Biodiversidad de la zarzuela o en la variedad está el gusto

A ojo de buen cubero y sin entrar en innecesarios pormenores, es un hecho comprobable que si dedicamos nuestra atención a la opereta austrohúngara, cima incuestionable del género (nada menos que Johann Strauss, Emmerich Kalman, Franz Léhar, Franz von Suppé, Carl Zeller, Carl Millöcker y tantos más) y espectáculo favorito de públicos numerosos y fieles, el inventario de modelos musicales que en ella podemos identificar no pasa de la docena, aparte de la siempre efusiva romanza del tenor o la tiple de turno: valses -sobre todo, valses- polkas, mazurkas, contradanzas, cuadrillas, polonesas, marchas y, si cumple algún ejemplo periférico, una tarantela, unas czardas o quizá un furiant que, de extender el ámbito geográfico hasta Francia, se ampliaría con algún can-can o un buen galop del estro nunca suficientemente ponderado de un Offenbach. No es poco pero tampoco demasiado, toda vez que para cubrir semejante monto nos habremos visto obligados a recorrer casi media Europa.

Ahora bien: si volvemos nuestros ojos (mejor, nuestros oídos) a la zarzuela española de la misma época podemos encontrar no ya casi todo lo enumerado, que en la segunda mitad del XIX constituía un auténtico folclore urbano internacional (salvo las excepciones zigeuner: nosotros  ya tenemos nuestros propios gitanos) recreado aquí con tanta o mejor fortuna que en las europas (sin exageración: las mazurkas de Chueca o de Moreno Torroba superan a sus modelos), sino una pléyade de músicas autóctonas de riqueza en verdad sobresaliente: diferentes tipos de seguidilla como el bolero o la sevillana amén de la manchega propiamente dicha, jotas de diversas clases (no confundir la de los ratas con la de El dúo de La Africana), tiranas, fandangos, carceleras, garrotines, guajiras, alguna que otra gavota, la infaltable habanera (o tango, en la terminología del momento), pasacalles y pasodobles e, incluso, la contrafacta de alguna canción italiana (la de El carro del sol, sin ir más lejos) digna de Puccini: por no hablar de romanzas como la del ruiseñor, que canta Doña Francisquita y a la que no le haría ascos ni el mismísimo Rossini si resucitara sólo para oírla. Y todo ello en un mismo compositor y, en ocasiones, casi en una misma obra. Y si avanzamos en el tiempo  y visitamos a zarzuelistas más recientes, el conjunto se enriquece con la influencia del musical americano, que cumplió en su día análoga función que los valses y las polkas de antaño: es posible encontrar ejemplos de charleston o de foxtrot en autores como Sorozábal, cosa impensable en Oscar Strauss o Robert Stolz. Ni punto de comparación.

La riqueza musical de la zarzuela moderna (es decir, la nacida en torno a 1850: dejemos ahora a un lado la gloriosa historia anterior que, lógicamente, no pertenece a la efeméride que hoy se conmemora) no admite parangón en el ámbito de lo que cabría describir como géneros autóctonos, esas articulaciones músico-dramáticos como la ballad-opera inglesa, el singspiel alemán o la opéra-comique francesa en que acción dramática y lírismo cantable están rigurosamente separados, a diferencia de la continuidad musical operística, cuya ubicuidad, en último extremo, constituye un ilustrativo ejemplo de colonialismo cultural: parangón, se entiende, en el terreno de la metamorfosis de la música popular en música de autor, una música cuyo origen folclórico era la garantía de su reconocibilidad y fruición por parte de un público masivo que se identificaba con su ancestro musical a través su espectacularización urbana. Carlos Gómez Amat ha escrito con toda razón que la zarzuela es el nacionalismo musical español, y ese es exactamente su ámbito estético y cultural, su limitación y su grandeza.

