Desde el primer instante se había sentido irresistiblemente atraído hacia la mujer representada en el cuadro. Retrato de una joven era cuanto decía el catálogo del museo, que fechaba la pintura a comienzos del XVI y la daba como italiana anónima. Era un retrato de gran sobriedad que representaba a una mujer ataviada con un vestido oscuro muy sencillo y carente de adornos, lo que permitía que el rostro destacase poderosamente: las manos, blancas y delicadas, se cruzaban sobre el regazo y, detalle un tanto sorprendente, la derecha sostenía una daga. El catálogo refutaba la idea, propuesta por algunos especialistas, de que se trataba de una representación de Judith: que la hoja estuviese envainada y que la cabeza de Holofernes no estuviera presente en la pintura parecían desmentir la hipótesis.

Pero lo que atrajo su atención era la mirada de la mujer: había en ella una energía especial, algo que trasmitía curiosidad o insatisfacción pero, sobre todo, esa especie de melancólico anhelo que los alemanes llaman Sehnsucht y que los Grimm definieron como Krankenheit des schmerzlichen Verlangens, padecimiento del ansia dolorida. Ya en la calle, le resultaba imposible olvidar aquel rostro y, sobre todo, la absurda y apremiante sensación, un tanto incómoda, de que la mujer le había mirado precisamente a él entre todos los visitantes de la sala con una determinación casi desesperada, como si hubiese aguardado largo tiempo hasta tenerle al alcance de sus ojos. Esa noche soñó con ella y no podía apartar el pensamiento de que aquella figura apresada en el lienzo le aguardaba con la misma impaciencia con que él esperaba la llegada del día para regresar al museo.

Al entrar nuevamente en la sala de los retratos sintió la fuerza de la mirada de aquel rostro, aquella mirada que le atraía pero también le intimidaba, aunque sólo se había atrevido a acercarse a ella de modo gradual, observando distraídamente las restantes pinturas. En el momento de encontrarse frente al retrato tuvo la absurda sensación de que la joven se hallaba a punto de hablarle: hubiese jurado que los ojos parpadearon y que el pecho se había alzado tenuemente, como si tomase aire antes de pronunciar no sabía qué palabras ignotas. La contempló largamente, inmóvil, pero no volvió a apreciar gesto alguno. Reparó en que los demás visitantes de la sala se acercaban al cuadro con especial atención, como si alguna circunstancia inesperada hubiese alentado su curiosidad: era obvio que la figura, apresada por las miradas de los otros, permanecería en su inmovilidad al menos hasta que la sala se vaciase.

A lo largo de la jornada deambuló por la pinacoteca caminando de una imagen a otra, ansioso por alcanzar un instante de pausa en que cesara el tumulto de visitantes y la soledad reinase en la sala de los retratos para acercarse nuevamente y descubrir si su percepción anterior había sido engañosa o premonitoria. Ya al final del día, cuando los vigilantes recorrían el museo para comprobar que estaba desierto antes de clausurarlo, por breves instantes pudo afrontar nuevamente aquel rostro en la sala vacía. Y entonces, la mujer le miró de otro modo, con una franqueza y una calidez nuevas. Sus labios se entreabrieron al fin y pudo oír su voz, tenue, casi como un susurro, pero perfectamente discernible: 

Ho aspettato questo istante da tanto tempo fà…  

Las palabras no fueron una sorpresa: para entonces ya estaba convencido de que el retrato habría de hablarle en algún momento. Hubiese contestado cualquier cosa, simplemente para afirmar su presencia, para dar testimonio de que la había escuchado y había comprendido sus palabras, pero el celador ya estaba en la sala indicándole cortésmente que debía abandonarla. La mujer, entre tanto, había retornado a su mutismo.

