Como un torrente
En Il trovatore siempre es de noche. Un fuego, un temblor (el de la llama, el del deseo), una tonalidad (Mi: pero no hablaremos de música), agitan sin descanso las topografías de unos cuerpos condenados a una soledad que es una y múltiple, porque es también la de la ignorancia, la del sonambulismo ante la epifanía final de una venganza singularmente dilatada y tortuosa. No se sabe —y de saberse, poco importaría— si estos personajes que se consumen en su ansia y en su insatisfacción son buenos o son malos, pacientes o rebeldes, justos o atrabiliarios. Pese a lo que diversas voces (principalmente la de un bajo, al comienzo del drama) nos cuenten sobre su espectral avatar pretérito, no sabremos de ellos otra cosa diferente de su tenaz falta de sosiego, su perpetuo deambular tras un equilibrio irremediablemente vulnerado, su dolorida perplejidad, el desesperado filo de su inconmensurable melancolía y de su infinita frustración. En Il trovatore siempre reina esa noche que, si en la lengua de Schiller fue una vez inexplicable y mística, en la de Verdi es carnal y ardorosa, vehemente y desgarrada, trémula y cruel. Pero que es, sobre todo, interminable.

Pese a lo que ese bajo se empeña en comunicarnos (Ferrando le llaman: enredado en un traicionero amasijo de semicorcheas —pero no hablaremos de música— apenas levantado el telón), nada autoriza a pensar que estos personajes se hallen provistos de un pasado: es tan grande su porfía en justificar sus injustificables andanzas, en explicar el difuso, indiscernible origen de sus cuitas hondísimas que, si dispusiéramos de un instante de atención para ello (pero no hablaremos de música), a buen seguro descreeríamos de sus razones turbulentas. Inmóviles en el daguerrotipo de una pasión, los cuatro protagonistas de la implausible historia exhiben paradigmáticamente su agonía, el pleonasmo de un destino excesivo que los rebasa y los inscribe en la eternidad del instante, marcando en el mapamundi de su memoria la señal de un designio futuro que fingen acatar. Infructuosamente: porque si una rúbrica unifica su aventura ésa es la determinación, la voluntad imperiosa de edificar una victoria que se mide en las mismas unidades de fracaso que amurallan la frontera tenaz de su confinamiento y evalúan la vasta dimensión de su impotencia.
En Il trovatore no hay espacio para otro espacio diferente de aquél que la pasión excava, inagotable, en el imaginario de estos cuatro fantasmas torturados, ni otro tiempo que el de su incansable retorno circular sobre una misma imagen roja de sangre y llamas, ni más paisaje que el de sus cuatro rostros vehementes y enigmáticos. Se nombran nombres de ciudades tal vez aragonesas, euskaldunas o vagamente mediterráneas, a ésta o esotra ribera de un Ebro caudaloso y oscuro, cuyos límites se cruzan de uno a otro acto, de una sombra en pos de otra, de la reclusión religiosa al encierro castrense, del campo propio al campo enemigo, de una muerte a otra muerte: y es tan sólo para mejor enmascarar hasta qué extremo los personajes permanecen atrapados en su gesto único, perpetuados en la nervadura secreta de su incendio más íntimo, en ése interminable horizonte sin horizontes en que, más allá de todo transcurrir, instituyen su sufrimiento con empaque de retablo y robustez de bajorrelieve. Y así, los personajes ejemplares de esta ópera ejemplar no se definen por la historia que sobre ellos gravita y a la que, en verdad, bien poca solicitud conceden (la rebelión del Conde de Urgel contra un innominado Fernando I de Trastamara, en la tercera década del S.XV), ni siquiera por sus biografías, por esos conjeturales eventos retrospectivos de los que, constantemente, nos ofrecen noticia tan arrebatadora como inverificable, sino por la inapelable convicción con la que sustentan el testimonio de su respectiva fiebre, con una inquebrantable y mórbida persistencia de obstinación próxima al delirio.
