde su rostro decisivo: Franco, haciendo honor a su ancestro gallego, prende una queimada a la que arroja una, según su propia expresión, cagarruta aportada por Hauma, que la ha comprado, a su vez, a Manolito: pero no se trata exactamente de tal cosa. El arranque del film nos había mostrado a un escarabajo pelotero formando su bola de excremento y hojarasca en el descampado vecino al costado sur de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande y que será cuidadosamente guardado por el niño en una cajita junto con el minúsculo fruto del esfuerzo del coleóptero. Esa bola será luego la arrojada por Franco al fuego (¿purificador?) de la queimada. La partida de mus a la que este ritual pone fin cobra de este modo un nuevo significado, claramente iniciático. La bola es, para el escarabajo, alimento (diríamos: el pan) de sus futuras larvas y el licor ardiente es una prolongación espirituosa del vino primordial: pero es que Longinos, en su primera arenga, y glosando el contenido en calcio de un hueso encontrado entre los detritus afirmará de modo tan grotesco como patético: los huesos tienen calcio y la patria necesita calcio: lo que la patria caga, a la patria vuelve. Mierda como alimento: la ceremonia adquiere así un sentido eucarístico, que transfigura el juego en ritual expiatorio: y no es solamente un broche escatológico el que Millán Astray defeque involuntariamente en sus propios calzones poniendo fin a la partida, materializando de la forma más brutalmente gráfica una metáfora liberadora: el legionario, múltiplemente castrado (manco de un brazo, tuerto, rostro circuncidado por una cicatriz que lo cruza desde la raíz del cabello), encarna la imagen de la culpa en tanto que instancia excrementicia, putrefacción de la que todos desean liberarse (añadamos, de paso, que la mutilación es un significativo leitmotiv de la cinta: Hauma es ciego y manco de un brazo y el dueño del perro sabio llamado “Liendre” es un tullido carente de ambas piernas al que Hauma moteja repetidamente de “rojo de mierda”: el franquismo representa de este modo una suerte de mutilación universal a la que ni siquiera sus vencedores han conseguido hurtarse).

La partida de cartas se configura así como un ritual secreto, una especie de confesión reparadora, como lo será la posterior confidencia del Caudillo a Longinos en un espacio anexo al del Belén que finge una suerte de logia masónica particular en el contracampo fílmico: suele afirmarse que Franco quiso ser admitido en esta fraternidad sin alcanzarlo, como, de acuerdo con su propio relato en esta escena, tampoco logró el triunfo de Brunete, conseguido por el arrojo de la mujer a la que se creyó muerta, pero que fue condecorada por su temeridad y que, ahora, emerge de las alcantarillas con la misión de reinscribirse como victimaria tras haber sido víctima (pero será su propio asesino quien lleve a término el atentado, cerrando de tal modo el ciclo pérdida/recuperación del honor). En esta secuencia crucial del film, Franco aparece como una figura ridícula de vocecilla meliflua y comportamiento infantil, pero sin que su responsabilidad criminal sea en ningún momento diluída: él mismo recuerda a Longinos la suerte corrida por determinados mílites de tropa —el legionario que no quiso saludar a la bandera, el que despreció el rancho por su mal estado…— fusilados ante la compañía para que sirviesen de escarmiento. Pero también: un personaje risible y pueril que cambia cromos con su asistente en un excusado, que cuenta chistes sobre sí mismo tratando de alejar con ello el fantasma de su propia impotencia, débil y cohibido ante su padre: y no es poco significativo que este personaje esté confiado a Fernando Rey, Felipe el Hermoso en Locura de Amor, la memorable cinta de Juan de Orduña (pero también Don Lope en Tristana, la no menos memorable de Luis Buñuel). En el imaginario del dictador, la figura paterna se dibuja aureolada por la representación de un pasado supuestamente glorioso, dinástico y blasonado (pero también liberal): pasado, empero, de cartón piedra, pasado que solamente puede realizarse en tanto que fantasma, como la conversación de Manolito con su Madre/Gilda en la negrura primordial de la exhibición cinematográfica. Sombras  frente a otras sombras en la perpetua oscuridad de la sala de exhibición, los personajes de Madregilda se definen por su propósito de verosimilitud fílmica, y no por su semejanza o lejanía con ningna realidad histórica que pudiera legitimarlos.   

