Sófocles revisited (I)

La versión que Bertolt Brecht realizó de la traducción alemana de Antigona debida a Friedrich Hölderlin es, ante todo, un alegato contra la dictadura, un texto declaradamente antifascista (detalle especialmente explícito: en cierto momento, el Corifeo se dirige a Creonte con el tratamiento de mein Führer, en lugar del mein Königdel texto original). La inmortal tragedia pierde así mucha de su densidad argumental y filosófica (y digámoslo también, no poca de su ambigüedad poética), para trasmutarse en una pieza de teatro político: la apasionante realización cinematográfica de Jean Marie Straub y Danielle Huillet le devuelve su anclaje desde una nueva perspectiva. Al intemporalizarla y (por decirlo de algún modo) geometrizarla visual y narrativamente, la operación fílmica resitúa el texto en una tierra de nadie: la palabra (re)cobra así una intensidad y un protagonismo extremos al encarnarse en una suerte de momento privilegiado, una ucronía, una temporalidad estrictamente cinematográfica que ni rinde cuentas a la ocasión histórica (la adaptación de Brecht es de 1948) ni, muchísimo menos aún, se pliega a la servidumbre historicista o la prostitución turística: el espacio escénico empleado (las ruinas del anfiteatro de Segesta, en Sicilia) sirve justamente para marcar esa distancia entre el hoy y el irrecobrable ayer y, por lo tanto, para recuperar la plena actualidad del texto. Ya próximo el fin, un plano de mayor apertura que los anteriores nos permite ver el paisaje del fondo, ignorado hasta entonces: un valle cruzado por el puente de una autopista. El espacio real se convierte así en el espacio ficcional de una representación concreta, fechable en 1991, año de la producción del film.

Jean-Marie Straub & Danièle Huillet

Straub sitúa la cámara en el mismo emplazamiento a lo largo de toda la acción: un punto a media altura de la cávea a la derecha de la escena para los planos generales y otro, más bajo, para los planos más cercanos. La angulación y la toma son siempre constantes para cada personaje: planos fijos, sin más movimiento que algunas violentas (y funcionales) panorámicas desde la proskené hacia la orkhestra para enlazar ciertos parlamentos actorales con los corales. Cada personaje tiene su posición, su encuadre particular y su angulación específica que no se modifican a lo largo de la cinta, de modo que el espacio teatral se descompone en una serie de espacios fílmicos ligados entre sí por el mantenimiento de un eje único. No existe un plano general (o una serie de ellos) que describan la integridad de la arquitectura: las diferentes tomas no definen un hipotético teatro reconstruíble en la memoria, sino espacios enunciativos individuales asociados a cada una de las diferentes figuras que habitan el drama.   

Formalmente, de la tragedia emerge su rigidez, su hieratismo, una severidad que tiene algo de estatuario, como un bajorrelieve arcaico o un mosaico bizantino en que el aspecto arquetípico de sus figuras resulta, no ya compatible con su individualidad sino, justamente, como la condición  que permite que esa individualidad se revele en toda su plenitud: al prescindir de todo desplazamiento y de cualquier ademán ajeno al texto, la palabra se convierte en la absoluta protagonista del relato, cobrando una fuerza y un peso excepcionales y conmovedores. La voz, el gesto de los actores en el acto de declamar, la nitidez de su dicción (que gracias al sonido directo se enriquece con la ocasional crepitación de las hojas de los árboles movidas por el viento) registran una verdad de la representación cuya potencia expresiva se dilata más allá de los propios límites del cuadro. La escritura de Hölderlin (que Brecht ha coloquializado deliberadamente en varias ocasiones), en prosa rítmica unas veces, en verso libre pero de métrica constante otras, posée una escansión particular: al privilegiar una recitación antirrealista y uniforme que huye de todo emocionalismo, una enunciación que proscribe cualquier agitación innecesaria para centrarse en la propia materia del idioma y de su música propia, irreductible a otra cosa que no sea la palabra misma, el texto recobra su lozanía, su vigor y su sentido primigenio: lo que sucede en la escena sucede en el lenguaje, en las ideas que en él se articulan y en la fonética que nutre su significancia, su materia.  La estructura épica, narrativa, propia de la tragedia clásica, regresa así a su función prístina: los enviados que narran el final terrible de Hemon y de su madre Euridice, la rebelión de Tebas y el fracaso de la campaña de Argos, revelan toda su patética evidencia precisamente porque su verdad reside en su carácter de testimonios de una realidad que sólo nos alcanza como relato, como el más allá de unos hechos que nos conciernen en tanto que memoria colectiva: su intemporalidad y su impersonalidad son el vehículo que los universaliza. No presenciaremos el intolerable horror que describen, sino el letal efecto que provocan en Creonte, víctima extrema de su propia tiranía.

La universalidad producida por medios estrictamente fílmicos se  acrecienta merced a otro registro estético (e histórico) diferente: la música que acompaña los créditos (un fragmento de la Musique pour les soupers du roi Ubu, una obra-collage de Bernd Alois Zimmermann fechada en 1966), es un ostinato rítmico-armónico invariable sobre el que se citan la Walkürenritt, la popular cabalgata que sirve de preludio al tercer acto de la ópera de Wagner y otro fragmento, más breve, de la Marche au supplice, cuarto  movimiento de la Symphonie Fantastique de Berlioz. Repetidamente se ha señalado la deliberada similitud entre Brünhilde, la protagonista de la Tetralogiawagneriana, y la heroína de Sófocles: al inscribirse en el contexto de la tragedia a guisa de proemio, la cita de la obra de Berlioz, un cuarto de siglo anterior a la de Wagner, anticipa la idea del castigo sufrido por la protagonista, encerrada en una tumba donde ella misma se suicidará ahorcándose. El romanticismo (es decir: su imagen distanciada y levemente deformada) sirve como un oportuno exordio que, al tiempo que evoca un cierto tipo de emotividad, la pone, por así decir, entre paréntesis. El reconocimiento de la música permite que, antes de escuchar el primer verso de la obra, asistamos metafóricamente a su final: ése es, justamente, el carácter circular de la tragedia, la materialización ritual de lo ya conocido. Partiendo de una pieza de agitación tratada con absoluta fidelidad, el film de Straub/Huillet, a través de los mecanismos del cine primitivo aplicados con lúcido rigor, alcanza así a desvelar en ella ese carácter sacral, primigeno, del teatro.

José Luis Téllez