Cualquiera de las caras de estos protagonistas propone una visión y un estremecimiento arquetípico, en tanto que manifestación irrebatible de un existir que se legitima por la energía misma de la abstracción que, más allá de todo tiempo y de todo lugar, instaura las pesadas facciones de sus máscaras: La Venganza, Los Celos, El Amor, La Soledad, La Desdicha, El Sacrificio, La Aniquilación. Valores exentos, autosuficientes, jalones que marcan el desbordamiento, la total imposibilidad en la medida de su universo emotivo, del arrebato de su marejada. Presencias esculpidas en la letra mayúscula del alma, sentimientos impresos en la carnación vivísima de los habitantes de este aguafuerte espiritual labrado en negro y blanco, sin medias tintas, luz y sombra absolutas y plenas que configuran y establecen una geografía sentimental que miente los topónimos de la otra, física y política, a la que condesciende apenas como inevitable tributo retórico para la libre circulación de sus figuras.

Se afirma que el argumento de Il trovatore es incomprensible. Nada más cierto y nada, tampoco, más falaz: la obra de García Gutiérrez presenta igual naturaleza inexpugnable a la lógica, idéntica tumefacción desmesurada pero, igualmente también, análoga ontología, equivalente necesidad irrevocable, una misma inmanencia estructural al margen de toda opinión. Una y otra son mecanismos de lenguaje urgidos por esa misma precipitación, abismal e inevitable, en cuya infinito talud se desploma una catarata de incandescente negrura. Por eso, en Iltrovatore no importa conocer las implausibles razones por las que Azucena oculta hasta el último instante la identidad de Manrico, ni extraña tampoco la menos que tibia determinación que éste manifiesta por establecerla tras su conversación con ella en el Segundo Acto, ni causa asombro la fatídica ligereza de Leonora, suicidada antes de cerciorarse del éxito de su estratagema, ni el escasísimo interés del Conde por liberar a su prisionero, dado que ello podría depararle la posesión de ese cuerpo tan tercamente inasequible hasta allí a su requerimiento. Nada de ello importa, ni siquiera tales indagaciones resultan pertinentes al devenir del drama: lo único que de ello nos incumbe es dejarnos anegar en ese ímpetu, sabernos secretos e inevitables partícipes de esa vorágine reflejada en cuatro espejos equidistantes y fatales. Porque la estructura de los cuatro actos de esta ópera, inconfundible y única, es la misma: cuatro paneles escindidos en dos mitades desiguales, la última de las cuales culmina en un terceto, y cuyo movimiento emotivo se corresponde con el contraste dinámico y agógico que en la aceleración inherente al díptico cavatina-cabaletta encuentra, a gran escala, su modelo privilegiado. Esquema reproducido sin variación, pese a que en el tercer acto se manifieste en orden invertido, con el que, desde la propia articulación dramática de la estructura, se nos somete ya a la certidumbre de una predestinación formal que es el duplicado visible de su cristalización interna: no en balde una campana funeral hace oír su tañido en el centro de cada acto. Así, Il trovatore logra materializar la imposible paradoja de constituirse en la ópera más agitada y, a la vez, en la más intensamente inmóvil. Sabiduría asombrosa que comparte con Rigoletto y La traviata, sus inolvidables compañeras de la, así llamada, trilogía popular: unificar, en un espacio emocional idéntico, esa pareja de opuestos históricos y formales constituida por la agitación del Melodrama, género burgués, y la irremediable dignidad de la Tragedia, género aristocrático. Así, Verdi aspira —y alcanza, en esta Trilogía en verdad única en la historia del teatro cantado— a la erección de una suerte de dramaturgia interclasista, más allá de toda taxonomía convencional: porque todo buen melodrama no es sino una tragedia que pretende ocultar tan altanero nombre.
