A un represor desconocido (El País)

No me lo podía creer. Hace ya de esto una semana cuando menos. Aquella noche puse la radio, pero no sonaba el vals de Katchaturian. En su lugar, una voz temblorosa anunció que el programa A contraluz, de Olga y Téllez, había sido suprimido. No me lo podía creer, pero era verdad; ya no ha vuelto a sonar. La voz infame dijo que la anulación del programa era una consecuencia de las impertinencias que se permitía Téllez en sus intervenciones. He esperado unos días alguna reacción, algún comentario. Nada. El programa A contraluz, de Radio 2, era en verdad singular. Eso era lo que nos gustaba. Dos excelentes profesionales, Olga y Téllez, se permitían hacer, entre pieza y pieza, dos tipos de comentarios enteramente distintos. El primero era de orden técnico; aclaraciones sobre la composición, análisis de la misma, algo de historia… De una calidad abismalmente superior a los habituales lectores de solapas. El segundo tipo de comentario era dramático. Consistía, esencialmente, en una rapsodia de exabruptos que Téllez aullaba sobre lo que le daba la gana. Nos hacía saltar de alegría en nuestros sillones, en nuestras camas, en nuestros sacos de dormir. La voz de Téllez -subrayada por Olga, que no podía aguantarse la risa- era la del gran dios Pan, esa bestia negra de los impotentes.

Cuando la otra voz, la abyecta, anunció la suspensión del programa, hizo algunas aclaraciones: dijo que no se podían tolerar aquellos insultos, aquellas salidas de tono, aquellas ofensas. Olvidaba decir qué insultos, qué ofensas. Y, sobre todo, olvidaba decir quién se había considerado insultado y ofendido. ¿Algún sacristanillo del PSOE? ¿Un obispo de mano regordeta? ¿La hormigonera cerebral de un candidato a opositor? Porque Téllez, francamente, no dejaba títere con cabeza. Le daba lo mismo Dios que el diablo. Allegados los hacía la noche. Rojo viejo, con carraspeo de boticario republicano, confederal, ateo, aguardentoso, dinamitero… ¡Cómo te vamos a extrañar, Téllez!

Pero vayamos a lo importante del asunto. Sólo un imbécil ha podido sentirse insultado por Téllez. Las cosas deben quedar claras: aquel cuya alma de cristal se ha resquebrajado al oír las palabras de Téllez, ese, carece de entidad. Es un espíritu de vidrio. Y cuando ha tomado el teléfono para triturar aquellas palabras que le impedían dormir ha sacado a la luz su verdadero ser, lo único que le quedaba: su cobardía. Ahora bien, un individuo que puede suprimir un programa a golpe de teléfono es un individuo incrustado en el centro de las decisiones colectivas, en el estómago de la Administración del Estado. No puede haber sido el director de Radio 2; en primer lugar, porque es un hombre inteligente, y en segundo lugar, porque era caricatura preferente del programa desde su inicio. El director debía sonreír, como reíamos todos al escuchar la lírica anarcoide de Téllez, cuyos alfilerazos eran puras caricias comparados con el salvajismo estatal. ¿Quién habrá sido, pues, el hombre del teléfono? Téllez lo sabrá, pero guardará el secreto, porque es un hombre educado, como todos hemos comprendido durante estos meses. Nada importa, en verdad, quién haya sido el jerarca pusilánime, ese conductor de hombres cuya entereza la derriba un chiste. Lo interesante es que el PSOE ya ha generado esa raza, al parecer inextinguible, de inquisidores relamidos que curan sus inseguridades intelectuales aplastando trabajadores competentes. ¿Cuántos habrá? ¿Seguirá creciendo su número? Porque, dejémonos de bromas, esa chusma actúa como en una finca el jerarca, del caso no nos consultó a nosotros, los que escuchábamos el programa, los que tenemos derecho a ese programa, los que pagamos el teléfono con el cual interrumpió el programa. Para ese funcionario, los trabajadores son sus peones, los programas se hacen para él y los oyentes somos un decorado superfluo de la radio estatal. En su delirio megalómano intuye cuál sería la radio perfecta: aquella que sólo sonara para sosegar su sueño. Y España entera debe financiar su descanso. Yo, la verdad, estoy dispuesto. Siempre que sea un descanso eterno.

Félix de Azúa

Este artículo apareció en la edición impresa de El País del Miércoles, 28 de mayo de 1986