Stravinsky: ópera, antiópera y extraópera
Si examinamos la producción dramática stravinskiana (excepción hecha de sus ballets), lo primero que salta a la vista es la naturaleza fuertemente antirrealista que define desde la elección de los argumentos hasta la propia estructura de cada una de sus aportaciones en este dominio, así como el carácter paradójico y fuertemente diversificado de su producción.
Hay títulos absolutamente inclasificables, como Perséphone y otros que no incluyen el canto, como La historia del soldado (son textos extra-operísticos mezcla de melólogo y pantomima que, no obstante, resultan fuertemente menoscabados fuera de la escena) y otros que, como Oedipus Rex, se mantienen en un espacio híbrido, aleación de oratorio y ópera propiamente dicha.
Cabe afirmar que tan sólo The rake’s progress se adscribe a esta últime rúbrica en el pleno sentido de la palabra, si bien la cantidad de convenciones arcaicas (léase: dieciochescas) que acepta la distancian deliberada y provocativamente de su época: cabría tipificarla como lo que Charles Rosen denominase demonstration play, con moraleja final en estilo vaudeville (una idea que, en uno u otro grado, informa toda su música escénica no danzable). Mavra o Rénard, a su vez, son piezas de curso tan ceñido y tan breve que, por así decir, concluyen casi antes de haber comenzado y manifiestan idéntico desdén por la dramaturgia musical al uso: la primera se basa en el aria como unidad narrativa (al extremo de prescindir de los recitativos) mientras la segunda utiliza únicamente cuatro cantantes que, al no estar asociados a los personajes, se intercambian los papeles, lo que constituye el rasgo más antioperístico que quepa imaginar. Entre las obras del “periodo ruso”, tan sólo El ruiseñor es una verdadera ópera, si bien su brevedad —tres cuadros de apenas cuarenta y cinco minutos en total— y su carácter estático también la apartan del gusto dominante. Por su parte, la elección argumental, sin más excepción que The rake’s progress, se remite, bien a la mitología clásica, bien al folclore, huyendo de toda pretensión naturalista (El ruiseñor, en concreto, parte de un cuento de Andersen que, a su vez, tiene un origen popular): igualmente opuesta al verismo y al Musikdrama wagneriano, la música teatral de Stravinsky se ofrece deliberadamente como un poderoso y eficaz antídoto contra la pandemia romántica.
1.El ruiseñor en el bosque

Pese a su origen azaroso y su escritura discontinua, El ruiseñor es una de las más singulares y exquisitas creaciones de su autor. Como se sabe, Stravinsky había compuesto el primer acto entre 1908 y 1909, cuando estaba finalizando sus estudios con Rimsky, que aprobó la parte que tuvo tiempo de conocer antes de su fallecimiento: Stephan Mitusov, autor del libreto, era un amigo con el que había entrado en contacto precisamente en casa del autor de El gallo de oro. Solicitado por Diaghilev (que había escuchado los brillantísimos Fuegos artificiales en un concierto de Siloti) para orquestar dos piezas de Chopin para el ballet Las sílfides y, de inmediato, para El pajaro de fuego, la ópera quedó interrumpida. Ya en 1914 recibiría un encargo del recién nacido Teatro de Arte de Moscú para concluirla con vistas a la temporada sucesiva, pero la quiebra financiera del empeño dejó a Stravinsky sin los 10.000 rublos prometidos, que asumió Diaghilev (pagando, según parece, algún dinero más) a cambio de asegurarse el estreno, que tuvo lugar el 26 de mayo de 1914 en la ópera de París dirigido por Pierre Monteux, con decorados y figurines de Alexandre Benois, dirección escénica de Alexandre Samine y cantantes procedentes de los teatros imperiales en el foso, doblados por bailarines en escena con coreografía de Boris Romanov, en programa doble con El gallo de oro tratado escénicamente de idéntica manera: Aurelia Dobrovolska encarnó al ruiseñor, Elisabet Petrenko a la muerte y Alexandre Varfolomeïev al pescador . En reducción de canto y piano, la partitura fue publicada por las Ediciones Rusas de Música en versión bilingüe autorizada franco-rusa ese mismo año (la orquestal no se editó hasta 1923), y retocada (y ampliada al inglés y al alemán) en la edición definitiva de Boosey & Hawkes, ya en 1962. Hasta la década de los setenta era frecuente interpretar la obra en francés, suerte corrida igualmente por Las bodas.
