Todos los libros, el libro
El dia 15 de noviembre se cumplieron cien años del nacimiento de Carlos Castilla del Pino, una figura básica de la psiquiatría en España tanto por su trascendencia teórica como por su excepcional categoría clínica pero, y más allá de todo, como un referente imprescindible de la izquierda española en los años más oscuros de este país. El texto que aquí se muestra se escribió para un volumen de homenaje editado en ocasión de su octogésimo aniversario.
Uno de los referentes de mi juventud había sido Carlos Castilla del Pino. Era un momento —la segunda mitad de los sesenta y un poco más allá— en el que la biografía personal y la reflexión política confluían con particular urgencia, un momento en el que las actitudes ante la vida diaria eran puestas en discusión y en el que los fundamentos del modelo familiar heredado parecían desmoronarse. Se tenía la conciencia más o menos difusa de que la militancia no bastaba y de que el compromiso debía prolongarse en el terreno de los propios hábitos de la conducta individual.
Acabo de escribir confluían y debía haber dicho intentaban confluír: la aspiración hacia una sociedad distinta raramente condecía con la práctica cotidiana. El complejo ámbito de las relaciones personales —y de modo particular, las amorosas derivadas de la clandestinidad política: doble y feliz ilegalidad— constituían teatro privilegiado de contradicciones a veces muy agudas. En esa dimensión, ciertos escritos de Carlos Castilla (como los de Alexandra Kollontai, que fueron parcialmente traducidos más o menos en esos mismos días) ofrecían una base de referencia sobre la que dirimir muchos de aquellos enfrentamientos.
Cuatro ensayos sobre la mujer (1971) fue el primero de sus libros que conocí y que se incorporó de inmediato a ese humus del que, más tarde, germinarían no tanto ciertos ideales como ciertos razonamientos y, por ende, ciertas actitudes. No es éste el lugar adecuado para analizar aquellas aportaciones, ni aún siquiera para encarecer la trascendencia de un texto ya venturosamente clásico, ni siquiera de establecer una crítica de algunos de sus aspectos que el propio autor, con la lucidez y decencia que constituyen algunas de sus características más destacadas, ha señalado por sí mismo de manera ejemplar en las palabras que lo prologan. Sí me parece en cambio preciso (amén de justo) señalar algo que no podía evaluarse entonces por motivos obvios de proximidad: fue uno de los libros (y desde luego, no el inferior) que contribuyeron a hacer de nosotros quienes somos hoy, una de las claves que articularon la arquitectura de nuestro presente. Carlos Castilla del Pino pertenecía, para toda una generación ―la mía― al rango incuestionable de los maestros.
Viene este proemio a cuento de una conversación cuyo recuerdo es el motivo de estas líneas y que, sin ellas, tal vez no fuera percibida con la significación que implica. Conocí a Carlos Castilla en tiempos muy cercanos: en 1994, gracias a un amigo común, Juan Angel Vela del Campo, crítico y donoso escritor musical, que nos presentó, creo recordar, a la salida de un memorable Liederabend en el madrileño Teatro de la Zarzuela en el que el Winterreise schubertiano había sido interpretado de forma escalofriante por Hermann Prey: emoción singular estar físicamente junto a aquél hombre, escuchar su voz, ver su mirada y sus gestos, tener acceso a todo aquello que le configuraba como ser humano más allá de su personalidad literaria como figura post-textual, la única que yo conocía por entonces. Por razones diferentes, nunca había asistido a una de sus conferencias, ni siquiera le había visto en la televisión o escuchado en la radio. Me pareció sencillo y afable, algo más bajo y bastante más joven de lo que yo confusamente había imaginado, aunque ya pasaba de los setenta. Desde entonces acá he tenido el privilegio de frecuentar su trato (casi siempre al calor de la música), he realizado con otros amigos una visita memorable por la Sierra de Córdoba con él como sapiente guía y he sido huésped en su casa-palacio, como él mismo (y con toda razón) gusta describirla entre orgulloso e irónico. Incluso me ha cabido el honor de participar en un curso en el que ambos actuábamos de ponentes. Empero, ninguna experiencia me hizo sentirle más cerca que cierto breve y muy reciente coloquio telefónico.
Fue con motivo de un viaje a Italia que Carlos y Celia, su mujer, realizaron hace poco más o menos un año. La nuestra fue la charla de dos fervorosos de ese país privilegiado que se quitaban la palabra el uno al otro en el recuerdo de paisajes, monumentos y pinturas e, inesperadamente, se produjo el fogonazo que me reveló súbitamente una dimensión hasta entonces desconocida de mi relación con él. Hablando acerca de las muchas bellezas contempladas surgió Capri. Carlos alcanzó entonces el vértice de su entusiasmo al referirse a San Michele y, con él, al escritor a cuya memoria permanece consagrado ese lugar.