La zarzuela fue un fenómeno esencialmente madrileño y, como tal, creada al alimón por naturales (Barbieri, Inzenga, Hernando, Chueca, Moreno Torroba) y por forasteros avecindados en este rompeolas de todas las españas, que dijera el poeta: Bretón, de Salamanca, Oudrid, de Badajoz, Marqués, de Palma de Mallorca, Fernández Caballero, de Murcia, Chapi, de Villena,  Sorozábal, donostiarra y Vives, de Collbató. Amadeu Vives: autor de L’emigrant, casi un segundo himno de Catalunya, y creador también del más glorioso de los homenajes jamás tributados a esta ciudad: Doña Francisquita, que su autor concibió para este teatro en el que no pudo estrenarse por problema de fechas, pero que se reinauguró con ella en 1956, en una producción hoy histórica en la que se presentaba en Madrid el inolvidable Alfredo Kraus: solamente por ésto, ya merecería este coliseo eterna nombradía.

La zarzuela fue un género que exhibió una vitalidad asombrosa aunque su periodo de vida útil no abarcase siquiera un siglo y es obvio que, con todo lo aquí acontecido en los último ochenta años, la actualización de sus referentes argumentales y musicales resulta ya enteramente impracticable. Ni cabe lamentarlo ni extrañarse de ello: lo mismo ha sucedido con la opereta vienesa, incapaz de incorporar las sucesivas músicas populares de actualidad, pese a que allí la guerra la habían ganado los buenos.

Muchas de las zarzuelas clásicas (es decir: románticas) han envejecido, sobre todo a consecuencia de sus argumentos demasiado inocuos, laboriosos o previsibles, o demasido sujetos a referencias a una actualidad hoy indescifrable: pero otras muchas conservan invicta su pujanza. Hay una urgente necesidad de recobrar todo cuanto sea teatralmente válido de este abundante segmento de nuestra cultura (más de dos millares de títulos entre género grande y género chico, respectivamente las obras en tres actos y más de dos horas de duración y los sainetes breves no superiores a sesenta minutos), y poner nuevamente en circulación obras que fueron populares y que la desidia o la incuria han arrumbado en el desván de la farsa: de hecho, algún ejemplo de recuperación reciente ha mostrado, no ya su capacidad para suscitar nuevamente el interés del respetable (como ha sucedido con El juramento, de Gaztambide, pieza magnífica que se benefició de una puesta en escena sensible e inteligente en este mismo teatro en que viese por primera vez la luz de las candilejas), sino también la categoría incuestionable de su música. Y en caso de esclerosis argumental, siempre cabría retomar las menos viables escénicamente mediante la fórmula de su audición en concierto. Se hace lo mismo con muchas óperas y se logra excelente acogida: óperas cuyos libretos, en muchas ocasiones, no se encuentran a la altura de su música, y a las que este expediente permite entrar en contacto con sus destinatarios naturales. Lo imperdonable es el desdén, la ignorancia o la, más frecuente y también más dañina, indiferencia por este patrimonio. Hoy se lleva alardear de europeísmo: si en centroeuropa tuvieran una Francisquita, una Luisa Fernanda, un Barberillo o un Manojo de rosas como tienen un Murciélago, una Viuda alegre, una Condesa Maritza o un Guardabosques, su difusión y nombradía serían superiores a las de que éstas gozan, muy justamente por lo demás. Y ello por no mentar verbenasrevoltosasbateos, y otras joyas del género chico. Pero nuestro tradicional y arraigado papanatismo nos veta reivindicar como se merecen estas incuestionables preseas y poner en circulación otras igualmente dignas de aprecio.            

Austria exporta sus valses (ahí está el divulgadísimo Neujahrkonzert) y promueve su opereta, que no sólo frecuenta sus teatros sino que goza de festival propio: 250.000 visitantes ha registrado el veraniego de Mörbisch, minúscula villa 50 Km. al sur de Viena, ya casi en la frontera con Hungría, que en su gran escenario a orillas del lago Neusiedler ha ofrecido este año —que casulamente es el de su cincuentenario— una docena de títulos servidos por intérpretes excelentes en montajes muy festivos y cuidados, alguno de los cuales se trasmite por la televisión pública, que para eso está. No se trata de pedir tanto, pero sí de valorar en su justa medida la importancia de lo que nos pertenece. Un aniversario como éste debería ser un punto de reflexión: siglo y medio de teatro cantado en lengua vernácula es algo que hay que tomarse muy en serio.

José Luis Téllez, (para celebrar los 150 del madrileño Teatro de la Zarzuela)