No pudo regresar al museo hasta varios días más tarde. Al entrar en la sala, y antes incluso de orientar su mirada, advirtió que algo irreparable había sucedido: al buscar el retrato solamente pudo ver un vacío en el muro, como una cicatriz que quebraba la continuidad de las restantes pinturas expuestas. Una pequeña tarjeta con el membrete del museo informaba de que el cuadro se había trasladado al gabinete de  restauración. Experimentó un tumulto emotivo que unía la angustia con una incomprensible sensación de libertad. Preguntó repetidamente a los guías de la pinacoteca, pero ninguno le ofreció otra cosa que vagas explicaciones de las que sólo recordaba un dato: sin motivo aparente, la pintura había empezado a resquebrajarse a la altura de los labios. 

Semanas después cayó en sus manos de manera azarosa el último ejemplar de una prestigiosa revista de arte. En su interior, un reportaje provocó su curiosidad: hablaba del misterioso borrado de un retrato en restauración. La imagen, una mujer joven que sostenía una daga entre sus manos, había desaparecido de forma súbita, pero sobre la tela no había la menor señal de violencia: el fondo, muy oscuro, estaba impoluto pero la mujer retratada sobre él parecía haberse desvanecido sin dejar el menor rastro. Y entonces, al examinar la pintura exponiéndola a los rayos X, se había producido un descubrimiento sensacional: la aparición de otro retrato, que se creía perdido, bajo la pintura del nuevo, y ahora inexistente. Expertos que habían examinado la tela, firmada, habían podido establecer que se trataba de una imagen de Onorato Gaetani, Príncipe de Altamura, realizado hacia 1490 por Cristoforo Majolana y que se trataba de una de sus escasísimas pinturas documentadas. El hallazgo añadía misterio a la desaparición de la imagen de la joven y, sobre todo, a su enigmática identidad. El estilo y la técnica de las dos parecían totalmente distintos. ¿Quién y porqué había decidido sustituír una pintura por otra? ¿A quién pertenecía el retrato desaparecido? Había discrepancia entre los expertos para decidir qué se hacía con la tela: ¿debía destruirse la capa de pintura del fondo del retrato de la joven para rescatar el retrato situado bajo ella sin tratar de averiguar qué había sucedido con aquél? La revista publicaba también una imagen positivada de la radiografía. Al mirarla se estremeció: creyó entrever su propio rostro veinte o veinticinco años atrás. Buscó algunas fotografías antiguas y cuanto más las confrontaba con la imagen presente, más incuestionable le resultaba el parecido. Las palabras que la joven le dirigiese en la pinacoteca adquirían ahora una significación nueva e inesperada.

En las horas siguientes vivió como sonámbulo: caminaba sin conciencia escrutando los rostros de cuantas mujeres alcanzaba a distinguir. Tenía la convicción de que la joven del cuadro había salido de él tan sólo para favorecer un posible encuentro, pero las dimensiones de la ciudad y el habitual tumulto urbano lo hacían improbable. Recorría las calles, las plazas y los parques de manera frenética y una vez y otra se reprochaba su obsesiva búsqueda, toda vez que la posibilidad de encontrar a la mujer eran estadísticamente inverosímiles. Paulatinamente fue abandonando la esperanza de hallarla y recobró poco a poco su estado habitual. Si el encuentro había de producirse, ocurriría por su propia dinámica, al margen de su voluntad.  Se sentó en un banco, fatigado. Y entonces escucho una voz, casi un susurro, junto a él, una voz de alguien a quien no había visto pero que se hallaba tan próximo como para poder distinguir sus palabras:

Vayamos a tu casa. Tienes que conocer mi historia y tu destino.

Ni siquiera se atrevió a volverse: era ella, ella, que había salido del cuadro para encontrarle y que se encontraba junto él en el mismo banco. Se puso en pié y la miró: sus ojos tenían la misma fuerza y la misma determinación de días atrás, pero ahora había también una íntima satisfacción en lugar de la acerba melancolía de su primer encuentro. La tomó del brazo y, sin cruzar palabra, caminaron hasta la parada de taxis más cercana.

Hicieron el amor sin apenas hablar, violentamente, con inaudita urgencia, como si cumpliesen con un rito largamente aplazado: le impresionó que ella hubiera tomado  la iniciativa en todo instante. Cuando, ya fatigados, reposaban uno junto al otro, la mujer se irguió y, apoyándose sobre su brazo doblado, se dirigió a él:

Tengo mucho que contarte –se detuvo y le miró- Debes saberlo todo, debes conocer el tiempo, el tiempo del pasado y el porqué de lo que te aguarda.

