Cinematografía y pulsión en Tosca
Exceptuando a Verdi, pocos compositores del XIX poseerán un sentido tan preciso de la dramaturgia musical como Puccini: no es ya que todo cuanto ocurre en escena tenga su exacto reflejo en la música sino que, propiamente hablando, es el drama quien se genera en ella, en su misma materia sonora –su significancia, cabría decir, recordando a Julia Kristeva: ahí está la ferocidad del inicio de esta Tosca que ahora nos ocupa, cuyo impacto, masivo y puramente tímbrico, precede a la percepción de su audacia armónica– y en su articulación discursiva, bien que ésta resulte ocasionalmente esquemática en aras de estrechar el ritmo teatral. La ópera pucciniana (y Tosca especialmente), es un mecanismo musical que tensa y traduce la línea del relato con portentosa eficacia merced a una multiplicidad de recursos (inéditos unos, tomados otros de fuentes heterogéneas, pero asumidos siempre con insuperable maestría) que se aplican preferentemente a la invención armónica y a la escritura instrumental, pero conservando un perceptible anclaje retórico procedente del belcantismo, del que depende en último término la sustancia del trazado melódico. Dispositivo cuya característica expresiva más ostensible es la apremiante intensidad del desarrollo y cuyo efecto estructural a gran escala reside en que esas cristalizaciones emotivas singulares que denominamos arias se reduzcan al mínimo, no ya por sus dimensiones (Vissi d’arte comprende sólo 35 compases, Oh! dolci baci 33 y Recondita armonia 30) sino, sobre todo, por lo restringido de su presencia: apenas cuatro de tales expansiones (si convenimos en incrementar tan minúsculo inventario con el áspero e irregular monólogo de Scarpia en el Acto II), un cuarto de hora escaso, en una partitura de más de cuatrocientas páginas. Así, el grueso del cuerpo textual no consiste en otra cosa sino en un fluir y refluir de episodios que se suceden, se desplazan y se alternan, orientando temáticamente el discurso con tal plasticidad (cabría hablar de una dramaturgia de transiciones y de vértices) que su aparición, sustitución, pérdida y retorno produce la impresión de un genuino desarrollo sinfónico, cosa que está bien lejos de suceder.
Por descontado, el germen de semejante articulación procede de ese Verdi arriba nombrado, la estructura de cuyas últimas obras (Otello y, particularmente, Falstaff, pero también Aida y Don Carlo de un modo embrionario) se confía de modo paulatino a la elaboración de motivos recurrentes en demérito de la pura contemplación lírica, pero tiene sus raíces en el modo autóctono, típicamente italiano y específicamente romántico, de emplear las referencias melódicas aisladas de acuerdo a una evocación reminiscente y sentimental ajena al pensamiento constructivo del sinfonismo: concepción, dicho sea de paso, ajena a Wagner, cuya densa trabazón motívica, estrechamente ligada al contrapunto y la instrumentación, aspira a traducir, no los acontecimientos teatrales, sino las palabras del libreto (que son siempre muchísimas más de las necesarias para establecer la situación dramática) y su turbulencia conceptual, con lo que la música viene obligada a actuar como una suerte de cañamazo en el que se entreteje todo un orbe de alusiones extramusicales, con el resultado de retardar enormemente el desarrollo de la acción.
Más allá de su parentesco superficial (y de la obvia y, por lo demás, justificada admiración del músico de Lucca hacia el de Leipzig) el arte de Puccini, y Tosca en especial, supone de hecho una convincente impugnación de semejante modo de proceder. Salvo excepciones muy cualificadas, la multitud de motivos (más de sesenta, según el tantas veces citado cómputo de Mosco Carner) que se ponen en juego no comparecen sometidos a una dialéctica musicalmente evolutiva (ampliándose, transformándose, imbricándose unos en otros, proyectándose en diferentes escalas temporales o nuevos ámbitos tímbricos o armónicos…), sino de acuerdo a una lógica puramente teatral que los manipula con la menor distorsión posible para que su presencia pueda detectarse de inmediato en aras de asumir una función que, forzando el término, casi cabría calificar de icónica. Ese tema que se escucha al entrar Angelotti en escena nada más alzarse el telón y que, sucesivamente acortado (apocopado, podríamos decir), regresa cada vez que la