Por medio quedaban los tres grandes ballets así como El rey de las estrellas y otras obras breves: el lenguaje stravinskiano había sufrido transformaciones drásticas, sobre todo después de La consagración de la primavera. La genialidad del músico reside en su lucidez para no intentar un pastiche entre el primer acto, deudor todavía del cromatismo y el colorido de su maestro, y la composición de los dos siguientes, que atestiguan el trascendental desplazamiento estético y estilístico sin la menor pretensión de disimulo. La asunción de ese carácter híbrido es quizá la mayor baza de la obra: entre la música del bosque (acto I) y la de la corte (actos II y III) hay la misma distancia que media entre la música popular y la música de creación (como ahora escriben algunos), entre la pureza de la música anónima y la artificiosidad de la música autoral.

Pero, en todo caso, y como siempre en Stravinksy, se trata de referentes en segundo grado, estilizaciones de los estilos correspondientes que, precisamente por ello, resultan aún más convincentes que los originales. La exquisita canción del pescador que inicia la obra y que se repite al final de cada acto no sólo juega un papel de anáfora musical, sino que, y sobre todo, supone una especie de referencia: es música que imita perfectamemte el enunciado popular, con sus terceras menores repetidas y su serenidad contemplativa que permite situar en un contexto propio la música de ruiseñor del bosque y que, al reaparecer en los actos siguientes, coloca el discurso, por así decir, entre paréntesis, intemporalizándolo al situarlo en un espacio entre folclórico y onírico. De este modo, la primera intervención del ruiseñor nace, por así decir, de la meditación del pescador que, sin hacer referencia a ello, se comporta de hecho como una suerte de trujamán: a tal extremo es ello así, que la tonalidad de éste (Sol bemol) es el reflejo enarmónico de aquél (Fa sostenido), enlazando ambos personajes en un ámbito único. No hay lugar a imitaciones: se trata de ideas puramente musicales que estilizan la propia representación del canto del pájaro, que cuenta con una larga tradición que abarca de Janequin a Schumann pasando por Händel o por Beethoven. Lo estilizado es la propia música, no el material ornitológico real: resulta significativo a tal respecto comparar el tratamiento de Stravinsky con el de Respighi, prescribiendo el empleo de la grabación de un ruiseñor verdadero en el tercer movimiento de sus Pinos de Roma con un efecto ciertamente hiperrealista avant la lettre.
El canto del ruiseñor, encomendado a una soprano, con sus virtuosísticas e ingrávidas vocalizaciones, recupera los cromatismos melódicos en un contexto diatónico en pos de una sensualidad en la que hay un indisimulado eco del exotismo del Délibes de Lakmé o del Bizet de Les pêcheurs de perles. Resulta llamativo que, casi contemporáneamente (1912 la 1ª versión y 1916 la 2ª) y con propósitos por entero disímiles, Richard Strauss escribiese el papel de Zerbinetta apoyándose en la misma idea de soprano lírico-ligera de coloratura. En todo caso, se trata de músicas sobre otras músicas que, no obstante, exhiben la categoría suficiente como para sustentar su autonomía, con independencia del conocimiento que el oyente pueda poseer de sus referentes. Y ya puestos a buscar concomitancias, también resulta significativo que, en 1911, Mahler eligiese una serie de poemas chinos (en traducción alemana) para la que sería su última obra acabada, Das Lied von der Erde, cuyos temas musicales son todos pentatónicos y cuyo quinto número es, igualmente, una exquisita chinoiserie basada en dichas escalas y en la sonoridad cercana a la de una caja de música de crótalos, flautas y glockenspiel y que, en 1917, Ferruccio Busoni estrene su Turandot (al que asistiría Puccini, con las conocidas consecuencias) y, también de manera independiente, recree ese tipo de sonoridades igualmente delicadas, igualmente fantásticas, igualmente ficticias. No ha lugar a sospechar influencias recíprocas: Zeitgeist se llama esa figura.
