Cantar como se habla

Es bien conocida la afirmación de Zoltán Kodály en el sentido de que El castillo del Duque Barbazul (o sea: A kérszakállú herzeg vára en su forma original) cumple respecto al húngaro una función idéntica a la de Pelléas et Mélisande respecto a la lengua francesa. Se trata de textos en los que el canto, rigurosamente silábico, se atiene de una forma absoluta a la fonética del idioma correspondiente modelándose sobre el relieve prosódico del que extrae su lógica acentual y su contorno melódico: una declamación en constante parlato que se inclina ocasionalmente hacia una particular forma de arioso y que requiere gran flexibilidad por parte de los intérpretes. En una célebre carta que Bartók dirige en 1924 a Ernst Latzko (director a la sazón del Teatro de Weimar), el compositor afirma: hasta ahora he tenido la experiencia de cantantes que querían ejecutar los pasajes parlando (la mayoría de las partes cantadas se compone de tales pasajes) en tempo giusto: tal concepción es totalmente falsa, y en todo instante debe imperar una especie de sprechgesang. La referencia explícita al recientísimo Pierrot Lunaire schönbergiano expresa la idea con nitidez: es la propia inflexión prosódica el impulso que debe gobernar la línea de canto y, en último término, la pulsación rítmica debe subordinarse a la curva expresiva, al menos de un modo relativo, de forma que la inteligibilidad del texto recobre su importancia primordial. Bartók no cita a Monteverdi, pero es obvio que la problemática inherente al stile rappresentativo, al recitar cantando, (re)cobra aquí absoluta vigencia.

Bela Bartok en su estudio

Escrita para un concurso convocado en Budapest, la obra fue rechazada por el jurado, que la consideró inejecutable. El libreto de Béla Bálazs fue traducida por Emma Sándor, la primera esposa de Bartók, con vistas a un posible estreno en Alemania, cosa que tampoco se logró. Finalmente, la obra se estrenó en Budapest en 1918, y la partitura se editó tres años más tarde por la Universal Edition, con correcciones en la escritura vocal y una nueva traducción alemana del texto realizada por Wilhelm Ziegler: esta versión, supervisada por el propio Bartok, está magníficamente adaptada y es extremadamente fiel desde el punto de vista de la significación, pero es obvio que la concepción vocal deriva de modo directo de la fonética húngara y que, pese a alguna interpretación excelente (por ejemplo: la de Fischer-Dieskau y Hertha Töpper), la ópera está concebida para una prosodia y una rítmica particulares, específicamente húngaras. El texto está en octosílabos que muy frecuentemente se agrupan en estrofas similares a nuestra cuarteta de romance, con asonancia en los versos pares y un ritmo trócleo, que Bartók traduce en corcheas como base métrica silábica. El compositor retocó las partes vocales una y otra vez hasta que la obra fue repuesta en Budapest, ya en 1936, por Maria Basilides y Mihály Székely, versión en la que alcanzó su forma definitiva.

Tras el estreno en 1918

Es sabido que en húngaro cada palabra se acentúa sobre la sílaba inicial, lo que resulta decisivo en la escritura melódica: buena parte de las frases cantadas por los dos personajes tienen una configuración descendente, de modo que la primera sílaba del verso tiende a ocupar la nota más alta para destacar su carácter tónico. Ello otorga a la música vocal un carácter levemente arcaico, como  basada en escalas descendentes al estilo de los modos antiguos (sólo una excepción: las frases en las que Judith solicita que se abra una nueva puerta son casi siempre ascendentes). De hecho, Judith es, melódicamente hablando, un personaje mucho más modal que tonal (una modalidad preponderantemente frigia y mixolidia), mientras que Barbazul tiende, ora hacia el pentatonismo del inicio y el final de la obra, ora hacia la escala de tonos (por ejemplo: antes de la apertura de la sexta puerta), ora hacia una escritura muy marcadamente tonal y diatónica, como sucede en la apertura de la cuarta puerta, donde canta en un nítido Do mayor (posteriormente, Mi bemol) mientras la orquesta ofrece una enérgica sucesión de acordes mayores paralelos directamente enlazados. Por lo demás, y pese a no contar sino con dos personajes, no hay en la partitura un dúo operístico en el sentido tradicional, ni la menor duplicación paralela de un mismo material melódico: en El castillo del Duque Barbazul se canta igual que se habla.