situación le alude o las palabras le nombran, se inserta en el devenir melódico con la misma pregnancia de una sobreimpresión fotográfica (se diría un primer plano fugaz que mostrase la imagen de su rostro crispado por la angustia), de modo que el diseño musical asociado al personaje centra y resume el único de sus rasgos que posée pertinencia desde el punto de vista de la economía narrativa: su acoso, su indefensión, su naturaleza de prófugo policial. De ahí esa figura que se precipita en un descenso de anhelantes síncopas sobre una desinencia rítmica femenina a lo largo del ámbito interválico de una cuarta, reiterándose cromáticamente una vez tras otra sin acabar alcanzar el reposo de la tonalidad fundamental. Angelotti –su motivo– sólo existe en tanto que significante musicodramático del perseguido y sólo en cuanto tal dispone de una música individual. Ese empleo nuclear y metonímico del tema es diametralmente opuesto a la concepción metafórica wagneriana, cuyos leitmotiven contienen siempre algo más que el personaje, el objeto o la situación a los que aluden o simbolizan: el punto de vista del compositor. En Puccini no hay lugar estético (ni tiempo físico) para semejantes digresiones sintagmáticas: la suya es una dramaturgia que valora la urgencia y la capacidad de síntesis como el aspecto principal de la contradicción músico/teatral. De ahí que esa invocación temática persiga, al considerarla a gran escala, la fijación de una perspectiva narrativa precisa: y así veremos iniciarse el drama (y concluir sus dos primeros actos) con la presencia ominosa del motivo de Scarpia -ese violento motivo de arranque con que entramos en la obra se diría que in media res- que permite establecer como dominante su punto de vista, reemplazado por el de Cavaradossi, presente aún pese a su propia muerte (como sucediera con su oponente en el acto anterior) en el final del último: mutación narrativa que no ha dejado de provocar críticas, tan ilustres (Lebowitz, el ya citado Carner…) como desatentas de que esta elección temática por parte de Puccini, vista con nuestra distancia histórica, permite distinguir un empleo todo lo primitivo que se quiera pero deliberado y lúcido de una lógica en la construcción del relato proféticamente fílmica (¿es preciso recordar que en 1899 no existía aún en la recién nacida cinematografía el más leve barrunto de eso que Noël Burch, tan atinadamente, ha denominado Modo Institucional de Representación, para otorgar a Tosca toda su admirable grandeza como proto-estadio de una dramaturgia todavía por llegar?).
Puesto que lo prioritario en Puccini es la construcción y el mantenimiento de semejante dinámica, la forma y el empleo de los temas musicales debe ajustarse a dos principios: la adecuación del trazo y la legibilidad del diseño. El referido motivo de Angelotti proporciona un excelente ejemplo de sencillez y eficacia conseguida con procedimientos que, según se desprende de lo arriba descrito, bien podemos calificar como de manual: lo admirable no está, por lo tanto, en movilizar semejante retórica, sino en la brevedad (menos de dos compases) con que Puccini se las ingenia para cristalizar los elementos que la configuran, lo que genera un efecto multiplicativo en que ese minúsculo todo temático se extiende sobre una dimensión asociativa cualitativamente mayor que la derivada de cualquiera de sus componentes formales aisladas. Así, y como es sabido, la inversión ascendente de la figura se liga (describiendo un desplazamiento que, por analogía, bien podríamos calificar ahora como proto-semántico), al personaje ausente de la Attavanti (designado por la música y por una representación tomada de otro código estético, la pintura, no por su presencia escénica), modelo del lienzo realizado por Cavaradossi que con tan funestas consecuencias provoca los celos de Tosca (y no sin razón: el motivo aparece estrechamente imbricado en la configuración melódica de la romanza con que aquél reflexiona ante su obra, la ya citada recondita armonia), cerrando sobre la circularidad de ese doble itinerario interválico ascenso/descenso la imagen de un orbe familiar aristocrático impenetrable a la protagonista, una cantante popular cuya proximidad a las clases dominantes procede de sus méritos artísticos y no de su linaje: es imposible cubrir mayor superficie connotativa con menor bagaje musical.
