Bardem: un formalista

Casi desde sus primeros pasos, Bardem se ha visto motejado por cierta crítica con el sambenito de panfletario, de cineasta, en definitiva, del enunciado: algo así como un desaliñado artesano comprometido sin verdadero vuelo creativo (lo que, de paso, constituía un intento nada sutil de desacreditar la posición incuestionablemente izquierdista y contestataria de su filmografía). El caso no deja de asemejarse al protagonizado años después por Eloy de la Iglesia, otro impenitente agitador cinematográfico de idéntica militancia comunista:  y tanto en uno como en otro ejemplo, semejantes vituperios no eran sino un cómodo refugio que permitiese inhibirse ante la coherencia exhibida por unos recursos puramente fílmicos puestos en juego con una sabiduría y una eficacia por demás ejemplares (aunque, lógicamente, muy diferentes e incluso opuestos en un uno y otro autor) en la articulación de sus respectivos textos. No es éste el lugar para extenderse sobre ello, pero lo cierto es que la crítica dominante  encontró siempre en su impugnación formal un modo de escamotear lo que hubiera resultado demasiado llamativo: que los ataques contra uno y otro estaban provocados sustancialmente por su fuerte enfrentamiento con la realidad social de la que sus films aspiraban a ser, tanto espejo como metáfora, tanto reflejo como refutación. El problema atañe incluso a la crítica que pretende afirmarse como progresista que, aún hoy, defiende el cine de Bardem desde la exclusiva consideración de sus referentes: pero la realidad es que, en sus obras más grandes y personales, Bardem es un excepcional cineasta de la enunciación, constructor de una sintaxis y una puesta en escena concebidas en función no sólo de aquéllo que se narra sino, y sobre todo, desde el lugar en que esa narración se contempla y analiza.

En Bardem, la indisolubilidad entre el relato y su plasmación fílmica es palmaria desde el mismo inicio de ciertas películas, manifestándose incluso en razón del propio formato elegido: tanto en Nunca pasa nada como en Los inocentes, dos espléndidos films rigurosamente consecutivos y los primeros en los que el director empleaba el scope, la extrema horizontalidad del cuadro está en relación directa con el espacio ficcional que a su través se construye. La árida desnudez de la planicie castellana por la que circula el autobús que abre la primera es la exacta equivalencia del inabarcable océano con que se inicia la segunda: dos llanuras que asumirán acusado protagonismo en ambos films, tanto como pregnante decorado de sus respectivos avatares como metáfora de la ausencia de toda anfractuosidad que ofrezca refugio a los personajes frente a la omnisciente vigilancia de esa inmensidad que, al tiempo, es el símbolo de una realidad social opresiva y sin escapatoria. La amplitud del espacio referencial traza un paradigma en cuyo extremo opuesto se inscribe la mediocridad de las figuras que lo habitan y la carencia de horizontes de su vida cotidiana.

En ambos casos, dicho espacio ficcional se remite a un mismo dispositivo, el plano secuencia. Si en el arranque de Nunca pasa nada éste queda reducido a una panorámica izquierda-derecha que se interrumpe para dar paso a la serie de créditos sobre la que se muestra el autobús en el que viaja la compañía de revista a la que pertenece Jacqueline (Corinne Marchand) y que prefigura el comienzo del que contiene la escena entre ésta y Juan en el castillo, en Los inocentes ese mismo giro, de una amplitud ahora que bordea los 270º, abre la escena en que el paso del mar a la tierra es el correlato de la presentación de las consecuencias del accidente en que han perdido la vida la esposa de Bruno (Alfredo Alcón) y el padre de la que, más adelante, será su enamorada, Elena (Paloma Valdés). Aunque su posición inicial en el film, desvinculado todavía de una función narrativa precisa, pudiera hacer pensar que se trata de un simple lugar retórico que se perpetúa de una cinta a otra, la realidad es que ese giro de la cámara es el epítome anticipado de un importante dispositivo de la puesta en escena, bien que sea mucho más esencial en aquélla cinta que en ésta. No obstante, en Los inocentes juega también una función destacada en determinados instantes, cual sucede en la escena entre las dos hermanas, donde Elena aparece reflejada en la parte izquierda de un espejo ante el que se sitúa Laura (relacionada con ella a través del raccord de mirada hacia el fuera de campo izquierdo) para, y tras haber entrado en campo inmediatamente después de la desaparición de su reflejo, volver a salir por la derecha y regresar nuevamente reflejada ahora en  otro espejo situado perpendicularmente con respecto al primero según un juego rigurosamente simétrico respecto al del inicio de un movimiento izquierda-derecha que se abre sobre el espejo colgado sobre una pared para concluir sobre otro situado en la ortogonal contigua, en una magnífica alternancia de espacios virtuales cuya sugerencia formal, de un manierismo casi preciosista, no deja de traer a la memoria ciertas secuencias muy similares de Douglas Sirk que, y como sucede allí, encierra también una reflexión acerca de la imposibilidad de hurtarse a una estructura familiar que, en definitiva, no es otra cosa sino la derivada de una determinada situación de clase. Empero, la cercanía con el autor de Written on the wind no reside únicamente en la  continuidad entre el movimiento de la actriz, a un tiempo fuera y dentro de campo: el referido plano (de alrededor de dos minutos de duración) arranca y se clausura con un mismo encuadre en que ambas hermanas están separadas por uno de los pilares del baldaquino de la lujosa cama de Laura, especie de parteluz que divide el cuadro manifestando el antagonismo entre ambas mujeres, que en todo momento, y pese a encontrarse en el mismo espacio ficcional (la alcoba de la hermana mayor), definen espacios dramáticos rigurosamente contrapuestos: esa doble función del encuadre otorga a la enunciación fílmica una ostensible primacía, evidenciando hasta dónde es capaz de rendir cuentas por sí misma de la situación respectiva de los personajes. La cámara (su posición y sus desplazamientos) actúa como fedatario de la posición ideológica del grupo al que pertenece la muchacha, la todopoderosa burguesía industrial, al que no podrá sustraerse, y en este sentido, Los inocentes se muestra aún más radical que Nunca pasa nada.

