Música y miseria

Desde el mismo arranque de este notable film, todo remite en primera instancia a la retórica de la representación: una panorámica sobre el movimiento de una grúa portuaria sugiere la prolongación del recorrido espacial en el movimiento óptico, para culminar la secuencia de acercamiento con la final irrupción del decorado, dueño ya para siempre del espacio dramático: la persecución final y la muerte del asesino se desarrollarán igualmente en una realidad de reflectores y sombras de cartón densamente recreada en el estudio, huyendo deliberadamente de todo trabajo en exteriores. Así, la faramalla se instala como destino y receptáculo último de la mirada, otorgando un sentido irreductiblemente ficcional a los planos documentales que, inaugurando el texto con engañosa trasparencia, la habían precedido. Del mismo modo, será un ardid del protagonista (un excelente Manolo Morán, cuya arrolladora verosimilitud se pone en todo instante al servicio de una sólida composición de inspector policial que jamás condesciende con la vulgaridad ni la socarronería), la puesta en escena de una simulada ebriedad, el dispositivo que forzará el logro de una pista: argucia cuya eficacia solamente podrá constatarse desde ese doble fondo de la acción que, al otro lado de la imagen misma, inscribirá su envés desde el gran espejo de la sala de billar. Ninguna frivolidad, ni el menor decorativismo en la elegante y cuidada planificación sobre ese ángulo equívoco del azogue: solamente la mentira asumida, la verdad última de la representación, proyectará el discurso hacia un saber que, por definirse en el contexto específico de un film de género (un policiaco), se identifica igualmente con el desvelamiento de una identidad. Deliberación o azar (o siguiendo a Pierce: indicio, señal, símbolo), elección entre ideología o deducción científica que despeja toda posible ambigüedad en la naturaleza del significante. Situándose ejemplarmente en el lugar de la enunciación, Vajda establece la aberración del sentido como consustancial con una mecanicidad y una irreflexión en la lectura (interpretar los arañazos de una navaja barbera como señales de una lucha), hijas de la internalización acrítica de unas condiciones de existencia sórdidas, propias de ese subproletariado urbano que, en un crescendode insólito vigor, precipita el desenlace con avasalladora vesanía: difícil imaginar mas lúcida y enérgica impugnación del espontaneísmo popular que la implícita en esa caravana de sanguinarias ménades a las que solamente la palabra de la ley alcanza finalmente a poner término. Miseria hermenéutica inseparable de la miseria económica, miseria ética criptografiada en el mismo título de la cinta, que el propio inspector empleará a guisa de trágico análisis al mostrar al comisario los rostros del vecindario agolpado ante el cristal de su vehículo, suerte de fotograma congelado de otro film, trazado en esa materia que la herida oval de la ventanilla transfigura en realidad escénica. De ahí la demoledora visión propuesta por Barrio hacia todo el grupo de personajes que, en un film de considerable dimensión coral (especie de contrafigura desesperanzada del futuro Un ángel pasó por Brooklin), aceptan verse capitaneados por la portera de ese inmueble donde (y cuan significativamente), sobreviven a un tiempo, cruzando sus miradas desde ventanas enfrentadas, el inocente y el culpable: ningún redentorismo en esa descripción particularmente ácida, que anticipa idéntica acritud a aquélla con que serán contempladas las relaciones entre bandoleros y lugareños en Carne de horca. Por contra, la solidaridad del film es absoluta para con aquellos personajes a quienes el desarrollo de un trabajo productivo, por humilde que este sea, dota de suficiente conciencia como para cifrar su objetivo inmediato en hurtarse a la ruindad del entorno, buscando una salvación individual ante la total imposibilidad de transformar la realidad en que se debaten. Personajes como el del picapedrero y su enamorada que, por su parte, son también los únicos en manifestar inequívoca solidaridad con esa enajenada anciana que ha servido hasta entonces como objeto del más cruel escarnio público. De modo no menos significativo, el personaje de la cantante se inscribe también en esta categoría, hasta el extremo de que su emotiva canción final transgrede su radio físico de acción -el mísero escenario del cafetín, donde es contemplada por un grupo de mujeres que, plausiblemente, proyectan su destino sobre las desesperanzadas palabras de su canto: obvio comentario sobre la naturaleza del trabajo artístico en tanto que producción significante, enunciado con contundencia ejemplar- para, con absoluta ruptura de toda verosimilitud naturalista, pasar de música diegética a música de acompañamiento, retornando más tarde a su mismo emplazamiento narrativo. Una música que es uno de los más cuidados trabajos fílmicos de Jesús García Leoz, de idónea tímbrica gracias al melancólico colorido aportado por el acordeón y cuyo material deriva de un motivo arpegiado ascendente en modo menor, (que no deja de recor­dar el arranque de el solda­dito, de la popu­la­rísi­maLuisa Fer­nanda, de Fede­rico Moreno Torroba), cuyo final se quiebra en un dolorido giro cromático y que se es­cu­cha sucesivamente con aire de haba­nera, de vals y de tango, logrando un llamativo efecto de unidad temática. Sin alcanzar la perfección de otras obras posteriores pero anticipando toda su solidez, Barrio, a medio camino entre el expresionismo y el melodrama manierista, exhibe ya todos los elementos centrales de la poética de Vajda, perpetuamente basculante sobre ese inestable límite entre literalidad y metáfora.

José Luis Téllez