Pero algo capital distingue a Il trovatore de sus hermanas: su estructura esencialmente épica, de obra en la que los hechos nucleares se escamotean a nuestra contemplación de modo sistemático. El duelo entre el Conde y el Trovador, el prendimiento de éste, el enamoramiento de Leonora, la pira de Azucena, el suplicio de Manrico son acontecimientos descritos, presencias situadas en un empecinado fuera de campo que le otorgan un carácter mucho más narrado que representado, ligándola a la balada escénica o a esas figuras de poderoso trazo con que el cartel del ciego ilustra el canto de un texto poético inscrito en el pliego de cordel. Opera descrita, apenas entrevista, imaginada, Il trovatore establece su articulación a través de un rosario de instantes privilegiados, casi independientes, cuyo realce les dota del valor de lo modélico y la trascendencia de lo ejemplar, instantes definibles y designables por un término singular que los acota, precisa y establece: el Conjuro (Leonora: tacea la notte placida), la Aparición (Manrico: Deserto sulla terra), la Predestinación (Azucena: stride la vampa), el Despecho (El Conde: In braccio al mio rival), muestras aisladas y elegidas de una forma arbitraria y casi azarosa entre el interminable catálogo de una infatigable efervescencia emotiva en la que, con la más incomparable abundancia y el más copioso énfasis, los personajes iluminan la estremecida fisonomía que ostenta su carátula. Imágenes intemporales que son tan rememorativas como proféticas, momentos que cabría disponer en otro orden escénico y que toman sobre sí la responsabilidad de asegurar el absoluto crédito para con esas pasiones emblemáticas que describen, construyen y sustentan, exhibiendo su arrobadora rotundidad con entera independencia respecto al sistema narrativo sobre el que se insertan y en el que inscriben la eternidad de su imborrable estatua. Opera en tránsito, de personajes errantes, cuyo modelo privilegiado, la gitana, pertenece a la cultura nómada por excelencia y que, empero, articulan un grupo de retratos de agitación congelada en idéntico fresco. Imperiosos retratos de la pasión que no se justifican por su posición en un drama al que se dirían perfectamente ajenos, sino que, antes bien, parecieran configurarlo por simple permutación y suma. Nada, empero, más engañoso: si una grandeza teórica le es adjudicable a esta obra en verdad singular ésa es su portentosa capacidad para demostrar, sobre la práctica de su agitado discurrir dramático, que el collar es quien configura a la cuenta, que es ese mismo existir anterior como pura metáfora, como joya aún deshabitada, como discurso vacío, hilo dispuesto para insertar las piedras en esa larga hilera deslumbrante, lo que justifica el existir instantáneo y sucesivo de esas facciones individuales, fugaces y eternas de cegadora intensidad. De este modo, ambos planos del texto parecieran coexistir casi enteramente separados, en la doble tangencia instantánea en que la horizontalidad del sintagma se multiplica sobre la verticalidad del paradigma: porque es esa naturaleza circular del collar la que precede, define y constituye el esplendor y la lógica interna de la cuenta, la secreta metáfora que nutre su médula narrativa.

Así, en Il trovatore siempre es de noche. Se ha tomado este hecho como un rasgo designador de su romanticismo, como una característica de su tópica, casi como una irremediable convención estética ligada a la poética formal del melodramma: la realidad es otra. En Il trovatore la noche es un atributo de relato, un elemento irrenunciable de su dramaturgia, una cualidad rigurosamente estructural de su economía de sentido. Freud ha insistido en la naturaleza indestructible de la pulsión, en su espiral al margen del tiempo, en su infatigable rigidez. La pulsión libidinal —pero no hay otra— ni se destruye ni se transforma: se sustenta en sí misma de un modo automático y ciego. Como el Destino (del que es heteronimia científica y materialista), la pulsión se perpetúa sin abatimiento, recurre de modo interminable y, cuando parece definitivamente aniquilada, se reconstruye en un nuevo registro: como la hoguera, la hoguera de Azucena, la hoguera anterior a Azucena, la hoguera posterior a Azucena y a la destrucción última de los pobladores del relato, muertos o dejados en esa vida que, como la del Conde de Luna (¡cuán deliberado es este nombre para el protagonista de una obra nocturna!), es peor que la muerte, porque ha alcanzado el término de su saber, ha contemplado el rostro de su definitiva identidad. Ese fuego que, explícitamente, se nombra en cada escena, ese fuego que recorre la integridad de la obra, que arde antes y después de su fin y su comienzo, ese fuego que abrasara a la madre de Azucena, ese fuego al que ella misma canta en el centro del Acto Segundo y que para ella disponen en el vértice del Tercero: pero que es también el fuego de los celos y del amor y el fuego de esa tercera pira, en verdad conclusiva, de un Infierno que no solamente aguarda a los protagonistas, sino que también los atraviesa y los habita y los constituye como sujetos ficcionales y en el que, interminablemente, arden, viven y reviven una tragedia cíclica en que pasado presente y futuro confluyen y se nombran a través de la perpetuación de una misma llama inextinguible e idéntica.