Centrados ambos films en el registro emotivo del melodrama (al que, por cierto, la notable música de Georges Delerue colabora de modo magistral en el segundo), el primero de ellos constituye una impugnación particularmente lúcida y eficaz del que quizá sea el más arraigado de sus topoi: el que establece el triunfo del amor por encima de las clases sociales, que en el excelente retrato bardemiano se evidencia como impracticable sin que el código melodramático se resienta de ello sino que, antes bien, resulte reforzado con una contundencia que denuncia la fatalidad trágica e inexorable que atrapa a sus figuras. Se logra así una profundización en la denuncia de la naturaleza ideológica del propio código: porque todo buen melodrama es, en realidad, una tragedia encubierta que no osa decir su nombre, con lo que la señalada cercanía con Sirk del referido plano deja de ser una mera referencia cinéfila para revelarse como un imprescindible dispositivo estructural, trasunto a su vez de una posición fuertemente crítica con aquello que en él se analiza y  describe. Y es que si algo queda claro en esa soberbia tragedia social que es Los inocentes, es justamente el carácter inamovible de la estructura de clases, que actúa como materialización de un Destino contra el que nada puede la revuelta individual. De hecho, en el film queda por entero de manifiesto tanto la sinceridad del amor de Bruno hacia Elena como la absoluta imposiblidad de institucionalizarlo, lo que fuerza inexorablemente su traición hacia tal sentimiento (y, consecuentemente, hacia la propia amada). Y resulta llamativo constatar que los personajes pertenecientes a la casta dominante (dominante al extremo de dar órdenes a la policía que son sumisamente acatadas por ésta, cual sucede en el arranque del film cuando el tío de la protagonista conmina al agente a que impida al periodista realizar fotografías de los cadáveres) no son presentados como especialmente crueles o depravados: se limitan, simplemente, a defender sus privilegios frente a la irrupción de Bruno, un humilde empleado de su banco, al que sitúan en puestos paulatinamente superiores a los que jamás hubiera alcanzado por sus propios méritos: soborno que éste no se halla en disposición de rehusar si pretende mantener su trabajo. De este modo, el que se trate de un film coproducido con Argentina que se desarrolla en Buenos Aires y Mar del Plata (pero doblado en perfecto castellano peninsular) otorga a la cinta un fuerte grado de abstracción que, en definitiva, redunda en la inteligibilidad y pertinencia de su análisis.