En principio, y como sucede en Pelléas et Mélisande, las voces requeridas no precisan una extensión privilegiada, ya que (con una sola excepción que se citará más adelante), las tesituras respectivas no alcanzan las dos octavas: un barítono y una mezzo (tal vez una soprano dramática) podrían parecer suficientes a primera vista: no obstante, las cosas distan de esta apariencia tan simple.

Judith es el personaje que reviste una importancia mayor, lo que viene determinado por el hecho de que su actitud sea siempre la sustentadora de una demanda más imperiosa según progresa el desarrollo dramático: su escritura está casi constantemente confinada en el tercio inferior de la tesitura, lo que exige que la intérprete tenga, no tanto unos graves muy profundos (la partitura no desciende del Do, pero ese registro es el más frecuente), como una coloración y una robustez en esa zona media-grave que, en efecto, exige una genuina mezzosoprano con una voz sólida y bien timbrada. Al comienzo, Judith canta frases de pocas notas, no más de cuatro, en un ámbito muy restringido, normalmente de una cuarta, pero en numerosos pasajes, que estadísticamente tienden a incrementarse según avanza la acción y, con ella, su agitación emotiva, la voz tiende a ocupar los niveles más elevados del recorrido, con numerosos episodios en la zona superior y en la de paso, con la consiguiente dificultad, pasajes que, eso sí, suelen alcanzarse en dinámicas forte o fortissimo, con el correspondiente aumento de la exigencia respiratoria. Ello sucede desde bien pronto: entre los números 16 y 19 de ensayo, Judith tiene un enérgica frase de poco más de veinte compases (en los que afirma que ella iluminará el sombrío castillo para que entren la luz y el viento) donde se le exige repetidas veces el Sol, el Sol sostenido y el Fa sostenido agudos, frase que debe atacarse precisamente con un Sol de tres compases. El extremo grave se alcanza inmediatamente antes de la apertura de la primera puerta, mientras la apertura de la quinta es saludada por Judith con un Do sobreagudo (único en la partitura) atacado en fortissimo y sin preparación. El episodio de mayor intensidad y exigencia se sitúa inmediatamente antes de la apertura de la séptima puerta, cuando Judith acusa a Barbazul de haber asesinado a sus anteriores esposas, un intenso monólogo en que la voz asciende agitadamente hasta finalizar en un La natural agudo. El personaje tiene una amplia gama expresiva que va desde el temor y la sumisión hasta la exigencia más enérgica: amén de un agudo poderoso y una proyección que sobrepase la considerable orquesta, la cantante debe poseer una rica gama de matices, de la violencia a la morbidez.

Barbazul está escrito en una tesitura inusualmente elevada para un bajo: el Mi natural es frecuente en numerosos momentos y hay frecuentes, y a veces largos, pasajes en que la voz debe mantenerse por encima del Do, requiriendo potencia y un squillo notable en episodios como el de la apertura de la quinta puerta, con su exultante monólogo. Todo ello indicaría que el personaje necesita un barítono de centro robusto y coloración oscura, de acuerdo con el carácter dramático correspondiente: pero durante toda la primera mitad de la obra la voz no asciende del La, y también hay momentos en los que debe descender hasta el registro más grave, como el Fa sostenido de sus primera frase, donde el La y el Sol sostenido están también presentes: el primer tercio de la obra es para un bajo que, según el drama progresa (a partir de la cuarta puerta), se desplaza hacia el registro superior. Barbazul sería lo que, clásicamente, se denominaba bajo cantante: pero un bajo con un agudo robusto y fácil y que, sobre todo, tenga una rica capacidad para el fraseo y la expresión dramática, un buen legato y una adecuada aptitud para en canto elegíaco, como sucede con su intervención tras la apertura de la segunda puerta, sus desolados párrafos tras la apertura de la sexta, su extático diálogo casi amoroso con Judith tras la apertura de la cuarta y sobre todo, su emocionado canto final a las esposas anteriores: esas mujeres que amó y que sigue amando, esas imágenes que perviven en la memoria y articulan un recuerdo imborrable, ese último reducto de la intimidad que nadie puede ni debe traspasar y del que la ópera habla con singular y conmovedora elocuencia.

José Luis Téllez