Se ha señalado repetidamente que la alternancia de terceras y quintas en el comienzo orquestal de El ruiseñor trae a la memoria el comienzo de Nuages, el primero de los Tres nocturnos para orquesta de Debussy, pero Roman Vlad ha demostrado que el modelo procede de Mussorgski, en concreto del acompañamiento pianístico de la tercera canción del ciclo Sin sol: la realidad es que la influencia del autor de Boris Godunov va mucho más lejos, singularmente en los dos actos sucesivos: el coro inicial del segundo, la marcha de los espíritus del tercero o la escritura vocal del personaje de la muerte, entre otros ejemplos, son muestras palmarias de ello.
La historia de El ruiseñor no deja de ofrecer un cierto contenido órfico: el Emperador, en manos ya de la muerte, ve como ésta retrocede ante la música del ruiseñor del bosque, la intemporalidad de cuyo canto le rescata y le redime de su inicial fascinanción por el tópico pentatonismo del oboe que representa al ruiseñor mecánico. Casi podría interlinearse una diatriba contra la música muerta del registro discográfico frente a la vitalidad del canto, la fugaz eternidad del intérprete real: una especie de metáfora de la inmediatez sagrada de la música frente a la vana pretensión de detener el tiempo de las máquinas reproductoras del sonido. En todo caso, cabe afirmar que la obra aspira hacia una reconquista de la infancia, incluso de ese San Petersburgo descrito por el compositor como un mundo de cuento de hadas cuya belleza perdida he tratado de redescubir más tarde durante mi vida: Anna Ajmatova nos ha dejado un conmovedor testimonio según el cual los teléfonos de la ciudad, recién instalados, sonaban igual que el comienzo del Acto III.
Una tiempo ya definitivamente irrecobrable: apenas dos meses más tarde del estreno estallaba la primera Gran Guerra, que nadie imaginaba que pudiera durar más allá de tres semanas, pero que ocasionó una convulsión que transformó el mundo de manera definitiva. Las hadas se desvanecían para siempre.
2. Edipo en la encrucijada

Suele denominarse neoclasicismo a la corriente artística dominante en las primeras décadas del periodo de entreguerras: cabría definirlo como una cierta forma de recreación de determinados estilos pretéritos que el tiempo ha convertido en clásicos (entendiendo este término en el sentido de aquéllo que puede ser tomado como modelo), pero matizando que se trata de una recreación crítica carente de complicidad o de nostalgia. El viaje de Picasso a Roma en compañía de Jean Cocteau en 1917 fue pródigo en tales consecuencias estéticas: el pintor, deslumbrado por las estatuas romanas de los museos vaticanos, volvió sus ojos hacia el neoclasicismo francés de comienzos del XIX, hacia David e Ingres, y el resultado se reflejó en su propio trabajo que, a partir de semejante experiencia, produjo una serie de pinturas de gran formato habitadas por personajes de pesada solidez monumental tratadas con la simplificada plenitud de figuras geométricas, como sucede en Campesinos durmiendo (1919), Tres mujeres en la fuente (1921) o La flauta de Pan (1923): resulta significativo que, años después, Stravinsky emplee el término monumental para referirse a la lengua latina a la hora de concebir el libreto para Oedipus Rex. Cocteau, por su parte, se acercó a la mitología en su Antigona (la obra que provocó el interés de Stravinsky por el escritor como posible libretista), escrita justamente en 1922 y sumamente fiel al original de Sófocles: la antigüedad grecorromana volvía para ser contemplada con nuevos ojos y vivificar el presente.