Tras todo lo antedicho cabría pensar que estamos ante una cinta de enunciados (por decirlo de algún modo), pero Madregilda habla, por el contrario, del propio cine mucho más que de España, y lo hace, sobre todo, a través de su propia enunciación fílmica. Por poner un solo ejemplo: la primera aparición de Franco en el café de Hauma se produce a través de un fuerte contraluz en que el personaje emerge de una especie de fundido en negro, mientras que la pistola que pondrá término a su vida se anega, por el contrario, en un deslumbrador fundido en blanco a partir de una madeja de lana de tal color: madeja que se disimula bajo otra, roja como la sangre, con la que Angeles teje su tarea, cual las Moiras, nacida como ellas de la oscuridad y, como ellas, inflexible en asignar un Destino al que se creyó señor de todos ellos: ella, que había asegurado su imagen victoriosa. La alusión mitológica no es gratuíta: cuando Manolito llega a casa de su abuela, abre una puerta y ve, sobre una cama, a tres mujeres llorosas semidesnudas, siendo informado instantes después de la muerte de Esmeraldita: la referencia a las Parcas es deliberada, evidente. Por procedimientos estrictamente fílmicos, la cinta habla así de su propia inscripción en el imaginario del espectador, registro en que confluyen mitos de procedencia heterogénea: ahí está ese cuervo parlante que, como un heraldo fantasmal, precede siempre al Caudillo y que, de modo obvio, remite a The raven, el protagonista del poema inmortal de Edgar Allan Poe, ese cuervo que, en cualquier coyuntura, afirma ¡Arriba España! como su precedente literario dijese Never more! A través de un simple juego de referencias, la consigna falangista aparece así teñida de un pesimismo sustancial: el cuervo, cuando no actua de faraute del Invicto, se posa sobre un reloj, imagen misma del carácter inexorable del Sino que le encamina hacia una muerte causada por quien, a lo largo del film, nombrase como Hijo. Añadamos a ello la inscripción argumental del color, en la medida en que el blanco remite igualmente a la leche (y al de esa luna llena que Longinos contempla antes de reencontrar a Angeles, pero también a la nieve navideña que enmarca el encuentro de Manuel con su madre y, sobre todo, a esa nieve de la colina donde, al decir de Franco, se ganó la Guerra) y el negro al de la propia ave, y al de la noche ubicua que invade la integridad de la cinta, que es también el de la negrura primordial con que se inicia el film: ni un rincón (narrativo) del sintagma carece de reflejo en la articulación metafórica del conjunto. Y no es impertinente recordar que Gilda es, precisamente, una película en blanco y negro, como lo era todo el cine de la época ficcional.

Escena de la película

Asfixiante, opresiva, fascinadora tanto por su tratamiento dramático de la imagen como por su abigarramiento poético, Madregilda es una cinta impregnada de hondísima e inconsolable melancolía. En esa búsqueda desesperada e infructuosa de lo sacral, en la conciencia de esa imposiblidad de redención, se articula también una dolorosa elegía de la infancia perdida. El film arranca sobre negro, el primer elemento cinematográfico es un sonido: el del viento. Y de inmediato, mientras vemos el costado de la iglesia madrileña arriba citada (en el que perviven restos de la del antiguo convento, destruido para edificar la actual basílica: cicatriz desolada, suerte de testimonio de una carencia primordial) se escucha la primera estrofa de la célebre habanera de Juan Halpern incluída en una secuencia inolvidable de Los últimos de Filipinas cuya letra, debida a Enrique Llovet, afirma: cada vez que el viento pasa y  se lleva una flor / pienso que ya nunca más volverás, mi amor / No me abandones nunca al anochecer / que la luna sale tarde y me puedo perder. La música, la palabra que a través de esa música se emite, condensan ya desde su mismo inicio tanto la alusión a un doble pasado (la historia del desastre colonial y la de la película de Antonio Román que lo glosa, coetánea con el tiempo ficcional de Madregilda) como la nostalgia de un tiempo histórico, pero también biográfico, trágica, irrecuperablemente dañado por el paso implacable de los años: los famosos Tangos del Gurugú, que Pastora Pavón convirtiera en referenciales, y que aparecen intermitentemente a lo largo de la cinta, se ofrecen tanto como señal de la gravitación de un pretérito siempre presente como alusión al propio pasado africanista del dictador. Tiempo perdido, tiempo que jamás será recobrado, protagonista simbólico de un film absolutamente singular en que se inscribe también la dolorida añoranza de un cine igualmente desvanecido, un cine capaz de encarnar las vivencias más profundas del espectador y de actuar como catarsis ante ese fracaso histórico (y personal) que define la patria común de una izquierda que, incluso en 1993, aparecía ya como definitivamente derrotada.

José Luis Téllez    


[1] Macbeth, Acto V, escena 7ª

[2] Lágrimas en el lodo: la imagen de Franco en Madregilda.