Se levantó y comenzó a vestirse. Al concluír, se sentó al borde del lecho y comenzó a hablar.

Yo soy nieta de Ettore Pignatelli, conde de Monteleone, hija de su hija Faustina Lucrezia. En 1507, Onorato  Gaetani fue acogido por mi abuelo salvándole de una emboscada mortal que le había tendido el prior de Messinaante la iglesia de St’Angelo al Nido, en Nápoles. Lo hizo por el deber cristiano de caridad y acogida, pese a tratarse de un miembro de la aborrecida facción gibellina. Mi madre tuvo amores con él, y yo nací al año sucesivo. Él le había dado promesa formal de matrimonio regalándole un retrato como prenda, pero al ser nombrado Principe de Altamura por el odioso rey Fernando, renegó de su palabra y acusó a mi madre de hechicería. Deshonrada, repudiada por mi abuelo, perseguida por la inquisición, huyó llevándome consigo a Recanati. Fue allí donde encargó mi retrato a un artista veneciano que pintaba una anunciación para la Confraternidad Mercantil, pidiéndole que cubriese la imagen anterior con la mía, haciéndole prometer que ni lo firmaría ni guardaría documentación del pagoYo me encontraba entonces en los veinticinco años de mi edad.

Se detuvo un instante. Contempló el ocaso por la ventana de la alcoba largo rato. Luego regresó al lecho.

Mi madre tenía el don de recordar el tiempo. Decía que el pasado y el futuro eran la misma cosa, y que quien tuviese absoluta conciencia del presente podría conocer su destino. Había profetizado la muerte de aquél infame Gaetani, señalando que fallecería lejos de su tierra, como así había sucedido siete años atrás. Cuando el retrato estuvo acabado, me dijo que, al morir, mi espíritu se encarnaría en él para cumplir su última voluntad haciendo justicia sobre quien la había deshonrado. Yo no entendía esta afirmación. Si Onorato Gaetani había muerto ¿en quien podría yo ejercer su venganza? -En su momento lo sabrás- me repuso.

Volvió a ponerse en pié. Miró la calle, anochecida.

Mi madre fue quemada viva en el Campo dei fiori: los esbirros del Pontífice dieron con ella, reavivando la vieja acusación: que hubiera realizado el vaticinio de la muerte de Gaetani en la costa española se consideró como prueba suficiente. En el último instante, ya desde la pira, volvió a recordarme su voluntad. Miré a la tribuna de las autoridades eclesiásticas: allí pude ver al espíritu de Onorato, que en su último instante se había recreado imaginando la escena

Volvió el rostro hacia él:

Tú debieras saberlo-dijo

Y en ese instante, revivió en su memoria la escena largamente olvidada: se vio a sí mismo contemplando la pira, rodeado de todos los dignatarios eclesiásticos, escuchando los gritos del pueblo, contemplando la muerte de aquella mujer a quien acusara, aquella mujer que había sido su amante y a la que traicionó y acusó falsamente: era el recuerdo de un pasado que sólo en aquél momento había retornado a su memoria. Y se supo Onorato Gaetani, falsario, reo de ingratitud hacia quienes le habían acogido salvándole la vida: y en ese instante alcanzó a comprender que el tiempo era sólo un fantasma, una invención de los hombres para ignorar sus culpas. La conciencia de la eternidad penetró en su memoria mientras la mujer, tomando la daga que había dejado en la mesilla de noche, le apuñalaba en el corazón. Sólo alcanzó a escuchar sus últimas palabras antes de expirar:

Sei vindicata, o madre!

Al día siguiente, el hallazgo del cuerpo apuñalado apenas era un suelto en la sección de sucesos de algunos periódicos: pero todos traían en primera página la sorprendente noticia de que la imagen del retrato desaparecido había regresado incomprensiblemente a su lugar.