El giro neoclasicista de Picasso tuvo un eco inmediato en el arte de su tiempo, sobre todo en Francia: pero es obvio que no se trataba de un mero retorno, sino de una recuperación de la figura que, asumiendo el precedente análisis cubista, recobraba también una cierta apariencia de espacialismo perspectivo. La figuración neoclásica picassiana incorpora todas las conquistas formales del cubismo y plantea una especie de síntesis: sería más preciso hablar de postcubismo. Paralelamente, la arquitectura también exploraba una drástica reivindicación del despojamiento geométrico y del valor expresivo de la estructura a través del movimiento racionalista: Gropius, que ya había sentado las bases del movimiento en 1911 con la fábrica Fagus, realiza el edificio para la Bauhaus en 1926 y Le Corbusier, por su parte, finaliza Villa Saboya, quizá el edificio más representativo de la modernidad, en 1928.
Simultáneamente, el movimiento de la Neue Sachlichkeit de George Grosz y Otto Dix también retomaba la figuración desde nuevas coordenas simplificando la torturada deformación expresionista, pero sin renunciar ni a su riqueza de colorido ni a su hiriente temática. Si Kandinsky es el modelo pictórico del expresionismo schönbergiano (por ejemplo en Farben, la tercera de las Cinco piezas para orquesta de 1909), el dodecafonismo serial, en su fascinación por las formas barrocas y clasicistas, será el equivalente postonal de la Nueva Objetividad: de hecho, las primeras obras dodecafónicas de Schönberg (la Serenata Op.24 y el Quinteto de viento Op.26) están escritas entre 1920 y 1923, los mismos años en que Stravinsky estrena Pulcinella, el Octeto y la Sonata para piano. Si reparamos en el hecho de que la Sonatina burocrática de Satie es de 1917, la Sinfonía Clásica de Prokofiev de 1918, Le tombeau de Couperin de Ravel de 1919, el cuarteto Rispetti e strambotti de Malipiero de 1921, la Partita para piano y orquesta de Casella de 1925, que las Kammermusik nº2 al 7 de Hindemit nacen entre 1924 y 1927, que el Concerto de Falla es de 1926, la Sinfonietta de Ernesto Halffter de 1927, el Segundo Cuarteto de Szymanowsky de 1928, la Cantata Profana de Bartok de 1930 y la Partita para orquesta de Martinu de 1931 (por no hablar de autores como Milhaud, Roussel o Poulenc) podemos afirmar que la impronta neoclásica se inscribió en la música contemporáneamente a la pintura, pero con una variedad de estilos verdaderamente poliédrica que abarca desde lo neo-barroco a lo neo-romántico (sería el caso de El beso del hada) pasando por el neo-neoclasicismo vienés propiamente dicho de obras como el Tercer Cuarteto (1927) de Schönberg, rigurosamente coetáneo de Oedipus Rex: de hecho, la ópera-oratorio stravinskiana es un texto particularmente poliestilístico. A la vista de este breve pero significativo inventario se puede constatar que la relectura neoclásica del pasado dista tanto del pastiche como de la añoranza o la simple identificación mecanicista.