En su versión ampliada (el plano secuencia), el dispositivo se revela pues como una poderosa metáfora tanto espacial como temporal: la imagen fílmica de un continuum tanto social como topográfico (pero también de un momento histórico preciso en el caso de Nunca pada nada) del que resulta preciso evadirse pero que, al tiempo, dificulta, cuando no impide, semejante huída. De hecho, el tema central de este film es precisamente el de la necesidad de liberarse de ese espacio castrador y claustrofóbico, necesidad afirmada ante Juan tanto por Jacqueline como por Julia (una excelente Julia Gutiérrez Caba), las dos mujeres que, sin esperanza, se sienten atraídas por él, pese a que ambas elijan abandonarle, la primera por continuar su propia vida como vedette y la segunda por regresar junto a su marido (pese a la violenta escena de ruptura que han protagonizado secuencias más atrás) inmediatamente después de que aquélla,  reintegrada finalmente a su compañía de revista, parta de la ciudad: una ciudad provinciana de la España profunda bien próxima a la de Calle Mayor (y con su misma función como sinécdoque de la sociedad española del franquismo), y en donde la persistente lluvia juega el mismo papel dolorosamente metafórico. Pero ahora esta metáfora se lleva mucho más lejos, al extremo de impregnar toda la articulación significante: Julia siempre está asociada a la oscuridad, tanto la de la noche como la de su lujosa casa, mientras Jacqueline, que carece de un espacio propio, lo está a la claridad, sea la radiante luz solar de los exteriores, sea el blanco de la clínica del marido de aquélla donde es operada por él. El propio montaje de atracciones, que en más de una ocasión enlaza secuencias sucesivas a través de los primeros planos respectivos de una mujer y otra, no deja lugar a dudas sobre semejente adscripción: Jacqueline es la mujer libre capaz de declarar sus sentimientos a un hombre, como sucede en su escena con Juan en el castillo, ligada a la vida itinerante propia del teatro, procedente de un Paris absolutamente mítico en la época y forzada a permanecer en la ciudad a consecuencia de un inoportuno ataque de apendicitis (lo que desata la malevolencia y la insidia beateril), mientras Julia, la esposa del médico, pertenece al grupo social dominante en el que, pese a su obvia posición de ocioso privilegio, dista de vivir una existencia gratificante con la que, y pese a todo, no será capaz de cortar amarras. El teatro se desborda más allá de la ficción: Jacqueline y sus compañeras son mostradas como gentes solidarias y sinceras, mientras la ciudad es tablado del fingimiento y la apariencia, un microcosmos asfixiado por la gazmoñería y la maledicencia femeninas (que Julia asista a una proyección de Lo que el viento se llevó, a la que la clasificación eclesiástica de la época adjudicó un 4, es decir, gravemente peligrosa, es fuertemente criticado) y la hipocresía y zafiedad varoniles (Enrique realiza periódicas escapadas a los prostíbulos capitalinos y ha mantenido allí una querida durante varios años, tratando a su esposa como a una criada), un lugar profundamente triste en el que, y como dice la propia Julia, se siente uno morir según pasan los días.  Contrastes cuya evidencia colabora al aspecto casi didáctico del film, sin privarle por ello de su profunda humanidad. 

El tablero en el que se desarrolla este juego de oposiciones está constantemente atravesado por camiones de mercancías que cruzan la calle principal, donde se encuentra la vivienda de Julia, camiones cuya interminable presencia constituye una metáfora tanto del desarraigo como del paso irrecobrable de los días, y cuyas luces nocturnas ponen ácida puntuación a las dos escenas capitales del film, la declaración de Juan a Julia aprovechando la ausencia del hijo de ésta, del que el primero es profesor particular de francés (lengua cuyo conocimiento ha hecho posible el acercamiento de Jacqueline, ganosa de hablar su propio idioma) y la ya citada de la ruptura entre los esposos, donde Julia reprocha a Enrique tanto su propia soledad como las aventuras extramatrimoniales de éste, al tiempo que reclama el derecho a sus propios deseos: valerosa actitud de la que finalmente desistirá, encarnando en su vergonzante claudicación postrera la frase que titula el film, convertida así tanto en el emblema de la respetabilidad social tanto como en el de la infelicidad. Y a este respecto resulta sumamente llamativo el hecho de que ni Julia ni el propio Enrique, en plena crisis de los cincuenta, se encuentren satisfechos con su vida, pese a tratarse de conspicuos representantes de la clase dominante local.

