Tatiana escribe una carta

No amaré a otro, asegura Tatiana, te reconocí desde el primer instante, desde mi soledad, calladamente, obligada a morir en el silencio, escribe desde ese filo irretornable de la adolescencia en el que el primer amor se manifiesta tan próximo a la muerte. Compréndeme (prosigue) estoy sola, tú puedes destruirme con sólo tu desprecio -con esa intensidad, ese desesperado temor juvenil a no ser capaz de mantener la turbulencia de una pasión posible. Tatiana recomienza: ¿eres mi ángel guardián o mi seductor?, inquiere, basculando en ese límite entre el Deber y el Deseo que tan bien conocen las heroínas verdianas y que para ella, soprano aún núbil, pero penetrada ya por toda la urgencia de una certidumbre sexual que carece de ámbito y de objeto, asume el vértigo de una navegación inescrutable y, a la vez, repleta con la palpitación irresistible de promesas quiméricas y temibles. ¿Quién eres?, escribe contradiciéndose, descubriendo su desorientación tras su inicial vehemencia: y es como si dijera voi, che sapete… Amor antes del amor, disolución previa al deseo, anonadamiento en el hecho mismo de desear, fidelidad a una imagen entrevista, casi tan solo imaginada en ese espejo del desear que se toma por un retrato, como el del Holandés en el gabinete de Senta. En esa indisimulada confusión a la vez amenazante y jubilosa que se enseñorea del alma de Tatiana se cifra su vínculo con el paradigma clásico, y en el centelleo de esa claridad que irradia de su figura y de la que es por entero inconsciente (ella no ha escuchado el motivo descendente de la primera escena, ese motivo cuya cabeza reaparece ahora para nutrir la última parte de su canto, ese motivo que se dibuja sobre las palabras te reconocí en sueños) se yergue su futuro perfil definitivo, el de las últimas escenas, el de esa madurez resplandeciente -e insatisfecha- cuya elegancia jamás condescenderá con el lamento ni la autoconmiseración. Y así, el viaje de Tatiana a lo largo del texto es, también, un movimiento de la propia materia dramática que evoluciona desde una contrafigura (operística) de Cherubino hasta la majestuosa dignidad (fílmica) de la Gertrud de Dreyer (personaje que, por cierto, es el de una liederista), en su final aceptación de otra soledad también irremediable. Metamorfosis que reclama una simpatía y una solidaridad tanto más arrebatadas cuanto más, y más arriesgadamente, inscribe su demanda en la frontera del drama verista, proclamando la conmovedora grandeza de esa figura capaz de sustentar sobre su fragilidad significante la emoción y el descubrimiento que vertebra la médula misma de un siglo que, y no por azar, denominamos de las luces.

De este modo, Eugene Onegin, ópera singular, escenas líricas sobre versos de Pushkin, como la describió Chaikovsky, se instala como la metáfora de una pervivencia, cristalizada en el admirable episodio de la carta. Como al azar, los pensamientos de Tatiana no nos alcanzan solamente a través de su formulación directa mediante un monólogo, ese codificado recurso de saturación lírica instantánea que conocemos con el nombre de aria o de romanza, sino también por intermedio de su confrontación con otra red significante diferente: la escritura. El momento carece de un modelo de similar alcance, si dejamos a un lado la lectura que Violetta Valéry realiza en su tercer acto de la misiva de Germont, que también se desenvuelve sobre una melodía reminiscente que procede del acto inicial. La solución de Verdi -la recitación hablada sobre un solo de violín: brevísima incursión en el melólogo, justificada por razones de verosimilitud – no entraña mas dilatada audacia, aunque sí mas desgarrada violencia enunciativa. Chaikovsky -heredero legítimo de Mozart, cuidadoso en extremo de la perfección formal y la limpieza del acabado- logra integrar la idea, de un sutil efecto distanciador y, a la vez, hondamente emotivo, sin quebrar lo más mínimo la textura melódica dominante dentro de lo que, en primera instancia, se diría un diminuto cuadro costumbrista encantadoramente pequeñoburgués. Pero el dispositivo músico-dramático que se pone en juego (la lectura cantada, en lugar de la efusiva enunciación inmediata) inscribe en esa aparente convencionalidad una mirada anticipatoria cuya pertinencia metalingüística se dilata casi hasta el teatro épico brechtiano. La naturaleza textual altamente diferenciada de los segmentos que se alternan en el desarrollo de la escena está en la base de la articulación formal de una música cuya estructura nítidamente escandida en cuatro secciones (más una amplia coda) se corresponde con matemática precisión con el carácter argumental de cada uno de ellas, según que las palabras de Tatiana hayan sido o no escritas, reescritas, reflexionadas en alta voz, rechazadas y, definitiva e impulsivamente, confiadas al correo. Lo fascinante, empero, radica en que este desbordamiento de acciones y sentimientos contrapuestos, de agitación inequívocamente romántica, se materializa musicalmente merced a una retórica directamente extraída del rococó: una sucesión de tres arias da capo de estructura rigurosa y dimensiones crecientes, separadas por recitativos, dotadas de preludios y (en el caso de la última) de un verdadero ritornello instrumental y que, entre la primera (que no alcanza la veintena de compases) y la segunda de las cuales incluye una canción de dos estancias en forma estrófica, correspondientes a la escritura de la carta propiamente dicha. Ya resulta un prodigio de imaginación edificar tan alambicado esquema sobre un fragmento literario de aspecto deliberadamente caótico, dotando de una significación narrativa y un papel expresivo enteramente renovados a los diseños formales más añejos y de más acusada raigambre académica: pero plantear semejante operación discursiva en el seno de un drama próximo al universo referencial naturalista linda casi con la temeridad.