Regresar a los grandes temas de la tragedia antigua era una consecuencia inevitable de semejante estado de cosas: existe un llamativo grupo de óperas sobre temas mitológicos escritas en las dos primeras décadas del S. XX, de la Pénélope de Fauré a las opéras-minute de Milhaud (sobre temas como Europa, Ariadne o Teseo), de la Elektra straussiana a la Fedra de Pizzetti, de Alkestis de Boughton a Antigone de Honegger (sobre la ya citada tragedia de Cocteau) y el tema eterno de Orfeo aparece con asiduidad (Malipiero, Milhaud, Casella, Krének…). Lógicamente, la irrupción del neoclasicismo favoreció el interés por los mitos fundacionales, y es en ese contexto donde nace una de las más fascinantes y enigmáticas creaciones stravinskianas: Edipo contaba ya con el precedente de la obra de Leoncavallo estrenada en 1920 (concluida por Giovani Pennacchio, y que estéticamente no guarda relación alguna con la que ahora nos ocupa), y cuatro años después de Stravinsky Enesco concluiría su Oedipe (que no se estrenaría hasta 1936): después de la Segunda Guerra Mundial, Karl Orff volvería sobre el personaje en 1949, Helmuth Eder lo haría en 1958, André Boucourechliev en 1977 y nuestro Josep Soler estrenaría su Edip i Iocasta en 1986 (pese a estar finalizada en 1972, en que se presentó en versión de concierto). En 1927, un artista de vanguardia no podía ignorar a Freud, pese a que en la órbita francesa la traducción de sus obras fue sumamente tardía, aunque la Interpretación de los sueños (1900), el texto en que se describe el complejo de Edipo, acababa de aparecer cuando Stravinsky comienza la composición de su obra. Lo que no implica que en el texto de Cocteau/Daniélou exista la menor alusión o influencia del maestro vienés: por el contrario, el libreto se remite a Sófocles de modo tal que la fábula mantenga toda su inquietente opacidad y su insondable crudeza (aunque no sin algunas omisiones que desvirtúan el carácter original de ciertos personajes). El mito no regresa como exotismo ni como nostalgia, sino como reflexión: sobre la propia música, en el caso de Stravinsky.
Hierática, pétrea, la tragedia aparece aquí en un estado que se diría de congelación, reducida a sus momentos arquetípicos esenciales de modo que el desarrollo escénico se substituya por el relato. Oedipus Rex es un drama épico en el que, según el principio del decoro característico de la tragedia clásica (pero también de Gluck), los acontecimientos nucleares no se presencian, sino que son rememorados o descritos: el relato intemporaliza los hechos y les confiere el carácter sagrado propio de lo ritual o lo folclórico, evitando que el sentido se enturbie por el emocionalismo. El efecto se multiplica por la presencia (redundante pero eficaz) del cronista. La estructura final es una especie de compromiso entre Stravinsky y Cocteau: aquél quería que el texto se tradujese al latín buscando un lenguaje de convención, casi de ritual, alejado de toda enunciación contaminada de lo cotidiano; a cambio, Cocteau incluyó un recitador en lengua vernácula. La traducción latina corrió a cargo, como se sabe, de Jean Daniélou (1905-1974), jesuíta, futuro cardenal y miembro de la Academia Francesa. Cocteau había conocido a Daniélou a través de Jacques Maritain.
De este modo, la música se convierte en el único agente que gobierna la dramaturgia, y todo se confía a su enunciación: en la medida en que el discurso está concebido como una sucesión de números cerrados e independientes, la sensación de intemporalidad se potencia de modo decisivo. Para Stravinsky se trata, en definitiva, de reconstruir la intuición escénica primera, que describe como una ópera inmóvil cuyos personajes se dirigen directamente al público en lugar de dialogar entre ellos, personajes que imagina provistos de máscaras y alzados sobre pedestales, como esculturas ante un decorado inmóvil, estatuas animadas por una música que les confiere su única realidad, que los constituye y que los expresa. Oedipus Rex bucea hasta la quintaesencia más íntima de lo operístico en busca de una suerte de absoluto escénico que, en último extremo, no puede articularse a través de otra materia diferente de la propia música, la música entendida como pura forma, como objeto abstracto autosuficiente más allá de cualquier adherencia, música a la que se incorpora la palabra tal y como el autor escribe: las palabras, vaciadas en un molde inmutable que asegure suficientemente su valor expresivo, ya no reclaman comentario alguno: así, el texto se vuelve para el compositor una materia puramente fonética que puede disecar del modo que quiera y concentrar su atención en el elemento constitutivo primario: la sílaba. El latín, monumental, pura materia fonética, libera a la palabra de su significación: texto y música devienen la misma cosa, puro significante, sintaxis liberada de todo vestigio denotativo. La autonomía de la música es la justificación última del drama.