Tiempo, Fuego, Noche. En Il trovatore jamás concluye de amanecer porque todo su transcurrir es el de un sueño, un sueño inscrito —lo afirman las monjas cantando a cuatro voces en su intervención del Segundo Acto— en una perenne quebradura del tiempo (la de la metáfora, la de la dimensión de la imagen onírica), un sueño atormentador del que es imposible evadirse porque su aurora implicaría igualmente la disolución definitiva del Deseo: un sueño que se designa a sí mismo como tal sueño en la postrera frase del texto, en ese e vivo ancor!, patético hasta la desesperación, con la que el último interlocutor del drama reconoce y señala, en su imposibilidad de despertar, la perennidad de una demanda sin esperanza ni lenitivo. Un sueño que, como todo sueño, retorna indefinidamente sobre una misma imagen, una misma constelación del significante que, alcanzada la clausura del texto, nos devuelve sin fin a su comienzo. Y así sabemos que Azucena inmola interminablemente a su hijo, que el Conde siempre supo que Manrico es de su misma sangre, que la temida cíngara es tal vez su propia madre (o que, en todo caso, el inconfesado deseo de haberlo sido es lo que provocó en ella la trágica confusión en el asesinato), que la legitimidad de su Nombre está rebatida por la asimetría irrecuperable de un Deseo en que Leonora se inscribe únicamente como imposibilidad, que el Trovador es su hermano en la medida de su triunfo jamás consumado sobre el deseo de la Amada. La grandeza de Il trovatore se establece en su rotunda negativa para fingir un desarrollo, una exposición y un desenlace, remitiéndonos incesantemente a ese arranque que, a su vez y por boca del antedicho bajo, se retrotrae a un pretérito anterior y legendario (por carente de toda datación), un pretérito que —pero en Freud y en Verdi no podría ser de otro modo— se liga irreductiblemente a los Nombres del Padre. Tiempo y Nombre tal vez violentamente inverosímiles de no mediar la plenitud de una partitura de tan frenética energía e intensidad tan en extremo carente de claudicación o abatimiento que su altura se ofrece como tanto más sublime aún cuanto mayor puede llegar a ser su momentánea y aparente vulgaridad y que, precisamente por el modo inesperadamente victorioso con el que logra alcanzar el inalcanzable límite de la identidad de sus contarios, aniquila toda posible discrepancia acerca de la imposibilidad básica en que se sustenta su significante argumental: esa música que, de no mediar como un texto interpuesto, subyacente en todo instante a las palabras precedentes, las hubiese tornado quizá, innecesarias, ilegibles o importunas, esa música de la que prometimos no hablar y que, como un océano torrencial, las finaliza ahora y las inflama.
José Luis Téllez
RAI 1957. Director: Fernando Previtali. Leila Gencer (Leonora), Mario Del Monaco (Manrico), Ettore Bastianini (Conte di Luna), Fedora Barbieri (Azucena), Plinio Clabassi (Ferrando), Laura Londi (Ines), Athos Cesarini (Ruiz)