Yo no sé si la gente joven de hoy, la gente de trece, catorce o quince años, lee todavía La historia de San Michele. Lo que sí puedo afirmar es que ese volumen de recuerdos y de imágenes ensoñadas publicado por el médico y psiquiatra Axel Munthe a finales de los veinte fue uno de los textos capitales de mi adolescencia. Fué un libro tan leído y degustado que ya no lo recordaba: tan honda era su inscripción en el sedimento más hondo de mis experiencias. Supe así que la edición en que Carlos había leído la obra era la misma que yo poseía: la traducción directa del sueco al español (la primera edición era inglesa) realizada por Nanny Wachsmuth y publicada por la barcelonesa Editorial Juventud en 1935, con reimpresiones anuales hasta 1940, fecha de mi ejemplar, heredado de mi tío Rafael, hermano de mi madre.
Munthe habla de sus contemporáneos (son especialmente relevantes las páginas dedicadas a Charcot, con quien estudia en Paris, y cuyas teorías y sesiones en la Salpêtrière no quedan precisamente muy bien paradas), recoge las últimas palabras de Frederic William Henry Myers (casi coincidentes con las de Clorinda expirante en los brazos de Tancredi) y atestigua el fracaso de William James tratando de establecer con él un contacto ultraterreno, detesta el tiro de pichón y la caza del zorro (venturosamente para nosotros no viajó a España), se escandaliza de los honorarios de sus colegas (y de los suyos propios), denuncia la mercantilización de la medicina y mantiene que debe ser gratuita (y los sueldos de los galenos tasados y sufragados por el estado) y, aún siendo creyente, se indigna de que se construyan tantas iglesias haciendo falta tantos hospitales.
Entretanto, Carlos hablaba de la antigua quinta de Tiberio transformada por Munthe en su residencia (y hoy en su museo) con una emoción que iba mucho más allá de lo estético: hablaba del panorama magnífico, de la luz, de los cipreses y, como no, del jardín donde, además de los cuidados por el propio Munthe, reposaban los perros de quien fuese su paciente más célebre: la Reina Victoria, esposa de Gustav V de Suecia, protectora de los animales maltratados y dedicataria del libro. Pero, sobre todo, hablaba del hombre Axel Munthe que ama la música de Schubert y de Mozart, del doctor Munthe que receta ricino a un aristócrata intemperante, de los recuerdos del exquisito cronista de su tiempo que fue el Munthe memorialista. De repente, comprendí que, más allá de la emoción que el recuerdo de la visita le despertaba, Carlos estaba hablando de su propia juventud, de la revelación acerca del sentido profundo de la Medicina, de los ideales altruistas que el libro difundía (Munthe fue condecorado por su actuación humanitaria tras el terrible terremoto de Mesina, en 1908) y, por encima de todo, del respeto y el amor a los animales que aquél psiquiatra y zoólogo aficionado, más afín a la palabra que a la farmacopea, albergaba y trasmitía: de ese final en que la crónica cotidiana deja paso sin solución de continuidad a una visión irreal en la que el propio Munthe conversa con la Muerte y con su ángel Thanatos, es sometido a juicio por un concilio de profetas iracundos y es salvado del infierno in extremis gracias a San Francisco, que promete cuidar de su perro Wolf que le ha seguido hasta la puerta del Paraíso para indignación de Moisés y de San Pedro: ese Paraíso en el que, como Munthe señala con demoledora ingenuidad, si hay ángeles también tendrá que haber pájaros. Y entonces reviví algo mucho más lejano (por sepultado en el inconsciente): que, en mi niñez, yo también había fantaseado con la idea de ser médico, como lo fuese el abuelo materno al que nunca conocí.
—Ésos son los libros que nos han hecho mejores —decía en este punto Carlos con exaltación— y ése es uno de los libros fundamentales de mi vida. Y en este instante comprendí que hablaba de Munthe como yo había hablado tantas veces de él mismo: ese Munthe que se revelaba ahora tan legítimamente mío como suyo. Habíamos tenido el mismo libro, habíamos pasado las mismas páginas, habíamos vivido idénticas revelaciones en idénticos lugares. En aquél punto al menos, el pasado de Carlos y el mío propio coincidían, maestro y discípulo acababan de encontrarse finalmente como pasajeros en un mismo barco, como habitantes de una misma orilla: que tal poder de rebasar el tiempo puede esconder un libro. O tal vez todos ellos.
José Luis Téllez (octubre 2002)