El elemento sustancial de Oedipus Rex es la tercera menor, no ya melódica sino, sobre todo, armónicamente. Inscrita en el texto desde el mismo comienzo, se presenta en forma descendente entre dos intervalos ascendentes de segunda mayor: las palabras iniciales del coro (Caedit nos pestes) se superponen sobre una figura orquestal formada por las notas Si bemol-Do-La-Si bemol (H-C-A-H), cuya cercanía con la retrogradación del anagrama BACH salta de inmediato a la vista. Con excepción de Creon (Do mayor), del coro de salutación a Yocasta (Do mayor, igualmente) y algún otro momento más, la inmensa mayoría de las tonalidades empleadas en la obra son menores, lo que impregna el texto de una suerte de difusa pero perceptible tragicidad: resulta profundamente significativo que Edipo exprese el conocimiento de su identidad (Natus sum quo nefastum est) cantando en Si menor (la tonalidad trágica de Schubert) sobre un acompañamiento que alterna Re mayor (flautas) y Re menor (cuerda y clarinetes), el tono tradicional del Requiem.
Toda la obra se organiza como una sucesión de episodios estáticos en los que la tonalidad no varía, grandes bloques que se mantienen en pié en virtud de su inmovilidad armónica y la invariabilidad de su ritmo. Oedipus Rex es una de las obras más claramente tonales y más diatónicas de Stravinsky, un texto cuya armonía no describe itinerarios modulantes: se ancla sólidamente sobre una fundamental sin desplazarse, configurando vastas secuencias, y de ahí la sensación de rigidez ritual que toda la obra trasmite. De ahí y de la constancia de los patrones rítmicos empleados, igualmente rígidos, igualmente invariables a lo largo de números enteros, ritmos cuadrados, carentes de síncopas a lo largo de amplias secciones cerradas que los compartimentan. Ritmos, a su vez, estrechamente asociados a la omnipresente tercera menor, como sucede en el coro inicial que flanquea el aria de Edipo. La constancia de esos dispositivos expulsa toda idea de desarrollo, de transformación motívica. Los personajes de Oedipus Rex tienen una cierta cualidad de figuras de bajorrelieve, se diría ídolos arcaicos habitados por una personalidad cristalizada desde siempre y para siempre: de ahí que cada uno de ellos posea, no una música o un motivo particular, sino un estilo musical específico, característico e identificatorio.
Yocasta se define por una línea cantable de mezzo belcantista que acumula buena parte de los lugares comunes de la música escénica del último Donizetti o del primer Verdi. Su aria del segundo acto está estructurada como una gran escena operística italiana dividida en cinco secciones según el esquema ABCA’D, donde el coro intervine en la sección A’: el último tramo es una especie de cabaletta a dúo con Edipo, que ha ingresado en el discurso en el tempo di mezzo que separa los dos últimos segmentos. La línea melódica reproduce multitud de figuras características y de líneas expresivas, desde el canto elegíaco de la primera sección al de bravura de la última, pero siempre hay un elemento que la pervierte, un cromatismo o una alteración incongruente con la tonalidad que ocasiona momentáneos roces armónicos: es el modo de señalar el lugar enunciativo desde el que se contempla el material. Cada sección del aria se define por un esquema rítmico particular que se mantiene a todo lo largo de su curso. Esa especie de envaramiento que subtiende el curso de la voz pasa así a primer término, invirtiendo la perspectiva tradicional del código al convertir a la masa instrumental en un dispositivo autónomo respecto al canto, un artefacto rítmico-armónico esencialmente vertical: así, la sección C (Fa menor) se reconoce por apoyarse sobre una figura de tres corcheas en anacrusa y una negra en parte fuerte que la recorre de punta a cabo: es el motivo rítmico que popularmente se identifica como el “tema del destino” de la Quinta bethoveniana (presente también en no menos de una decena de sinfonías de Haydn: es en realidad un tópos del clasicismo vienés), empleado aquí para acompañar la afirmación de que los oráculos mienten (ne probentur oracula). Merced a un estereotipo especialmente cualificado, la música contradice lo afirmado por la voz, a la que subsume en su propia dinámica.
