Amor constante más allá de la muerte

¿Es posible hablar de “realismo romántico”? Al margen del aparente oxímoron, el concepto podría aplicarse a objetos estéticos en que lo real y lo irreal conviviesen en pié de igualdad desde el punto de vista del código empleado. Un ejemplo de ello podría ser el surrealismo, con su academicismo pseudofotográfico aplicado a escenografías imposibles: otro, más exquisito y de mayor altura poética, lo constituiría un film como Peter Ibbetson (Henry Hataway, 1935), admirable ejemplo de la manera en que el modo institucional de representación puede aplicarse a una materia narrativa que, en principio, se ofrecería como incompatible con él. El realismo hollywoodiense de los años treinta se aplica aquí a una historia que, en principio, resulta imposible de asumir desde una perspectiva naturalista y que, sin embargo, se hace verosímil justamente gracias a ella (Peter Ibbetson fue, al parecer, un film muy alabado por los surrealistas).

Los pequeños Peter y Mary

Esa aparente contradicción se subraya en dos momentos simétricos de la historia: cuando el protagonista visita el Louvre hay una pareja que observa una pintura que no vemos (aunque sabemos que se trata de un paisaje) y dicen con entusiasmo mirando a la cámara: ¡fíjate cuánto se parece a lo que hay detrás de nuestra casa! El propio dispositivo fílmico es lo que justifica el hábitat de estos personajes ocasionales en un mundo cuya realidad no es otra sino la de la propia ficción. Del mismo modo, ya en el último segmento del film, correspondiente al gran episodio onírico, será el propio protagonista (Gary Cooper) quien diga a su amada Mary (Ann Harding) ¿escuchas esa música?, refiriéndose a la propia banda sonora (de Ernst Toch). Realidad y ficción se interpenetran para desnudar la mirada del espectador, situando todo el código de representación entre paréntesis, por así decir. Éso y la especial naturaleza de la historia, cuya línea argumental corresponde a la descripción de un amor infantil bruscamente truncado que regresará mucho tiempo después sin que sus propios protagonistas se reconozcan hasta que un sueño simultáneo y común les revele la pervivencia de un pretérito que aspira a transformarse en el único futuro posible: un amor que, en el prólogo, es todavía presexual y que en el gran episodio conclusivo correspondiente a las secuencias oníricas se moverá en el mismo registro, al tratarse del encuentro entre dos almas huídas de sus cuerpos. Reencuentro memorable, con un juego de miradas entre los protagonistas de una intensidad privilegiada.

Los protagonistas, Gary Cooper y Ann Harding

Peter Ibbetson es un film gótico, pero un goticismo cuya iconografía se abre con imágenes de la naturaleza y se cierra otorgando a la luz todo el sentido argumental y poético, un goticismo cuya dimensión fantástica carece de elementos siniestros. Esa naturaleza será el ámbito en que la pareja podrá materializar su amor en el plano puramente espiritual, un amor desencarnado que los une y en el que se realizan como sujetos ficcionales: cuanto más y más envejecen en la sórdida realidad histórica, tanto más jóvenes aparecen en la gloriosa realidad onírica hasta concluir disolviéndose en la luz, trayendo a la memoria, tanto el verso 35 de la sura vigésimo cuarta del Coran (La Divinidad es como una lámpara cuyo aceite es, en sí mismo, luminoso: Luz sobre Luz) como alguna de las estrofas finales de la Divina Commedia (O luce eterna che sola in te sidi/sola t’intendi e da te intelletta/e intendente te, ami e arridi!). Final cuya grandeza se cifra en no haber retrocedido ante la dimensión metafísica sino, por el contrario, en otorgarle carta de naturaleza como única instancia que pueda justificar una verosimilitud que, paradójicamente, se basaba inicialmente en el código naturalista. Hacer creíble lo inverosímil: en tal sentido, la conclusión de Peter Ibbetson se articula en el mismo registro que otro film muy diverso (bien que igualmente memorable), The incredible shrinking man, de Jack Arnold, cuyo protagonista disminuye paulatinamente de tamaño hasta alcanzar la dimensión molecular, transfigurándose en la consciencia de un Cosmos subatómico.

Peter Ibbetson (que entre nosotros se proyectó con el título de Sueño de amor eterno) podría igualmente convertirse en una ilustración del que quizá sea el más bello soneto de la literatura española, cuyo título glorioso ha servido también de pórtico para esta breve nota. A fin de cuentas, ya señaló Borges que la metafísica era un subgénero de la literatura fantástica. Y con mayor razón aún, de la poesía.

José Luis Téllez