Cronológicamente, Eugene Onegin se sitúa entre el exotismo bíblico de Samson et Dalila y el medievalismo arcaizante de Parsifal. La carta de Tatiana constituye la avanzadilla premonitoria de una dramaturgia todavía en agraz en ese, sin duda prematuro, año de 1878 de su definitiva redacción. El itinerario estético en que la obra se inscribe es aquél que, con la afirmación, triunfo y final disgregación de los valores burgueses, articula un espectáculo -la ópera- que, habiendo comenzado en la mitología, concluirá en la crónica de sucesos. Del mismo modo, el decurso de esas escenas líricas de la descripción chaikovskiana, independientes y de aspecto casi inconexo, enlazadas exclusivamente por juegos de simetrías, repeticiones y reapariciones variadas (en modo alguno por una progresión dramática convencional), implica un tránsito que, si reniega de la transitividad de la metonimia, es para mejor anegarse en la intemporalidad de la metáfora. Itinerario que, de la mansión de una aristocracia rural transcurre por una ciudad de provincias, para concluir en la gran metrópoli, bajo un signo productivo presumiblemente fabril, y que la música recrea partiendo de melodías rigurosamente folklóricas (la romanza de Olga, el coro de campesinos) para, a través del vals y de la mazurka, arribar a la grandiosa, cortesana polonesa que abre el último acto. Movimiento del campo a la ciudad, en el espacio, correlativo con el propio desarrollo histórico de esa cultura burguesa que hegemoniza la ficción, desplazamiento que oculta otro más sutil y doloroso, en el tiempo, de la adolescencia a la madurez, del despertar expectante del deseo a su imposibilidad definitiva. Por medio, un cumpleaños y un duelo: de ahí que las tres grandes expansiones líricas de la pieza, una por cada acto, una también por cada una de las tres edades simbólicas, sean meditaciones en torno a una muerte siempre presente, única vigilia tangible en un universo desdichado y sonámbulo. En su efervescencia, Tatiana declara no me importa morir, si bebo el veneno encantado del amor, mientras que Lensky, en su melancolía previa al balazo de Onegin, afirma huisteis, años de la juventud preguntándose con un temblor casi profético ¿qué me reservará el día venidero?. Por su parte, el otoñal Grémine justifica su (justísimo) extravío por Tatiana mediante un aserto cuya veracidad no lo hace menos patético (pese a hallarse revestido de aparente alegría a través de la música): el corazón no conoce la edad.

Así, el verdadero argumento subyacente en Eugene Onegin no es otro sino el paso inexorable de los días, y el definitivo semblante que ese transcurrir irá labrando en los rostros de las figuras que habitan su escena. Por eso, en esta ópera que no se parece a ninguna otra ópera, no existe un sólo dúo, una esperanza, una realidad amorosa, siquiera frágil, imposible o efímera. Ópera que no se manifiesta como romántica, sino que interpela al romanticismo desde sus propias convenciones referenciales. Ópera que concluye antes o después de haber concluido, hecha de desencuentros, de pérdidas, de huidas, ópera del antes y del después, jamás de un ahora para ese amor conjetural y ensoñado, ópera que desconoce la plenitud de esa pasión que con tan engañoso ardor se manifestase en las líneas que su protagonista traza escondida en su cuarto, anhelante y esperanzada, revestida por una envoltura orquestal deslumbradora e ilusoria.

Cabría describir Eugene Onegin como un negativo del verdiano trovatore: discursos arquetípicos, tanto en Verdi como en Chaikovsky, en cuya manifiesta locuacidad solamente se habla de la frustración y de la ausencia, de la eterna e irremediable cercanía entre el amor y la muerte y de la naturaleza evasiva, perpetuamente inalcanzable del Objeto. Pero Eugene Onegin se ofrece como una trasposición del melodrama latino, cuyos valores reproduce desde una óptica y una coloración rigurosamente invertidas. Opera romántica frente a ópera sobre el romanticismo, plenamente nocturna aquélla, de luz y sombra absolutas; crepuscular ésta, de anocheceres y amaneceres, de un colorido de infinitos matices frente a la rotundidad del blanco y negro, grabado al aguafuerte frente al equilibrio tenue del pastel o la acuarela, construida aquélla de modo exclusivo a través de los núcleos del relato, de sus instante esenciales, agitados hasta su último paroxismo, frente a una dramaturgia integrada (y también de manera exclusiva) por catálisis, por momentos accesorios, por transiciones. Y en esa oposición que articula el dibujo de su identidad, Eugene Onegin se configura como la ópera del refinamiento y de la nostalgia, de la fugacidad y de la derrota, del silencio y de la soledad, de la transformación dolorida e inexorable de los seres y de las cosas.

José Luis Téllez

Conductor Boris Khaikin – Orchestra – Bolshoi Theatre Chorus – Bolshoi Theatre Eugene Onegin – Yevgeny Kibkalo Lenski – Anton Grigoyiev Tatyana – Galina Vishnevskaya Olga – Larissa Avdeyeva Gremin – Ivan Petrov