Ambos episodios están tratados de manera gemela e invertida, se diría que reflejados en un espejo a través de complejos y dilatados planos secuencia que engloban la integridad de sus escenas respectivas. En la escena entre Juan y Julia, éste aguarda junto al mirador, mientras ella, proveniente de la profundidad del pasillo, le contempla a través del reencuadre de la puerta, forzando un movimiento de cámara que luego se invierte para situar a los personajes sentados junto a la mesa, donde el joven le enseña sus versos y le declara sus sentimientos. Por contra, en la escena con Enrique los personajes permanecerán siempre de pié, cruzando diferentes estancias de la casa según un recorrido que, iniciado junto a la puerta de entrada, les lleva luego al mirador para volver a trasladarlos al interior de la casa. Si en el primer caso la directriz del movimiento parte primero de Julia y luego de Juan, en el  segundo parte de Enrique para acabar siendo asumido por la mujer. La oposición entre ambas relaciones se proyecta a través de un esquema formal preciso, cuya nitidez es tan poderosa que genera un efecto de sentido enteramente autónomo. Esa misma simetría rige la concepción general del discurso: el autobús en el que Jacqueline llega a la ciudad en pleno día abre un relato que se clausura con su partida y, bien que sea en un extremo del plano y al fondo de éste, el sentido inicial derecha-izquierda se  invierte y la compañía sale de campo por el extremo izquierdo del encuadre en medio de la noche: el círculo se cierra y la sucesiva actitud de Julia tomando del brazo a su marido que contempla desesperado la partida de Jacqueline no es sino el lógico e inevitable colofón de un itinerario hacia la nada en el que cualquier camino hacia la libertad se diría cegado por los convencionalismos.

El modo sistemático en que el plano secuencia es empleado en Nunca pasa nada es tal naturaleza que puede decirse que se trata de algo así como la unidad narrativa privilegiada, al extremo de que buena parte de las escenas (y desde luego, en las de mayor relevancia argumental, como las conversaciones entre Juan y Pepe junto al puente o las escenas de Julia en la mercería) están resueltas de semejante modo, merced a un plano único que combina trawelling con panorámica y que contiene la totalidad de una (o dos) escenas (entendiendo este término en su sentido tradicional, como parte del acto en que intervienen los mismos personajes). Un notable ejemplo lo constituye la segunda escena de la mercería, en donde Julia conversa con la dueña en uno de los extremos de la tienda hasta que ésta, al trasladarse al otro, se vea acompañada por un giro de 180º que acaba por descubrir el contracampo del plano inicial: la referencia al largo plano del pasillo en La règle du jeu de Jean Renoir tampoco resulta gratuíta, toda vez que el movimiento de cámara permite situar en el centro del encuadre la puerta del comercio, desde donde pueden distinguirse las figuras de Doña Matilde (Mª Luisa Ponte) y Dª Asunción (Ana Mª Ventura) que se aproximan desde la plaza para, finalmente, entrar en la tienda e incorporarse a la charla, lo que llevará la situación hacia su culmen cuando la mercera (Matilde Muñoz Sampedro) describa, a un tiempo escandalizada y salaz, en qué consiste un stip-tease, ante la aquiescencia cómplice (y tan condenatoria como rijosa) de las compañeras de novenario de Julia. La inesperada inscripción del punto de vista de las recién llegadas revela la profunda lógica formal y narrativa del episodio, y lo inevitable de su resolución en un segmento único, lo que precisa, además, de un aliado fotográfico esencial: la profundidad de campo, de la que Bardem había hecho generoso empleo tanto en Calle Mayor como en Muerte de un ciclista con idéntica función narrativa. Así, el movimiento desde el fondo del comercio hasta la cercanía de su entrada se revela como una necesidad enunciativa, toda vez que permite descubrir la función social de la tienda como inapelable ágora de la murmuración y la doblez, ante las que a Julia no le cabe otro recurso que el silencio. En este episodio crucial, el plano secuencia desvela su más profundo papel significante como generador de un espacio circular en que la ideología reina y triunfa y del que resulta imposible evadirse: como en Los inocentes, la cámara (es decir: el plano secuencia como unidad de relato), genera una dialéctica entre tiempo y espacio (fílmicos), que denuncia una realidad opresiva al tiempo que la construye. La mirada nunca es inocente, pareciera afirmar Bardem merced a su sistemática y precisa elección narrativa: identificación entre escena y plano, que anticipa la de ciertos films de Miklos Jancsó o Theodore Angelopoulos. Pero esa elección dista de ser un partie-pris, como sucede en el caso de tales cineastas, sino un recurso que, si bien se manifiesta como dominante, tan sólo es uno más en el conjunto de la gramática más rica y, sobre todo, más ágil de quien, en esa especie de trilogía del fracaso constituída por los dos films aquí comentados a los que debe añadirse la magistral Calle Mayor, se muestra como uno de los más sólidos y funcionales narradores de nuestro cine. Una trilogía en grises tan reivindicativa como desencantada, no ya acerca de la España de su momento, sino de la propia dificultad de gratificación vital en el seno del capitalismo.

José Luis Téllez (2002)