Creon, por su parte, maneja fórmulas clasicistas, pero lo hace con una vulgaridad casi insultante desde su mismo comienzo sobre un arpegio descendente de Do mayor doblado por la trompeta (respondit deus): no cabe una expresión más acabada del burócrata orgulloso de sí mismo, acompañado de esos anapestos insistentes y rutinarios que subrayan la rítmica en negras y corcheas de su canto, deliberada quintaesencia de la ramplonería (más tarde, serán unos puntillos “franceses” tan barrocos como tópicos). La línea melódica se pavonea ostentosamente sobre arpegios y escalas mayores, pero no sin incluír llamativas desviaciones que, por una parte, enturbian su rotundidad pero que, como en el caso de Yocasta, marcan también una significativa distancia con su modelo. Tiresias hace suyas también esa clase de fórmulas (arpegios descendentes, p.e.) pero, a diferencia de Creon, canta en modo menor, lo que confiere a su música una gravedad particular. En su entrada, más que cantar, declama, casi en recto tono: el ritmo de negra con puntillo trae de inmediato a la memoria el Comendador mozartiano, parentesco acrecentado por el tipo de voz requerido (un bajo cantante al que se exigen graves robustos). Con elementos mínimos, y moviéndose en un registro estilístico muy reducido, Stravinsky caracteriza dos personajes antitéticos.
El pastor y el mensajero también aluden a figuras precisas. Modales (lidio y dórico alternativamente), su discurso se ve festoneado por obligatti de instrumentos de viento que se complacen en notas extrañas a la armonía. El coro, por su parte, asume el papel de coro de oratorio, tanto interviniendo en la acción en tanto que representación de la multitud como comentándola, tanto reflexionando sobre ella como anticipándola: es un verdadero personaje dramático en más nítida línea de Bach o de Händel. Los estereotipos operísticos, especialmente llamativos en Yocasta, conviven así con el estatatismo de la gran cantata, cuyo dinamismo es interno: la dramaturgia se congela en el molde épico.
¿Y Edipo? En la encrucijada de los estilos, el personaje titular carece de una dirección propia. Es cromático en la expresión de su angustia en el dúo con Yocasta, melismático en su aria de presentación en Mi bemol menor, articulando un sintagma simétrico con el coro que le preludia y le postludia en Si bemol menor, diatónico en su airada réplica a Tiresias, sucesivamente sereno y agitado, declamatorio y vocalizante: como en el memorable film de Pasolini, Edipo es el hijo de la Fortuna (o del Sino) y todos los recursos que ha movilizado para escapar de la profecía han sido, justamente, los resortes de los que el Destino se ha valido para materializarla. A través de la música, pasado y futuro son una misma cosa: Edipo no puede hurtarse a su destino, al abismo de un Deseo que le configura y al que, como a la muerte, no se puede mirar frente a frente: no quiere saber y, por ello, renunciará finalmente a sus ojos, se entregará a una castración simbólica como precio por haber sabido, pese a todo. Stravinsky, a través de una música sin precedentes ni sucesores (pero que invoca toda su historia), exhibe también, con trágico (y lúcido) impudor, la sangrante condición de sus múltiples máscaras.
José Luis Téllez