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Robert Bresson afirmó que siempre que le era posible sustituía una imagen por un sonido. Puertas que se cierran, frenazos de automóviles, cristales que se quiebran o disparos de armas cortas suelen ser los más frecuentes objetos sonoros aptos para sugerir acciones que no se presencian y que construyen en la memoria espacios ilusorios (un caso singular es el de la música diegética ejecutada por una orquesta no visible en el arranque de una secuencia). Sin embargo, el propio Bresson ha utilizado elinterno (por emplear la correspondiente voz teatral) como un dispositivo inserto en el cuadro de un modo magistral en Les Anges du peché (1943) cuando Thérèse (Jenny Holt), en plano fijo en un corredor, extrae de su bolso una pistola que oculta tras su propio cuerpo y llama a una puerta situada en el contraplano teórico derecho: la luz que sale de una puerta invisible que se abre, recorta una sombra que se proyecta parcialmente sobre la mujer. Se oye una voz masculina que la saluda, la mujer responde y, a continuación, dispara contra esa figura existente tan sólo para su propia mirada: el fuera de campo es la marca con que la muerte se inscribe en el relato.

Otrosí: en The flame and the arrow (Jacques Tourneur, 1950), el duelo final entre Dardo Bartoli (Burt Lancaster) y el Conde Ulrich (Frank Allemby) se prolonga por diversos ámbitos del castilo de este último. Finalmente, Dardo hace caer, apagándola, la lámpara que ilumina la sala: más de la mitad del encuadre queda a oscuras, y allí tendrá lugar, ante nuestros ojos pero al margen de nuestra visión, el final del combate: la constatación de la victoria de Dardo requerirá un plano diferente. El espacio de la representación está, a un tiempo, fuera y dentro de campo: la muerte, en el centro de los hechos y, al tiempo, impenetrable.

En Contactos (Paulino Viota, 1970), uno de los films más singulares, y apasionantes de todo el cine español, el fuera de campo es intrínseco a lo narrado: siempre hay una parte sustancial de la acción que se hurta a nuestra mirada, del mismo modo que el sentido final de los actos presenciados resulta profundamente opaco, trasunto de su naturaleza política, desarrollada en la clandestinidad de la militancia antifranquista. De ahí que esa suerte de vacío del relato, de tiempo suspendido, de simple transcurrir no lineal, se diría que sin origen ni destino, se convierta en el verdadero protagonista del film, a despecho incluso de sus figuras actorales: como sucede en el preludio de Parsifal, cuyos temas musicales se consumen en su propia exposición, pérdida y retorno, sin verdaderos desarrollos, en Contactos, las secuencias (generalmente, rodadas en un plano único) son, en cierto grado, autosuficientes y herméticas: placas argumentales independientes, cabría decir. El culmen del sistema narrativo del film se sitúa en la célebre escena en que uno de los personajes, Javier (Javier Urrutia), da la vuelta a una manzana de la ciudad mientras otro, Juan (José Miguel Gándara) cronometra ese desplazamiento cuya finalidad desconocemos. La cámara, inmóvil en una esquina al otro lado del chaflán, panoramiza hacia la derecha cuando aquél comienza su itinerario y luego lo hace hacia la izquierda para aguardar su aparición por la calle perpendicular mientras éste espera en el mismo lugar, saliendo, entrando, volviendo a salir de campo y volviendo a entrar cuando Javier se reúna con él, siempre de acuerdo con el movimiento de la cámara: las únicas palabras que se escuchan son las suyas cuando Javier llega hasta él (es decir: cuando ambos personajes vuelvan a reunirse en el centro del cuadro), afirmando: dos minutos, cincuenta y cinco segundos, que corresponden a la duración real del propio plano, del recorrido del primer personaje y de la espera del segundo. Enunciación y enunciado se superponen y se subsumen recíprocamente, hasta el extremo de que éste pierde todo su sentido en beneficio de aquélla: la secuencia no tiene otro protagonista sino la propia cámara que recoge los hechos, ni otra lógica interna que la de constatar la dimensión temporal de los mismos. Ars bene mesurandi: la duración es el valor absoluto de lo narrado. Como la música, carece de sentido más allá de su propia realidad irreductible al signo: la cámara (la muerte) mira y constata ese trancurso que es su única sustancia, la del tiempo en sí mismo, sin ámbito, sentido ni propósito. La esencia de Contactos, quizá el film más radical jamás realizado dentro de la narratividad, y el que de modo más sistemático explora el (sin)sentido del espacio off, reside en ese desvelamiento brutal de una mirada definitivamente ajena a lo narrado, extraña, indiferente e insondable.

José Luis Téllez