El sentido de la tragedia
Todos los encuentros entre Nickie Ferrante (Cary Grant) y Terry McKay (Deborah Kerr) en An affair to remember (Leo McCarey, 1957) son fruto del azar: la entrega de la pitillera, el choque en la piscina, la presencia en el restaurante, incluso la coincidencia en los gustos (el champán rosado) no están provocados por los protagonistas. El plano memorable que une sus imágenes espalda contra espalda durante la cena, divide el espacio en dos cuadrados casi perfectos, cada uno de los cuales está habitado por uno de los dos personajes, ignorante de la presencia del otro: la cámara (¿el destino?) une lo que aspiró a una separación deliberada.
A lo largo del film, los reencuadres articulan (y distancian) a los personajes: la declaración amorosa en la borda, sobre un fondo neutro en que, insidiosamente, la línea vertical de una junta insiste sobre idéntica idea, la imagen de Terry en la terraza, igualmente dividida en dos espacios en que una panorámica hacia la derecha revela una nueva cristalera en que se refleja el Empire State Building, la imagen esperanzada de la cita. Reencuadres que, como en la inolvidable escena final, resitúan la acción desde una perspectiva enunciativa a un tiempo lejana y próxima.
Formalismo: el movimiento horizontal dentro de campo posée un sentido preciso. En la primera parte del film, el trasatlántico ―el amor― avanza de derecha a izquierda, pero tras la escena en casa de la abuela, en que el film muda inesperadamente de registro, el movimiento se invierte descubriendo su significación adversa. Terry sale de campo por la derecha al dejar el taxi y el ruido del frenazo y el correr de los transeuntes en esa dirección dan cuenta de la catástrofe. La muerte (la castración) se alberga en ese fuera de campo fatídico: pero también el único beso de todo el film ―el más pudoroso de la historia del cine― con la pareja en la escalera y sus cabezas rebasando el encuadre por la parte superior: como en Tristan und Isolde, el Deseo y la Muerte (el Todestrank y el Liebestrank, el acorde inicial y el acorde final) son una misma cosa. Al despedirse de la abuela Janou (Cathleen Nesbit), Terry, súbitamente, regresa cruzando el cuadro de izquiera a derecha para abrazar a la anciana: en ese instante singularmente conmovedor, la mujer, quizá sin conciencia de ello, asume definitivamente su destino (en la versión de 1939, menos rigurosa, la planificación es idéntica, pero el eje está invertido). Ese movimiento de izquierda a derecha ―el mismo del trasatlántico que, ahora, lleva a Nickie a la Riviera para recoger el simbólico chal― será también el del acomodador empujando la silla de ruedas, significante ominoso de la situación de Terry, en el teatro donde ambas parejas tendrán un encuentro fugaz y doloroso. Cuando, ya en la escena final, los personajes se reúnan, Terry, postrada en el sofá, está reencuadrada por un ventanal, mientras Nick lo está por la perspectiva del vestíbulo que da paso al humilde apartamento: su movimiento hacia la mujer seguirá siempre el mismo sentido, culminando en su paso al contracampo, donde se desvelará la realidad terrible de la situación: la pintura aparece ahora reflejada, reencuadrada por un espejo, ocupando el mismo lugar ficcional donde otrora estuvo el simbólico edificio en la secuencia en que Terry clausura la relación con su amante.
Simetrías: la recepción simultánea de los telegramas en el barco, la canción en casa de la abuela repetida luego por Terry en el music-hall, el Empire State Building visto desde el barco y luego desde el avión (por Terry, ahora sola), el gesto de la mano de Nick explicando cómo encumbró a sus amantes, que reaparecerá patéticamente en la escena final. El Destino, ha escrito Borges, gusta de esas duplicaciones.
Porque ésa es la realidad del film: la lucha contra un destino fatídico que atrapa a los personajes. No existen figuras negativas: todo el esfuerzo de los héroes será, justamente, lo que propicie el cumplimiento inexorable de esa fatalidad que los somete. Lo admirable de la segunda versión de An affair to remember reside en su capacidad para revelar el sentido profundo de la tragedia a través de los significantes más triviales y más tópicos: la navidad, el sacerdote benefactor, el rezo en la capilla de la abuela, la pintura escandalosamente convencional de Nick. La realidad más gris encubre una grandeza trágica: esa vida vulgar en que la Tragedia se reencuadra como Melodrama.
José Luis Téllez