Cielo negro (M. Mur Oti, 1951)
Singular película inspirada en la novela de Antonio Zozaya Miopita (1927), cuya estructura narrativa descansa sobre una densa trama metafórica ligada a la construcción del punto de vista -identificado inicialmente con el de un pájaro desde cuya jaula se contempla el madrileño Viaducto (lugar emblemático de los suicidios capitalinos)-, que reúne simbólicamente a Emilia, protagonista de la historia (Susana Canales), con la propia condición prostituida del trabajo asalariado (un ave similar habita en el tabuco del escritor), trama descrita con insólita dureza para el cine de la época.
El fracaso existencial de la mujer deriva de su amor por un compañero, Fortún, que sólo busca beneficiarse de la aptitud de ella como traductora, antes de establecerse en otra ciudad. Intentando mejorar su aspecto, Emilia toma secretamente un vestido en la casa de modas donde trabaja, viéndose despedida al ser descubierta. La posterior proletarización arruinará irremediablemente su frágil vista. Mientras, un buscón de habilidosa verborrea (Fernando Rey) se hace pasar epistolarmente por Fortún, pagado -¡en comida!- por otra antigua compañera de Emilia que ansía escarnecerla.
El conocimiento de la enfermedad de la madre de la protagonista cambia la actitud del impostor, quien, tras confesar la verdad a la joven, es obligado por ésta a asumir la identidad usurpada, sustentando la ilusoria esperanza de la agonizante. Finalmente sola, arruinada y casi ciega, Emilia intenta suicidarse, propósito del que desiste en favor de una súbita conversión religiosa.
Un violento cambio en el punto de vista, seguido de un plano-secuencia espectral que recoge la desesperada carrera de la muchacha bajo la lluvia por un Madrid desierto, hasta precipitarse en el lúgubre interior de una iglesia, impregnan el final de un idealismo onírico: registro avanzado previamente en el film mediante la aparición premonitoria de un payaso en la verbena, ligada tal aparición a la pérdida de las gafas, otro episodio crucial en el argumento. Así, la clausura del relato reflexiona sobre la religión como discurso delirante tras el naufragio de cualquier esperanza: el registro real viene representado por dos sacerdotes, únicas figuras con las que Emilia se cruza en su trayecto, que la ignoran y son ignorados por ella.
En secuencias precedentes (y desdeñando cualquier verosimilitud naturalista, al disponerse como planos subjetivos desde emplazamientos inaccesibles), la imagen de diferentes cúpulas del casco antiguo ha jugado un papel simbólico en relación a las expectativas amorosas, con lo que su aparición última provoca una visión amenazante y dolorosa, incrementada por el atronador tañido de las campanas y el inclemente aguacero, suerte de Diluvio Universal. Idea igualmente explícita en la música (Debida a Jesús García Leoz), que abandona los temas previamente desarrollados para citar inesperadamente el Aleluya del Mesías händeliano, perfectamente extraño al resto de la partitura.
El trabajo de planificación, pródigo en reencuadres, el aprovechamiento de la geografía urbana, el radicalismo con que se analiza la sórdida cotidaneidad de las clases trabajadoras, la sutileza con que se sugiere la pertenencia del padre muerto al ejército republicano y la admirable composición de los personajes principales convierten el film en un drama de sostenida y devastadora intensidad.
José Luis Téllez