Instrumentales o vocales (o participando alternativamente de ambas posibilidades como en el doble ejemplo considerado), el conjunto de los temas presentes en la partitura de Tosca (los instrumentales de sus protagonistas y sus efusiones emotivas, los vocales de sus breves arias y sus ardorosos dúos que, a su vez siempre han sido presentados instrumentalmente con notable antelación) es, quizá, el más diatónico de los abordados por Puccini en toda su obra y, en último extremo, también el más explícitamente dependiente de la morbidezza elegíaca de Bellini, con su movimiento melódico dominado por la constante presencia de escalas, confinamientos interválicos que frecuentemente no exceden de un tetracordio o un pentacordio recorridos por grados conjuntos y en que esas doloridas caídas descendentes de cuarta o de quinta, tan prodigadas en La Bohème o en Manon Lescaut, se circunscriben ahora a instantes precisos (como sucede en la última romanza de Cavaradossi, la popularmente conocida como adiós a la vida) con ejemplar sobriedad. Las raras figuras arpegiadas con genuina función temática se relacionan con Scarpia, esos arpegios ascendentes y descendentes con que cuerda y maderas festonea su breve monólogo già mi dicon venal (y que el personaje acabará incorporando a su canto cuando su lubricidad se desborde), arpegios de séptima y novena sobre una pedal de tónica en el bajo que condicen tan bien con la tensión intolerable de su deseo y la confianza en su satisfacción, incluso (y a ser posible) por métodos violentos. Escalas para los héroes Cavaradossi y Tosca, acordes rotos para Scarpia el villano: de ahí que el motivo central asociado a este último, de una originalidad ciertamente visionaria, sea el único tema irreductiblemente armónico, vertical, no enunciable melódicamente de toda la partitura, esos cinco golpes atroces que abren la obra con una serie de tres acordes que diseña una progresión ajena a la lógica cadencial, si bemol mayor, la bemol mayor, mi mayor, ese motivo que siempre regresa sin modificaciones proponiendo los mismos tres acordes que no comparten más sonidos que ese sol sostenido enarmónico del la bemol que enlaza a los dos últimos, cubriendo un segmento de ocho notas distintas y parcialmente incompatibles que acotan entre sí la distancia tonal más lejana posible, la cuarta aumentada, los extremos opuestos del círculo de quintas. Yuxtaposición de particular dureza y brutalidad que nos habla de la naturaleza despótica de su figura de referencia, pero también de un poder que clausura, por así decir, todas las trayectorias armónicas de la composición, un poder inconjurable al que nada parece resistirse: la propia realidad tonal de la obra queda, en estos tres primeros compases, tan en suspenso como en el mismísimo comienzo de Tristán.
Y como allí, también es del deseo de lo que se está hablando: de esos actos irracionales del psicópata a los que se refiere Bernard Keefe en relación a Scarpia, actos que son cualquier cosa menos irracionales porque están dictados por la lógica pulsional directa sin la menor sublimación cultural dilatoria, ese impulso que se carga de energía frente a una imagen -siempre la misma imagen- que es el canto de Tosca, la voz de Tosca, la música de Tosca fuera de campo, la voluptuosidad de Tosca que «le belle forme discoglea dai veli», ese cuerpo que Scarpia, pese a todo su poder, jamás poseerá y de cuya ansia nos habla el retorno, inmutable, a todo lo largo de la composición, de la tonalidad de mi mayor por su motivo introducida, tonalidad del Poder, pero también del Deseo, de esa pulsión cuya urgencia y naturaleza innegociable asume, en el drama moderno, el papel confiado al Destino en la tragedia clásica. Tonalidad de la pasión, no ya para Scarpia sino, incluso, para Cavaradossi y Tosca: tono que se enseñorea por dos veces de sus dúos en los actos extremos sustentando sus respectivos episodios conclusivos, tono que, para Scarpia, es tan sólo el tercero de sus tres acordes, el tono con el que reafirma a cada paso su afán y su dominio, tono de la pedal sobre la que desgrana ante Spoletta sus instrucciones fatídicas o de la que sustenta en el siguiente Acto el tema de la ejecución (que, compases más tarde, será el adiós a la vida, como sirvió también para acompañar la colocación de los fúnebres candelabros en el precedente) pero que, para él, carece de desarrollo, horizonte ni perspectiva distinto de esa asfixiante exaltación de una autoridad dictatorial y policíaca que la partitura, con lucidez extrema, identifica con la potestad eclesiástica: no es por azar por lo que Scarpia y la ceremonia religiosa que preside, ese abrumador Te Deum que cierra el Primer Acto, compartan, no ya semejante tonalidad, sino la propia materia melódica: jamás se habrá expresado de modo más rotundo la unidad esencial del doble frente, político e ideológico, que sustancia la tiranía. (Entre paréntesis: Mosco Carner entiende como una limitación de la obra el hecho de que Scarpia, en tal escena, carezca de una música propia, lo que no deja de constituír otro sorprendente rasgo de miopía en el más penetrante de los analistas del autor de Il tabarro).
De este modo, el drama pucciniano, desarrollando hasta sus postreras consecuencias unos dispositivos retóricos altamente convencionales y heredados en exclusiva del melodrama romántico italiano, a los que incorpora una intuición armónica profética (¿hace falta recordar la importancia que la polaridad tonal de cuarta aumentada asumirá en la siguiente década en la obra de autores como Bartok o el primer Schönberg?), logra abrir una brecha casi intransitada en la enunciación operística de su presente, trascendiendo a un tiempo su propio origen teatral para prefigurar soluciones narrativas perfectamente inéditas. Sin Tosca (se ha dicho mucha veces) no habrían existido Salome ni Jenufa, pero tampoco Wozzeck ni (muchísimo menos aún) Peter Grimes. Lista a la que, en diferente registro, habría que añadir ciertos relatos especialmente mecánicos, asfixiantes y atormentados como Human Desire de Fritz Lang o, quizá, Skammen de Ingmar Bergmann (cuestión sobre la que, tal vez, se haya insistido bastante menos). Pero ahí comienza ya otra historia.
José Luis Téllez