Con la música a otra parte (El País)
El síndrome de abstinencia, el célebre mono, aparece donde menos se le espera. Por ejemplo, hay desde hace 15 días un puñado de miles de españoles condenados a tejer sobre la piel de toro una tupida red de insomnios, pues en la madrugada padecen un galopante mono del Téllez, la Barrios y su clausurado A contraluz, que mientras existió añadía a la emisión de buena música, habitual en Radio 2, el adiestramiento en los misterios del buen aprender a oírla. No es un mérito amar la música: forma parte del equipaje de los instintos. Sí es un mérito saber oírla: forma parte de los aprendizajes. Este oyente -y discúlpese el enfoque subjetivo, porque en este caso forma parte de una objetividad- creía saber oír música, por un ilusorio decreto innato, hasta que José Luis Téllez y Olga Barrios en A contraluz le demostraron, en una involuntaria cura de humildad, que no tenía ni idea.
Comenzó la lección a propósito de su mal saber oír a Ravel, Debussy y Fauré. El primero le entusiasmaba porque sí; el segundo, menos por igual razón; el tercero, nada sin razón alguna. Tras unas sesiones de A contraluz aprendió a sacar más sonidos de Ravel, se interesó mejor por los de Debussy, y quedó abrumado por los del genio de Fauré. Le habían obligado a oír a éste de otra manera que la proporcionada por la voracidad de la falta de adiestramiento.
A partir de aquella revelación, que descorchó los oídos de un aficionado torpe, los descubrimientos llegaron en cadena: cómo oír en la música de Haydn toda la música posterior a él; cómo extraer correlaciones entre las construcciones barrocas y las del jazz, siguiendo los movimientos del bajo continuo, la batería y otras formas musicales de lucha contra el silencio; de cuándo, cómo y por qué este silencio se entrelaza, en otras músicas, con los núcleos de los sonidos hasta formar parte de la sustancia de éstos; de por qué Schubert es mucho más que un ingenioso fabulador de melodías; de cómo orientarse mejor en los laberintos sonoros de Schönberg descubriendo en ellos resonancias del cine; de cómo extraer oro del fondo de un recuerdo hasta entonces improductivo: el de un organista llamado Olivier Messiaen grabado en la memoria de este oyente una Navidad de hace más de 20 años en la iglesia de Saint Eustace de París. Y muchas más cosas.
Dos locutores zarandearon una indiferencia y la convirtieron en pasión. Ignoro si en la radio española sobra gente capacitada para provocar estos vuelcos, pero sospecho que hay poca, que tal vez ahora ninguna. Y que prescindir de gente tan escasa como ésta es un lujo que no puede permitirse esta España llena de huérfanos a causa de las mordazas puestas en las bocas de sus maestros.
A Téllez, Barrios y su lección diaria de A contraluz les han dado visado para el silencio, y muchos oídos de la madrugada se han quedado con las antenas amputadas, en pleno mono del más sagaz programa de educación de la sensibilidad musical que ha existido nunca en la radio española. Dicen que les han silenciado porque Téllez era insultón y llamó borregos a los que votaron afirmativamente a la OTAN. Bueno, ¿y qué? ¿Van a dejar de retransmitirse partidos de fútbol porque en ellos se insulte a las madres de los árbitros? ¿Van a cerrar en TVE el grifo de Pedro Ruiz porque en su programa se cuenten batidas sexuales de la reina de Inglaterra a José Luis Coll?
José Luis Téllez es aficionado a meter chistes entre los resquicios de sus nadas chistosas lecciones. Es también un hombre de la izquierda, y se le nota. ¿Se le habría silenciado por haber llamado borregos a los que votaron negativamente en el susodicho referéndum? Uno sospecha que no. Y sospecha, también que no es por esto por lo que le han amordazado, sino porque en alguna oficina del norte de Madrid alguien con poder y sin talento se ha sentido insultado por la evidencia de la condición libre e indómita del suyo.
Ángel Fernández-Santos
Este artículo apareció en la edición impresa de El País del Lunes, 28 de abril de 1986