Aegri Somnia

Casi contemporáneas, Erwartung (La espera) y A Kerzsakállú herzeg vára  (El castillo del Duque Barbazul) suponen el punto más experimental alcanzado por el operismo en el inicio del S.XX. La obra de Schönberg se escribió en 1909, pero no se estrenó hasta 15 años más tarde y la de Bártok, compuesta dos años después de Erwartung, debió esperar otros siete hasta subir a escena. Ambas obras exponen de modos diferentes la doble dimensión de la pesadilla, y en ambos casos, también, sobre el misterio de la relación amorosa. En todo caso, se trata de dos piedras miliares de la música escénica que no han sido superadas y que refuerzan su intensidad respectiva reunidas en una misma velada (como la memorable ofrecida en Salzburgo en el verano de 1995).

Ambas obras se substancian en el estatismo. La progresión dramática no está regida por aquello que sucede en escena (el monólogo alucinatorio de la protagonista en Erwartung o la sucesión de puertas que abre esposa de Barbazul) sino por el enigma que esas puertas (o aquellas palabras) suponen: la exhumación del tiempo anterior en Bartok, el desvelamiento del tiempo interior en Schönberg. No se trata de melodramas en el sentido clásico o romántico, sino de los itinerarios de un saber que, si en Bartok nos enfrenta con el arcano de la memoria, en Erwartung nos remite a su propio comienzo, es decir, a la inesquivable circularidad del recuerdo.

Si lo que caracteriza a la obra de Schönberg es la imposibilidad de analizarla, en la medida en que su música carece de repeticiones (se habló de ello en esta misma sección en noviembre de 2014), la de Bártok, por el contrario, se organiza según lo que podría describirse como un juego de espejos en que modalidad y tonalidad se reflejan la una en la otra de manera alternativa. La obra se inicia con una lenta frase basada en la escala pentatónica en la cuerda grave sobre la que un recitador se interroga sobre la significación de esa misma frase que escuchamos y se pregunta si el escenario es exterior o interior respecto a la mirada espectadora. Al concluir, se expone un tema por oboes y clarinetes iniciado con una oscilación semitonal articulando una breve frase basada en la escala octatónica, que alterna tono y semitono. Es el significante, no ya de Barbazul, sino de ese castillo en que transcurrirá la acción y se desarrollará ampliamente a lo largo de la primera escena para regresar en la conclusión de la obra, mientras la escala pentatónica nutre un ostinato de corcheas que gira interminablemente sobre sí: el aspecto obsesivo de lo narrado se inscribe desde el arranque mismo del texto. La célula inicial está doblada en terceras mayores paralelas, suponiendo una posibilidad politonal, pero se armoniza con una referencia a la frase pentatónica para, con la primera intervención vocal de Barbazul, desembocar en un nítido Re menor que, a su vez, se transformará en una triada aumentada a la que se añade otra tercera mayor mientras Judit, en sus primeras intervenciones, lo hará en un Fa sostenido mixolidio: en apenas cuarenta compases ya se ha establecido una dialéctica plural e irreconciliable.

El intervalo de semitono, tanto como trino como substancia armónica, invade la integridad del espacio descubierto tras la primera puerta: es el significante de la sangre, y de un modo u otro recorrerá el resto de la obra. La polimodalidad se ve interrumpida por la tonalidad, pero ésta última no funciona como un dispositivo estructural, sino como una referencia descriptiva, más poética que otra cosa. Las puertas quinta y sexta se abren sobre Do mayor y La menor respectivamente: el reino de Barbazul, su luminosa magnificencia, es inseparable de la oscuridad de las lágrimas, y la interdependencia entre tonos relativos alcanza aquí su más honda significación, y de ahí que, tras la última puerta, se muestren las mujeres anteriormente amadas por Barbazul en tonalidades próximas. Si bemol (la mañana), La (el mediodía) y Fa (la noche) serán los ámbitos armónicos de referencia de un itinerario amoroso que ninguna mirada tiene el derecho de transgredir.

El capitán Nemo tocando el órgano

Mobilis in Mobili. En el capítulo vigésimo segundo de la primera parte de Vingt mille lieues sous les mers, el Doctor Aronnax, narrador de la historia, ve al Capitan Nemo ensimismado tocando el órgano en el salón del Nautilus y señala con pertinencia que les doigts du Capitaine couraient alors sur le clavier de l’instrument, et je remarquai qu’il n’en frappait que les touches noires, ce qui donnait à ses mélodies une couleur essentiellement écossaise. El misterioso personaje de la fascinadora novela de Verne es, quizá, la encarnación más consistente y sombría del héroe romántico, de su soledad y su desesperación, y de ahí su hechizo por Escocia que (como bien escribiera Fedele D’Amico hablando de La donna del Lago, la inmortal ópera de Rossini), era La Meca para los románticos. La escala pentatónica (la de las teclas negras del teclado), característica de buena parte del folklore escocés, es anhemitónica (es decir, que consta tan sólo de segundas mayores y terceras menores), como sucede en numerosas músicas de África, América, China o Japón. El castillo que habita Barbazul no es otra cosa sino la materialización de su alma, la imagen sensible de su más honda intimidad. Bártok, al iniciar y concluir su única ópera con esa larga frase pentatónica que, de diferentes modos, regresará a lo largo de la obra, no está buscando un efecto exótico sino, por el contrario, tratando de expresar la dimensión misma de lo universal e intemporal: la de una intimidad dolorosa e irremediablemente vulnerada.

José Luis Téllez (abril 2021)